La Batalla Continúa:
Beckett, el vampiro proscrito, llega a Chicago en medio de una guerra desatada, impulsado por las dudas que entraña para él el origen de sus antepasados. Sin saberlo, ayuda a Khalid al-Rashid, un poderoso Nosferatu, a resolver el rompecabezas de la antigua historia de las momias, una historia que ha permanecido oculta durante siglos. La Estirpe no sólo se ve amenazada ahora por Thea Ghandour y sus camaradas cazadores, sino que también deberá enfrentarse a otros inmortales.
Una Historia Desconocida:
El templo de Akenatón ha sido destruido y Maxwell Carpenter revela cuál es el verdadero motivo de su afán por descubrir el origen del poder de las momias: la venganza. Impulsado por el odio, Carpenter no se detendrá ante nada hasta que haya acabado con el último miembro de la familia Sforza, Nicholas Sforza-Ankhotep. Las momias deben proteger elcorazón de su poder o tanto ellas como su futuro dejarán de existir.
Quien con leones se acuesta es la segunda novela dentro de la trilogía del Año del Escarabajo. En los tres volúmenes de esta epopeya se desvela el auge del antiguo poder que amenaza con alterar para siempre el Mundo de Tinieblas: el de los seres inmortales conocidos como momias.
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Yacía en la tierra desde hada casi tres siglos, consciente pero sin vida, atento pero sin despertar. Dado que había pasado inmerso en la greda tan sólo una fracción de su existencia hasta la fecha, dedicaba poco tiempo a pensar en aquella extensión de tiempo. Había acumulado tal poder que no necesitaba hollar el suelo para ejercer su influencia. Aun cuando hubiera deseado alzarse, el sopor de su letargo era abrumador. Pese a su poder, se encontraría débil cuando volviera a incorporarse, a merced de su gran enemigo. Aquella odiosa criatura habitaba en el mundo de la superficie, buscando la manera de someter a su enemigo a una venganza definitiva.
El ser enterrado perseguía un objetivo similar, pero lo hacía mediante la sutil manipulación de seres inferiores. Aquellos agentes servían a sus planes, por lo general sin darse cuenta, urdiendo tramas de propio cuño que lo protegían a él de su adversaria. La lucha había permanecido estancada durante décadas. Otros conflictos se habían desbordado hasta verterse sobre su batalla, tan antigua como el tiempo. Había conseguido que lo exhumaran y lo trasladaran a un lugar más seguro. Pese a haber dejado de estar sepultado, permanecía dormido, que no en paz. Presentía que se fraguaban grandes cambios, cataclismos que bien pudieran suponer su destrucción, la de su rival... o la de ambos.
Eran muchas las fuerzas que actuaban en esos momentos, aunque pocas repercutían en sus planes. Los conocimientos que poseía acerca de ellas descansaban en el segundo plano de su mente sonámbula, listos para salir a la luz en caso de que alguno demostrara resultar útil en tiempos venideros. De este modo, había sentido la llegada de una nueva entidad, una especie de presencia como hacía tres milenios que no conocía. Le recordaba una antigua posibilidad, un milagro de cuya existencia hacía mucho que se había olvidado. El ser, debido a su propia naturaleza, contemplaba la posibilidad de la redención para los condenados. Extendió su consciencia y puso en movimiento a sus sirvientes...
PRIMERA PARTE
MISTERIOS ANTIGUOS, NOCHES MODERNAS
1
El vampiro llamado Beckett se introdujo en la ciudad sin ser visto. Era un lobo solitario, que prefería su introspección a que lo arrastraran a las maquinaciones, a menudo gratuitas, con las que se recreaban los de su especie. Esperaba entrevistarse con una respetada antigua, la bruja Inyanga, e irse de Chicago sin que nadie se percatara.
Había muerto hacía siglos. Había conocido los Estados Unidos cuando éstos no eran más que un racimo de colonias abrazadas a la Costa Este, las toscas poblaciones y puertos que simbolizaban el imperialismo europeo en todo su esplendor. Se había maravillado ante la explosión de cultura, arte y ciencia que fuera el Renacimiento. Había sido testigo de la revelación de misterios que habían cambiado la propia naturaleza de la sociedad humana: el átomo, la electricidad, la gravedad, y más. Al formar parte de una época en que parecía que los acontecimientos de relevancia se desarrollaban con una aceleración constante, había sentido curiosidad por sus orígenes. No para saber cómo ni por qué lo había Abrazado su tenebroso sire, por qué lo había convertido en un no-muerto más. Hacía mucho tiempo que había encontrado las respuestas a esos acertijos baladíes. Lo que aspiraba a desentrañar era el origen de todos los vampiros. Buscaba el secreto del nacimiento de los Cainitas.
La suya era una cultura que se remontaba a los albores de la humanidad, una larga historia de la que incluso los no-muertos más antiguos sabían muy poco. No en vano, los vampiros eran los amos del secreto. Se agarraban a las sombras de la sociedad humana, su supervivencia dependía de que mantuvieran su existencia en el anonimato. Beckett era un experto a la hora de atisbar tras la cortina de los secretos, al tiempo que se mantenía a sí mismo envuelto en el misterio. Ese talento resultaba beneficioso para la empresa que había elegido, pero no le ganaba la simpatía de los demás vampiros. Su actitud acerba y su renuencia a jurar lealtad a ninguna facción, ni siquiera al clan con el que compartía la sangre, lo aislaban de los demás no-muertos, lo convertían en un equipo formado por un solo hombre. Beckett constituía un enigma incluso para los de su especie.
Eso le convenía. Implicaba que debía esforzarse más para descubrir cada migaja de información que encontraba, pero a él le parecía que era un precio justo a pagar. No tenía paciencia con los insignificantes manejos y politiqueos que eran comunes a la cultura vampírica. Que se pelearan por el control de la sociedad mortal y el dominio sobre sus semejantes. Él tenía una labor más importante, y una eternidad para llevarla a cabo.
Esperaba que al amasar los recuerdos, con frecuencia vividos, de antiguos vampiros podría ensamblar las piezas de un rompecabezas que le ofrecería el retrato del que se creía que había sido el primero de su especie: Caín. La mayoría de los vampiros creía que Caín era un personaje real, un ser poderoso que aún existía en los tiempos modernos. Oculto, observando, a la espera... aunque las opiniones variaban a la hora de decidir qué era lo que el abuelo Caín llevaba aguardando con tanta paciencia durante todos estos milenios. Beckett sospechaba que el hijo de Adán y Eva, maldito según creían los no-muertos con el vampirismo por haber asesinado a su hermano, era sólo eso: una creencia. Una parábola. Pero no conseguiría demostrar su hipótesis hasta que hubiera reunido evidencias suficientes.
Era una empresa ardua, laboriosa, a la que ya había dedicado todo un siglo. Mas, si había algo que tuviera Beckett, eso era tiempo.
Beckett merodeaba por el cementerio de Graceland, en Chicago, esa gélida noche de febrero, a la espera de Inyanga. La antigua vampira no poseía ningún lugar de descanso permanente y solía vagar por toda Norteamérica por razones que sólo ella conocía. Había adoptado Graceland como lo más próximo a una guarida perenne. Sabía que, si Inyanga se encontraba en Chicago, se pasaría por el cementerio antes o después. Dado que lo último que había oído de ella era que estaba en la zona, montó guardia y esperó.
Era tan sólo su segunda noche allí, y no le sorprendería tener que esperar todavía más. Había llegado a familiarizarse con los largos períodos de tedio que conllevaba la inmortalidad. La clave residía en ocupar los períodos de inactividad, lo que resultaba más fácil de decir que de llevar a cabo, no obstante, sobre todo si los días se convertían en años y éstos desembocaban en siglos. Repartía su tiempo entre la revisión del American Tabloid de James Ellroy y la admiración del espectáculo que constituían las muchas y majestuosas tumbas del cementerio. Prefería el aire libre, y las temperaturas bajo cero habían dejado de suponerle ningún problema un siglo antes de que a alguien se le ocurriera el concepto de calefacción centralizada. Mientras se paseaba por Graceland, disfrutó del silencio sin ser molestado.
Se encontraba valorando el diseño de la tumba que alojaba al afamado arquitecto Miles van der Rohe cuando sintió un sutil cambio en el aire. Supo que Inyanga había llegado, incluso antes de darse la vuelta. Sospechaba que había estado observándolo desde hacía algún tiempo. Muchos vampiros eran partidarios del efectismo; Beckett e Inyanga no se contaban entre ellos.
Inyanga estaba de pie a escasos metros de él, envuelta en la oscuridad, visible tan sólo a sus sentidos preternaturales. La ascendencia africana de Inyanga resultaba evidente. Erguida cuan alta era, apenas alcanzaba al hombro de Beckett. Era tan nervuda como la noche de su Abrazo, aunque sus músculos poseían la fuerza del acero. Sabía que Inyanga podía atravesar sin esfuerzo el mármol de la tumba vecina de un puñetazo. También parecía vieja, un rasgo infrecuente en unos seres que, por lo general, eran convertidos en vampiro en la flor de la vida. El aspecto físico rara vez era un indicador fiable de la edad de un vampiro mas, para Inyanga, constituía un punto de referencia adecuado. Ofrecía el aspecto de una abuela marchita, de tez avellanada y cabello plateado. La piel se había oscurecido con los años al paso de su no-vida, así como los vampiros blanquecinos como Beckett se tornaban cada vez más pálidos. Inyanga parecía una talla de ébano, su piel era tan negra que absorbía la luz que proyectaban las distantes farolas y reflejaba manchas de nieve. Se erguía tan inmóvil como una estatua, ataviada del mismo modo que se abrigara en sus lejanos tiempos de vida. Al igual que otros vampiros seculares, gran parte de los pequeños gestos y peculiaridades que señalaban a los vivos habían desaparecido hacía mucho. Inyanga existía sin malgastar movimientos. Cualquiera que careciera de los sentidos aumentados de los no-muertos habría podido confundirla con un monumento inusitado entre todos los que adornaban el cementerio. Beckett sabía que, con el tiempo, también él adquiriría una conducta similar; ya se había desprendido de varias de las afectaciones extrañas que marcaran sus días entre los vivos. A pesar de todo, incluso una criatura tan antigua como él encontraba irritante la absoluta inmovilidad de Inyanga.
Un sencillo intercambio de cabeceos hicieron las veces de preámbulo. Beckett tenía cosas mejores que hacer que interesarse por la salud de Inyanga (extraña pregunta entre no-muertos, para empezar), o por la abundancia de la caza en esa época del año. Optó por saludar, en tono respetuoso:
—Madre Inyanga, me llamo Beckett. —Muchos de los de su especie añadían títulos de algún tipo a sus nombres (como "el Rastreador" o "Vástago de Brunhilda"), pero a él siempre le había parecido que aquella convención resultaba infantil en entornos sociales. Beckett sólo se interesaba por quién era el sire de quién a efectos de genealogía—. Confiaba en que pudiera hacerte algunas preguntas —continuó, ateniéndose al dialecto zulú. Era una de las dos docenas de idiomas que dominaba con la misma facilidad, y de los muchos más con los que estaba al menos familiarizado. Lo empleaba por respeto a Inyanga y como medida de seguridad en caso de que hubiera alguna parte interesada a la escucha. No era probable, pero nunca estaba de más tomar precauciones.
Inyanga lo miró sin expresión. Beckett, que ya había conocido a numerosos antiguos en el pasado, supuso que a la mujer se le habría olvidado cómo mostrar sus emociones. A despecho de su inmovilidad, Beckett creyó ver una sombra de... algo. ¿Agitación? ¿Emoción? ¿Curiosidad? Decidió que no valía la pena preocuparse. Si tenía algo que ver con él, ella se lo diría, o ya lo descubriría él por su cuenta, antes o después.
—Eres el que busca nuestro pasado —respondió Inyanga, empleando una versión anterior del mismo dialecto. Su voz era baja y resonante, conjuraba imágenes de lugares inhóspitos ajenos al contacto con el hombre—. Vienes en un momento interesante.
En ocasiones resultaba difícil analizar las palabras de los vampiros antiguos, sobre todo cuando hablaban de algo tan fluido como el tiempo. Podría estar refiriéndose a acontecimientos recientes acaecidos dentro de la sociedad de no-muertos, a algo específico de la zona, o incluso a algo que hubiese ocurrido hacía cien años. Beckett aventuró que se trataba de la primera opción. La sociedad vampírica, a pesar de no permanecer nunca estática, había conocido cambios drásticos en la entrada del nuevo milenio. Ocupaban el mundo en un número desconocido hasta entonces, se contaban por miles, incluso por decenas de miles. Las antiguas enemistades habían originado nuevos brotes de violencia, se había puesto fin a alianzas previas; abundaban los presagios de la destrucción de todo, desde vampiros individuales a todos los Cainitas existentes, y adoptaban un cariz aún más ominoso conforme se repetían de boca en boca. Aquello había facilitado sus investigaciones, el miedo y la duda que se habían apoderado de los demás los volvía más susceptibles de compartir los secretos que atesoraban.
—El cambio es constante, madre Inyanga. Sólo los que carecen de memoria o de visión se ven sorprendidos por el presente.
La mujer asintió con la cabeza.
—Te refieres al conflicto entre la Camarilla y el Sabbat. —Aquellos eran los principales grupos rivales de vampiros—. Cierto es que su pugna actual no nos sorprende a los que observamos el discurrir de la historia. Las criaturas de ambas sectas tienen mi bendición para destruirse las unas a las otras hasta que no quede ninguna. Lo que me preocupa es quién pueda sufrir a sus manos durante el proceso.
Beckett sabía que a Inyanga le interesaba la política de los no-muertos tan poco como a él. También se había ganado fama de defensora de la humanidad. Aunque se alimentaba de la sangre de los mortales como cualquier otro vampiro, no veía qué beneficios reportaba abusar de ellos o tratarlos como a ganado.
—A eso me refería, sí, pero no es lo que me ha traído hasta aquí para hablar. —Se disponía a continuar, cuando observó una creciente chispa de interés en los ojos de ébano de Inyanga. Le dio la impresión de que ella tampoco se había referido a la Yihad de los no-muertos. Intrigado, preguntó:— ¿A qué te refieres con "un momento interesante", madre Inyanga?
La mujer lo miró durante otro segundo, y se dio la vuelta. Beckett supuso que tendría que seguirla. Si Inyanga hubiese deseado marcharse, se habría movido con mayor rapidez de la que él pudiera detectar ni siquiera con sus sentidos, sin dejar rastro. Caminaron hasta la orilla de un estanque. Beckett paseó la mirada por la superficie congelada y aguardó a que hablara el antiguo ser que tenía a su lado.
—En más de una ocasión se me había ocurrido que deberíamos conocernos —dijo Inyanga, al cabo—. Tus estudios... me interesan. Son demasiados los que sólo se preocupan de amasar poder y de sobrevivir. La historia es una gran maestra. De mortales, aprendemos de nuestros padres, que aprendieron de los suyos. La cultura y la herencia proceden de nuestros antepasados. —Hizo el esfuerzo de girar la cabeza y mirarlo—. En nuestro estado actual, como no-muertos, deberíamos disfrutar de una sabiduría aún mayor. Sin embargo, los no-muertos guardan eones de historia con el mismo celo del avaro que protege su tesoro. No sabemos casi nada acerca de la verdad que nos creó.
Beckett estaba sorprendido. Hacía mucho que sabía que Inyanga era un vampira tan antigua como atípica. Había sido moldeada por una filosofía distinta a la de los Cainitas occidentales de aquella parte del mundo. No había acudido antes a ella porque parecía que estuviese muy alejada de la historia principal de su especie. Sabía que no debería haber asumido que la filosofía y los conocimientos de Inyanga estaban basados en sus raíces. No tenía sentido lamentarse de las oportunidades perdidas en el pasado. Lo mejor era aprovecharse del presente. Si Inyanga estaba dispuesta a compartir información, ansiosa incluso, facilitaría mucho su trabajo.
No obstante, demostró que no era así de simple.
—En otras circunstancias, dedicaría varias noches a departir contigo con la esperanza de descubrir grandes verdades —continuó Inyanga—. Aprenderíamos mucho, por cierto, del intercambio de nuestros saberes. Sin embargo, exige mi atención un dilema más inmediato. Esta ciudad alberga un misterio, un misterio que ahonda aún más en la preocupación que me embarga de un tiempo a esta parte. He empleado todas mis habilidades para desentrañar su significado. He acudido a mis antepasados para conocer lo que depara el futuro.
Volvió la mirada hacia el perfil de la ciudad de Chicago, borrosa e inmersa en un firmamento encapotado.
—La Yihad que nos ocupa ha tenido consecuencias en este mundo y en el del más allá. Ha despertado una tormenta en el mundo espiritual, una tormenta tan furiosa como no he sentido antes otra igual. Esta tormenta continua arreciando, y ha despertado a fuerzas tan misteriosas para nosotros como nosotros para el ganado. Desconozco su verdadera naturaleza, pero presiento que podrían cambiar para siempre la naturaleza de nuestra existencia.
Vaya, aquello sí que era interesante. Decir que Beckett estaba cansado sería quedarse corto, pero las palabras de Inyanga habían aguijoneado su curiosidad. Suponía que ésa era la razón por la que la mujer hablaba con acertijos.
—Tengo el presentimiento de que quieres que descubra lo que está ocurriendo.
¿Era aquella la sombra de una sonrisa?
—He hecho cuanto he podido. Me ocupo de muchos asuntos en este mundo, y en el siguiente, pero puede que esté demasiado alejada de la realidad. —Movió la cabeza una fracción, volvió a posar su mirada sobre él—. Tú te encuentras al borde, lo bastante cerca como para ver los acontecimientos, y lo bastante lejos como para comprender su significado oculto. Tus lazos te mantienen conectado al mundo de los mortales y al de los no-muertos. Empero, tu distanciamiento te confiere libertad de movimientos para adentrarte donde otros temen pisar.
Había un significado que escapaba a la forma de aquellas palabras. Tal vez no tomase parte en el juego de la política vampírica, pero seguía siendo un vampiro. Inyanga le estaba ofreciendo un trato: ella le diría lo que sabía de la historia de su especie, pero antes Beckett tendría que resolver aquel acertijo para ella. La costumbre de intercambiar favores era tan antigua como los propios vampiros. De acuerdo. Tampoco es que estuviera trabajando contra el reloj. Además, Beckett tenía la sensación de que cualquier cosa lo bastante intrigante como para merecer la atención de alguien tan secular como Inyanga bien merecería la pena.
—Cuéntame más acerca de este misterio, madre Inyanga.
—Has oído hablar de los mortales que cazan a nuestra especie.
No era una pregunta, pero Beckett asintió de todos modos. Llegados a ese punto, sólo los vampiros más recluidos o los más pagados de sí mismos seguían sin enterarse de la existencia de vivos que libraban una guerra silenciosa contra los no-muertos.
Desde tiempo inmemorial habían existido pequeños grupos de mortales que conocían a los vampiros y a otras criaturas, pero seguían siendo pocos, estaban diseminados por todo el mundo, divididos por la paranoia, el temor y la ignorancia. Aquello había cambiado en los últimos años. Beckett había escuchado un número cada vez mayor de relatos acerca de agrupaciones de mortales, que compartían información y sugerencias sobre cómo dar caza a lo sobrenatural, que se prestaban apoyo económico y moral los unos a los otros. Lo que resultaba más perturbador era que aquellos grupos estaban brotando por todo el mundo, con independencia los unos de los otros. Esos cazadores habían creado una red de comunicaciones vía Internet. A Beckett no le sorprendía; él también había sucumbido al encanto de aquel último invento mortal. Prefería el trabajo de campo siempre que le resultara posible, pero en ocasiones resultaba más efectivo conectarse a la red que cruzar medio mundo para comprobar cualquier cosa en persona.
Hacía mucho que opinaba que un vampiro que confiara en demasía en sus poderes sobrenaturales no tardaría en convertirse en un vampiro con una estaca clavada donde más duele. Beckett se proveía de líneas T1 siempre que le era posible (tal vez fuese inmortal, pero arrastrarse por la autopista de la información a través de una estrecha conexión telefónica le producía una frustración como no la había sentido desde que vadeara la ciénaga que fue la primera mitad del siglo XIX), y había convertido la navegación por la Red en un elemento clave de sus indagaciones.
Aquel era uno de los muchos avances que le extrañaba que no aprovecharan los de su especie. A un número sorprendente de Cainitas le costaba seguir el ritmo de los tiempos modernos; la inmortalidad no traía consigo la habilidad de enfrentarse a los cambios. Muchos seguían prefiriendo las reuniones cara a cara cuando bastaría con una simple llamada por teléfono o con un mensaje por correo electrónico. Beckett prefería la comunicación directa, pero no le hacía ascos a valerse de herramientas que facilitaran la ampliación de sus estudios, al tiempo que la volvían más segura. Estar en contacto con el mundo en evolución era la forma más fiable de asegurarse su futuro.
Lo que lo llevaba de vuelta a los cazadores. Su futuro, así como el de todos los vampiros, se veía cada vez más amenazado conforme los cazadores refinaban sus habilidades y mejoraban su grado de comunicación. El hecho de que existieran cazadores de vampiros era algo que la mayoría de los no-muertos tomaba a la ligera. A fin de cuentas, los no-muertos habían rondado por el mundo desde el comienzo de la civilización. Los vampiros, a pesar de ser demasiado escasos como para adueñarse por completo de todos los aspectos de la sociedad mortal, ejercían su influencia sobre el gobierno, las fuerzas de la ley y el orden y la comunidad empresarial. Se podría disponer de cualquier autoproclamado "defensor de la raza humana" por medio de agencias mundanas, sin que ningún Cainita tuviera que ensuciarse las manos. Además, llegada la hora de la verdad, los vampiros no tenían reparos en declarar la guerra a cualquiera que amenazara con destruirlos.
Mas aquellos "elegidos", como se rumoreaba que se llamaban a sí mismos, se saltaban las reglas de los vampiros. La mayoría seguía el rastro de sus objetivos de forma subrepticia, acumulando información acerca de cada vampiro que cazaban hasta que disponían de la suficiente como para lanzar un ataque preciso antes de diluirse en la sombra. Incluso parecía que disponían de habilidades inusitadas que podían rivalizar con los poderes sobrenaturales de un vampiro.
En más de un sentido, los cazadores empleaban las técnicas más fructuosas de los vampiros contra ellos: el sigilo, el anonimato, la paciencia. La efectividad de los cazadores era innegable. A medida que los no-muertos iban siendo destruidos en mayor número, la histeria se adueñaba de los vampiros restantes, consumidos por el miedo y la preocupación. La misión de los mortales era inquietante de por sí, pero se tornaba aún más perturbadora a causa del misterio que suponían. ¿Dónde aprendían esos mortales los secretos de los vampiros? ¿Cómo habían conseguido los inusitados talentos que les permitían hacer frente al poder de los no-muertos? ¿Era una coincidencia su reciente aparición, o había una fuerza oculta tras ellos?
—Al principio, esos cazadores desempeñaban un servicio —dijo Inyanga, mientras aquellos pensamientos surcaban la mente de Beckett—. Esto tal vez suene desconcertante en boca de una de los nuestros. Destruían a los no-muertos, cierto, pero sólo encontraban a los débiles y a los estúpidos. Se encargaban de seleccionar al rebaño, nos libraban de los alfeñiques que han surgido en gran número de un tiempo a esta parte, igual que hormigas que huyeran de un túmulo en peligro. Erradicaban a aquellos de nuestra especie que constituían la amenaza más seria para los humanos y, del mismo modo, que tenían más posibilidades de revelar nuestra existencia a los vivos.
—No te falta razón, madre Inyanga —convino Beckett, meditando aquellas palabras—. Son muchos los adscritos a las nuevas generaciones que carecen del sentido común de ocultar sus acciones tras el velo de la Mascarada. No nos hace falta matar a los vivos para sobrevivir, ni para medrar, pero ellos se comportan como si estuvieran en una película.
—Los chiquillos impetuosos siempre han tendido a emprender acciones extremas, así son los jóvenes —declaró Inyanga, antes de retomar el tema de los cazadores—. También has de saber que los que nos acosan mantienen sus gestas en secreto a los ojos de los de su especie. Esas reses reconocen la futilidad de intentar revelar nuestra existencia valiéndose de fotografías y películas de vídeo. Dado que los no-muertos no dejan cadáver alguno tras su destrucción, los esfuerzos de los cazadores arrojan pocas evidencias. Trabajan en secreto, se esconden de nuestra especie y de la suya, con la esperanza de proteger a sus seres queridos sin llegar a revelar lo que hacen.
—Así que amputan nuestros miembros atrofiados sin propagar la noticia de nuestra existencia a los cuatro vientos. Visto de ese modo, cualquiera diría que nos están haciendo un favor.
Inyanga reveló el tenue fantasma de una sonrisa.
—Ya ves a dónde quiero ir a parar, jovenzuelo. Los cazadores también descubren a los fuertes y poderosos entre nosotros. Los que vivimos en secreto alejados del mundo, los que no hacemos nada que amenace a la Mascarada, como tú lo llamas. Ahora, incluso los que no tenemos intención de sacrificar a las reses, sustento de nuestra existencia, estamos en peligro. —Beckett observó la curiosa manera que tenía Inyanga de describir la costumbre de los vampiros de alimentarse de los humanos, pero no dijo nada—. Al parecer, los guías de la política de los no-muertos, arcontes, justicar y príncipes, también se veían demasiado atrapados en sus propios conflictos como para percatarse de todas las implicaciones cuando aparecieron los primeros "elegidos" entre el ganado.
Beckett dedicó una mirada de avenencia a Inyanga so pretexto de ajustarse las gafas de sol. Casi todo el discurso de la mujer carecía de inflexión emocional. Su voz, a despecho de no incurrir en la monotonía, estaba tan sometida a su control como sus músculos. Era gracias a la nada desdeñable habilidad de Beckett a la hora de leer entre líneas, sobre todo delante de otros de su especie, que era capaz de sentir una cualidad melancólica en aquellas palabras. No creía que la bruja tuviera intención de suicidarse, pero le daba la inconfundible impresión de que a Inyanga no le importaría que los cazadores exterminaran a todos los vampiros. Valía la pena tenerlo en cuenta, aunque aquello tendría que esperar a otra ocasión. Al parecer, Inyanga se acercaba al quid de la cuestión.
—La mayoría de nuestros hermanos querría emprender acciones contra estos mortales, destruirlos del mismo modo que ellos pretenden hacer con nosotros. Puede que eso sea necesario, pero opino que deberíamos descubrir todo lo que podamos antes de pasar a la acción. La precipitación podría ponernos a todos en peligro.
—Conoce a tu enemigo, dices.
Inyanga convirtió lo que podría haber sido un encogimiento de hombros en el fantasma del espasmo de una ceja.
Beckett conservaba la costumbre de suspirar, y eligió aquel momento para hacerlo.
—Tal vez me haya ganado fama de meter las narices en los secretos de los demás, pero nunca hubiera imaginado que se me considerara capaz de meter la cabeza en la boca del león. —Inyanga le dedicó una mirada inescrutable, que convenció a Beckett para dejarse de entremezclar metáforas y hablar sin cortapisas—. Me parece buena idea indagar en el seno de estos cazadores. Creo que es de sentido común descubrir a qué obedece el éxito con que nos abaten. No soy ningún neonato que haya salido de su tumba hace diez años, sé cuidar de mí mismo. A despecho de lo cual, madre Inyanga, he de añadir que no me entusiasma la perspectiva de cruzarme en el camino de unas personas cuyo único propósito será el de crucificarme en lo alto de un tejado a la espera de que salga el sol.
—Tu irreverencia es célebre entre los de nuestra especie, jovenzuelo. Cuestionas incluso a los más antiguos de nosotros acerca de los temas más delicados. Persigues misterios con pasión y tenacidad. Expones secretos cuya existencia otros ya han olvidado.
—Aduladora.
Inyanga hizo el esfuerzo de volver la cabeza para indicar su mezcla de duda y decepción.
—Así pues, ¿quieres decirme que estas palabras son meras hipérboles? ¿Que en realidad no te interesa el misterio, que no sientes deseos de poner la verdad al descubierto?
Beckett esbozó una sonrisa. Sabía que estaba tanteándolo, y ella sabía que él lo sabía. Era la transparencia de la argucia lo que le confería su efectividad. Debía de comprenderle lo suficiente para saber que no se prestaría a la dramática rutina de capa y puñal en que incurrían tantos vampiros. Una criatura de pretensiones intolerante con la pretensión, así era Beckett. Nada de aquella acción aparte significaba nada, claro está. Inyanga había expuesto lo que quería que hiciera Beckett. Si éste deseaba sacarle algo que contribuyera a sus estudios, antes tendría que desvelar algo de interés para la bruja. Con todo, Inyanga no se lo había contado todo.
—Así que te gustaría averiguar de qué pie cojean estos cazadores de vampiros. A poco más o menos, yo aventuraría que lo que los impulsa es destruir cosas como nosotros.
—Hay mucho más detrás de eso, jovenzuelo. He hablado de algo que la reciente tormenta espiritual ha puesto al descubierto. Presiento una convergencia, una vinculación o afinidad con los cazadores, un lazo vital que debemos discernir si queremos saber lo que depara el futuro para nuestra especie.
—¿Te refieres a que crees que podrían estar colaborando con fantasmas u otra fuerza para conocer nuestros secretos?
Inyanga alzó una mano avellanada, como si despreciara la pregunta de Beckett.
—No lo sé. Ni creo que ningún otro no-muerto sepa lo que son ni cuáles son sus planes. Sin embargo, me parece que se esconde algo tras lo obvio.
Beckett se preguntó si la bruja estaría siendo críptica a propósito, pero se sorprendió al ver la sincera confusión de sus ojos.
—De acuerdo. Sé que ha habido otros que han indagado en este asunto, no creo que me resulte difícil enterarme de lo que hayan descubierto. —Sabía que Inyanga podría haberlo hecho por sí misma, pero quería mantenerse alejada de la sociedad vampírica. No era de extrañar. Tenía fama de ocuparse de sus propios asuntos, y el conflicto entre la Camarilla y el Sabbat estaba consiguiendo que todo el mundo extremara las precauciones. Debería resultar sencillo conseguir las respuestas que quería. Una noche de trabajo para recabar la información que hubiesen amasado los demás y podría continuar con sus propios estudios. Estaba acostumbrado a empresas mucho más difíciles. Era agradable ocuparse de algo sencillo, para variar.
—No confíes sólo en lo que sepan los no-muertos —previno Inyanga, como si pudiera presentir sus pensamientos.
—Nunca lo hago, madre Inyanga. Somos mentirosos por naturaleza.
Beckett salió del cementerio igual que un susurro y anduvo de regreso a la guarida que se había procurado al noroeste de la ciudad, recapacitando acerca de su encuentro con Inyanga. Las reuniones de ese tipo eran frecuentes entre los de su especie; citas en medio de la noche en algún paraje desolado, intercambio de insinuaciones e inferencias con vistas a conseguir el acuerdo más favorable, rara vez atendiendo de veras a todas las variables implicadas. Había asumido que tendría que deberle un favor a la bruja, o desempeñar alguna tarea antes de seguir avanzando con el tema que le interesaba. Ése era el precio de hacer negocios.
Investigar a aquellos mortales "elegidos" sería peligroso, pero eso no le preocupaba. Como tampoco le preocupaba ser un antropólogo, un investigador, y no un detective. En su opinión, un misterio siempre era un misterio, e Inyanga había adivinado que le atraían los acertijos. No es que fuera un rasgo infrecuente entre los de su especie; los vampiros tendían a atesorar información y a comerciar con secretos. En una sociedad de inmortales, el conocimiento constituía la moneda más preciada. Para él significaba aún más. No despreciaba la utilidad de los secretos que descubría, pero ése no era el motivo que lo impulsaba. Se trataba más bien del proceso en sí, de la emoción del descubrimiento, de exponer la verdad al desnudo.
Esto le había ganado la suficiente reputación como para que se hubiera acostumbrado a resolver misterios para varios de los de su especie a cambio de información. A menudo se trataba de búsquedas en las que él ya estaba interesado, por lo que la perspectiva no le desagradaba (tampoco es que se lo confesara a aquellos con los que regateaba). El encargo de Inyanga se incluía en esa categoría. Hacía algún tiempo que había oído hablar de esos cazadores de vampiros; resultaba imposible pasar por alto los atemorizados relatos que compartían otros no-muertos. Las costumbres de Beckett distaban de ser predecibles y siempre había tomado las precauciones de rigor durante sus viajes, por lo que no se sentía amenazado de inmediato por los cazadores. A un investigador sobrenatural de talento, a alguien como él mismo, le costaría seguirle la pista, cuánto más a un puñado de ineptos mortales. Si bien no le preocupaba su seguridad, no podía pasar por alto la amenaza que constituían. A decir verdad, eso los convertía en un misterio aún más interesante.
La posibilidad de que estuvieran relacionados con alguna agencia sobrenatural era intrigante. ¿Se trataría de un movimiento del Sabbat o de la Camarilla contra su oponente? En tal caso, les había salido el tiro por la culata, puesto que los cazadores estaban abatiendo a vampiros con independencia de su afiliación. Los espíritus constituían una posibilidad interesante aunque, según tenía entendido, a los fantasmas les resultaba difícil comunicarse con los vivos. Quizá la "tormenta espiritual" que había mencionado Inyanga hubiese cambiado las tornas.
Esbozó una sonrisa en medio de la fría noche. Sí, podía contactar con otros vampiros y ver qué habían conseguido recabar. Eso proveería de una respuesta satisfactoria a la pregunta de la bruja, pero ahí había mucho misterio en el que ahondar. ¿Por qué iba a tener que dejar la diversión para los demás?
2
Beckett surcaba aleteando el gélido aire nocturno, elaborando un croquis sonoro del terreno con sus gorjeos mudos. Las últimas estructuras de la ciudad se quedaban atrás conforme la extensión del parque Grant se desplegaba ante él. El lago Michigan era un manto liso y congelado a lo lejos. El Instituto de Artes de Chicago quedaba registrado como una montaña de imponente masa, pronunciándose los detalles a medida que recortaba la distancia. Constituía una impresionante imagen sonora, aunque se necesitaban los ojos para admirar toda la grandeza del instituto. Por mucho que se pudiera decir de los mortales, eran capaces de conseguir proezas sorprendentes cuando se lo proponían.
Descendió planeando, tomando como referencia la esquina más próxima del tejado. Aún a algunos metros de altura, y tras aminorar la marcha, se obligó a cambiar de forma. Se encogieron sus alas y se estiraron sus extremidades, su pelaje se transformó en ropa, y su demoníaco rostro de murciélago se suavizó y se expandió para asumir forma humana. Recorrió un par de metros al trote mientras completaba su aterrizaje, aplastando con las botas la nieve vieja del tejado. Tras estirar las mangas de su raída zamarra, anduvo hasta la puerta en lo alto del tejado.
La guardaba un vampiro joven.
—¿Qué pasa, Batman? —dijo el portero, al tiempo que afectaba una mueca de desinterés para encubrir la sorpresa que le había provocado la llegada de Beckett.
Beckett omitió cualquier comentario ante el intento de pasotismo por parte del neonato.
—No sé si esta ciudad tendrá ya un nuevo príncipe.
El hombre negó con la cabeza, sin saber cómo reaccionar ante el desconocido que tenía delante.
—¿Por? ¿Qué pasa, vienes por lo del anuncio?
Beckett esbozó una sonrisa.
—¿Alguno de la primogenitura aquí esta noche?
—Un par de ellos. Andan por ahí abajo, visitando una de las exposiciones chinas. —El guardia se relajó ante la mención de vampiros de postín. Que cargaran ellos con el mochuelo, pensó Beckett.
No se molestó en pedir más indicaciones. Ya había estado antes en el instituto. Traspuso la puerta y emprendió el descenso de las escaleras, sin pararse a pensar demasiado en la facilidad con que había conseguido penetrar en uno de los lugares de reunión favoritos de los no-muertos. El Instituto de Arte estaba considerado Elíseo, terreno neutral donde se esperaba que todos los visitantes evitaran cualquier altercado físico (se esperaban fricciones verbales y conspiraciones, por no decir que eran de rigor). Dado que el Elíseo hacía ostentación de ser un lugar seguro para todos, el vampiro que rompiera las reglas lo haría so pena de poner en peligro la continuidad de su existencia. El guardia del tejado ni siquiera era necesario; Beckett supuso que estaría allí para ejercer de acompañante de alguna visita demorada, o como castigo por alguna falta leve.
Se cruzó con algunas personas por el camino. A todas les dedicó un breve saludo con la cabeza pero, por lo demás, les prestó poca atención. Beckett sí que los impresionó, aun cuando ellos no le impresionaran a él. Su oído preternatural captó la conjetura susurrada que rebotaba en las altas paredes blancas a su paso. Un vampiro de visita era raro de por sí; añádase uno de la edad de Beckett (aunque en ningún caso podía incluírsele en la lista de no-muertos más seculares, sí que era una criatura tan antigua como poderosa), y su presencia en Chicago era digna de levantar comentarios.
Aparte del ligero divertimento que le producían algunos de los cuchicheos que pudo escuchar de pasada (poco más que variaciones del "¿quién es ése?"), Beckett no le dedicó más tiempo a pensar en los otros visitantes nocturnos. Puede que se tratara de vampiros que quisieran disfrutar de las exhibiciones fuera de horas, o ghouls, mortales que ingerían la sangre de los no-muertos, matando el rato mientras sus señores charlaban con camaradas no-muertos. Cualesquiera que fuesen sus motivos para estar en el Instituto de Arte, no tenían nada que ver con su investigación. A tal efecto, sólo merecía la pena hablar con la primogenitura.
Encontró a su objetivo reunido cerca de un pequeño despliegue de caligrafía. Dos miembros del consejo de la primogenitura en medio de un racimo de pegotes. Había conocido a uno de ellos, una criatura erudita llamada Critias, en una de sus anteriores visitas a la ciudad de los vientos. Supuso que la espeluznante bestia que hablaba con él de igual a igual debía de ser Khalid, el maese espía. La otra media docena estaba compuesta de subordinados: secretarias, sicofantes o guardaespaldas, a elegir.
Las pisadas de Beckett resonaron sobre el mármol, concediéndole al grupo tiempo de sobra para fijarse en él. La conversación se detuvo en seco cuando ocho pares de ojos se afanaron en la tarea de examinarlo. Murmullos, cejas arqueadas y demás muestras de sorpresa cundieron entre el grupo conforme él se aproximaba, hasta reducirse a una inmovilidad expectante cuando se hubo detenido a escasos pasos de la primogenitura.
Según las normas de la sociedad Cainita, se esperaba que Beckett, como invitado en una ciudad nueva, informara a la comunidad de su llegada y solicitara permiso de visita. Ya llevaba algunos días en la zona, pero no se había molestado en anunciarse. Dado que había planeado reunirse con Inyanga y luego marcharse, no habría supuesto más que una pérdida de tiempo. Mas no le quedaba mucho donde elegir ahora que había aceptado el encargo de la bruja.
La presentación, al igual que el Elíseo, era una de las muchas reglas que habían desarrollado los vampiros a lo largo de los años. Por lo general, el vampiro acudía ante el no-muerto más importante, el príncipe. El problema de Chicago era que no tenía príncipe. El último, Lodin, había muerto durante un estallido de violencia entre seres sobrenaturales hacía algunos años. Al parecer, no se había tratado de un golpe de estado o, si lo era, el potencial usurpador debía de haber perecido a su vez, porque nadie había asumido el manto del liderazgo una vez se hubo aclarado la atmósfera. Aquello convertía a la primogenitura en lo más parecido a un cuerpo regente. La primogenitura, un consejo compuesto por los vampiros más antiguos y poderosos en activo de la ciudad, actuaba como consejera del príncipe y como representante de las diversas facciones. Lo que, en la práctica, significaba que intentaban manipular al príncipe para sus propios fines. Cada uno de los miembros ostentaba un poder significativo por sus propios fueros. Beckett razonó que nadie se ofrecía a ocupar el puesto de príncipe porque eso restringiría su influencia. Por no mencionar que los convertiría en el blanco de futuros conflictos. El consejo de la primogenitura de Chicago actuaba ahora más como un gobierno democrático, tomando decisiones concernientes a la comunidad de no-muertos mediante sufragio y, por lo general, prescindiendo de la figura del príncipe sin ningún trauma. Una de las ventajas de ese acuerdo, por lo que a Beckett concernía, era que presentarse ante un miembro de la primogenitura era menos formal (y, por consiguiente, un quebradero de cabeza menos) que la típica recepción del príncipe. Beckett tenía poca paciencia con las ceremonias, y hacía todo lo posible por evitarlas.
—Hola, Critias —saludó, con una inclinación de cabeza—. Y Khalid al-Rashid, supongo.
Le devolvieron el gesto, si bien no de forma tan pronunciada. Una expresión revoloteó por el amasijo de escombros que era el rostro de Khalid, demasiado rápida como para que Beckett pudiera interpretarla.
—¿Beckett? —dijo Critias—. ¡Menuda sorpresa! No nos veíamos desde hacía por lo menos... ¿qué? ¿Veinte años?
—Año arriba, año abajo. —Beckett se recreó en la contemplación de la sala, comprobando las reacciones del resto del grupo al mismo tiempo. Estaban haciendo todo lo posible por aparentar que no se sentían impresionados. No ocurría todos los días que el célebre erudito y antiguo vampiro que respondía al nombre de Beckett se apareciera entre sus camaradas Cainitas, a pesar de que se esforzaran para que así lo pareciera. La expresión general era de curiosidad mezclada con incomodidad, aunque la mujer situada más a la derecha se permitió fruncir los labios sin tapujos. Beckett había esperado causar sensación, pero había algo en sus reacciones que le desconcertaba. A despecho de la seguridad que ofrecía el Elíseo, sentía que esa protección tal vez no fuese extensible a él. Ante la incertidumbre del origen de aquel desasosiego, se concentró en presentar una fachada relajada mientras daba cuerda a sus sentidos—. Parece que el sitio se tiene en pie.
—Si te refieres al instituto, sí, soporta el paso de los años con gracia venerable —repuso Critias. El hombre, que en vida había sido un anciano mequetrefe tendiendo a rollizo, era la viva imagen del sabio entrado en años. Que era lo que había sido allá en Grecia, medio milenio antes del nacimiento de Cristo. Critias conservaba el gusto por las togas de sus días de vida, pero esa noche se cubría con un pulcro traje de espiguilla. La criatura, a despecho de su reducido tamaño, ostentaba un halo de sabiduría que le confería una estatura muy superior a su metro y medio de altura. Había desempeñado un papel clave en buen número de acontecimientos no-muertos y mortales a lo largo de la historia. Beckett se había entrevistado con Critias en no pocas ocasiones, y la erudición del antiguo vampiro acerca de la época de Cartago y Constantinopla había ayudado a dar cuerpo a lo que sabía Beckett sobre los albores de la sociedad vampírica. A Beckett le había extrañado que Critias se asentara en Chicago; no es que fuese un hervidero de lumbreras. Tal vez la actual tesitura política que atravesaba la secta de la Camarilla le ofreciera la oportunidad de recrearse en las teorías del régimen democrático al que se subscribía.
Critias era vivaz para tratarse de un vampiro de su edad. Conservaba muchos de los gestos y amaneramientos de los que hacía tiempo que se habían desembarazado otros no-muertos, mucho más jóvenes que él. Más loable si cabe era que a Critias le encantaba hablar. Intelectual, filósofo y polemista brillante, disfrutaba con cualquier disertación. Una simple observación (como, por ejemplo, un comentario casual acerca del museo), era capaz de proporcionarle material para un monólogo que podría durar horas. Beckett se preguntó si se vería sometido a peroratas sin sentido durante el resto de la noche. No tenía reparos en cortar en seco a sus iguales, pero resultaba poco juicioso dejar con la palabra en la boca a un vampiro de la talla de Critias.
El otro primogénito intervino antes de que Critias pudiera comenzar a divagar.
—Beckett, he oído hablar de ti —dijo Khalid, como si la existencia de Beckett no hubiese quedado confirmada hasta ese preciso instante. El primogénito volvió a inclinar la cabeza. Era el único movimiento que parecía capaz de realizar, aparte de abarcar con la mirada hasta el último detalle de los que le rodeaban. No era tanto paranoia como minuciosa observación. Beckett estaba seguro de que a Khalid al-Rashid no se le escapaba nada.
A la inversa, era imposible que nadie reparara en el vampiro. Aunque sería más alto que Critias si se enderezara, la columna de Khalid estaba tan retorcida que su cabeza levantaba poco más de un metro del suelo. Sus extremidades eran las patas lampiñas de una araña, y su pecho hundido se doblaba sobre un estómago abultado. Tenía la cabeza alargada, como si alguien le hubiese agarrado la barbilla y la coronilla y hubiese estirado con fuerza. El pelo ralo pendía en mechones grasientos de su cuero cabelludo. Dientes de roedor sobresalían de unas encías ennegrecidas sin ponerse de acuerdo acerca de la dirección en que deberían apuntar. La piel de Khalid era fina como el papel y estaba llena de manchas; el cariz marfileño común a los no-muertos quedaba mateado por chillonas erupciones tan coloradas como una langosta hervida. Parte de su rostro era un amasijo chamuscado, como resultado de la exposición al fuego o al sol. Beckett podía ver los tendones de su mandíbula e incluso un atisbo de hueso. Un enorme sobretodo alemán, excedente de la Primera Guerra Mundial, lo envolvía y ocultaba cualquier atavío con el que se cubriera, confiriéndole el aspecto de ser el resultado fallido de algún estrafalario experimento precursor del nazismo con vistas a crear al Übermensch. Un vaho hediondo flotaba a su alrededor, el tenue olor acre de la carne quemada y el azufre. Por desagradable a la vista que fuese el primogénito, no se desmarcaba del resto de su especie, puesto que era miembro del clan Nosferatu, vampiros tan célebres por sus secretos como por su espantoso aspecto.
Por regla general, los vampiros no eran melindrosos. Parte de la maldición (o bendición, según cómo se mirara) del vampirismo estribaba en portar en el interior un salvajismo primario, una sed de sangre y destrucción. La mayoría de los no-muertos pugnaba por mantener a la Bestia bajo control; si se escapara, no tardaría en destruir al vampiro. Mas los horripilantes Nosferatu tenían la facultad de revolverle el estómago hasta al Cainita más pintado. Incluso los propios Nosferatu se sentían repugnados por su apariencia, aunque la consideraban parte de su castigo por aquello en lo que se habían convertido. La sociedad Cainita les habría vuelto la espalda si no fuera por el hecho de que eran los mejores expertos en inteligencia que caminasen sobre la Tierra.
A lo largo de los siglos, Beckett había establecido un buen número de contactos con no-muertos y humanos por todo el mundo que le ayudaban en sus investigaciones. Por desgracia, sus amistades en Chicago (al menos, aquellas que conocían la existencia de lo sobrenatural) habían sido destruidas durante el transcurso de la misma batalla que había terminado con el príncipe de la ciudad. Tendría que dedicar algún tiempo a establecer nuevas conexiones, y por el momento se resignaba a codearse con la red de información Cainita más general para descubrir lo que necesitaba. Los Nosferatu de esa ciudad dispondrían de una red de inteligencia muy superior a lo máximo a lo que pudiera aspirar Beckett. Controlándolo todo, la araña en medio de la tela, estaba el primogénito Nosferatu. Era la primera vez que Beckett veía a Khalid, pero conocía la reputación del vampiro. Khalid estaba bien informado, incluso para los estándares de su clan. También era dado al hermetismo; había sido un golpe de suerte encontrarlo allí. Si alguien podía ofrecerle a Beckett un resumen comprimido de la actividad mortal en la zona, ése era Khalid al-Rashid.
—¿Qué te trae por nuestra ciudad? —inquirió Khalid.
—Estudios. —Beckett supuso que aquello aguijonearía su curiosidad. Los dos primogénitos compartían un gran interés por el aprendizaje y la investigación, aunque por diferentes motivos. Era bastante probable que se encontraran en el Instituto de Arte esa noche para debatir sobre alguna oscura búsqueda de erudición.
—Nada menos —dijo Critias—. Tu trabajo se centra en el origen de nuestra especie, si no me falla la memoria. ¿Qué hay en Chicago que pudiera ampliar tu comprensión al respecto?
—Esta noche busco otra cosa. Me interesaba saber todo lo posible acerca del auge de los cazadores de vampiros.
Otra oleada de murmullos bañó a los figurantes. Algunos llegaron incluso a apartarse de Beckett. Como si la mera mención de sus enemigos mortales fuese a sacarlos de debajo de la alfombra. La primogenitura era demasiado vieja e inteligente como para incurrir en ese tipo de reacciones, pero Beckett sintió que el tema era algo que debía de mantenerlos muy ocupados de un tiempo a esta parte.
—El ganado que caza Cainitas. Intrigante. Anda en boca de muchos desde hace noches —comentó Khalid. Su forma de hablar conservaba el sabor de sus orígenes árabes. Unos resplandecientes ojos negros lo asaetearon—. ¿Qué esperas obtener de esos estudios?
—Espero conseguir que no me claven una estaca. —Beckett exhibió una sonrisa fugaz—. Siento curiosidad, eso es todo. Según tengo entendido, estos mortales son distintos de los que nos daban caza en el pasado. Espero descubrir qué es lo que los distingue, y cuáles son sus objetivos. Aparte del obvio, claro está.
—Interesante.
—Eso creo.
Los primogénitos intercambiaron una mirada tan efímera que Beckett ni siquiera pudo estar seguro de que hubiera acontecido.
—Demos un paseo —dijo Khalid, en un tono que dejaba bien claro que el resto del grupo no estaba invitado. La pequeña asamblea se dispersó, y los vampiros más jóvenes hicieron todo lo posible por ocultar su decepción. Critias llamó a Beckett con la mano y comenzó a recorrer la estancia a paso lento. Khalid se colocó al otro lado de Beckett y anduvo a saltitos y de soslayo, con el largo abrigo ondulando al compás de sus movimientos.
Beckett no estaba seguro de por qué aquel asunto invitaba a un uno contra uno (bueno, dos contra uno). Allí había algo solapado. Sin saber a qué se exponía, Beckett caminó en silencio entre los dos primogénitos, dejando que fueran ellos los que dieran el primer paso. Critias habló mientras entraban en una habitación nueva.
—Me resulta curioso que hayas expuesto el tema del modo en que los has hecho. Al fin y al cabo, tu presunción no es del todo correcta.
—¿Qué presunción es esa?
—Que esos mortales cazan vampiros. —Aleteó con una mano, como si de un miembro de la realeza se tratara—. Según hemos podido descubrir, no limitan sus esfuerzos.
Beckett no estaba dispuesto a interpelar el típico "¿a qué te refieres?", dado que supondría un revés para su ego y alabaría el intelecto de Critias. Tenía poca paciencia para aquella clase de peroratas condescendientes, por lo que se limitó a asentir con la cabeza. Critias dejó que el silencio se extendiera durante algunos segundos hasta que se hizo evidente que Beckett no iba a proporcionarle el impulso verbal que deseaba.
—Me refiero a que estas reses abaten a cualquier criatura sobrenatural que se ponga a su alcance. Existen evidencias anecdóticas que demuestran que lupinos, espectros e incluso otras criaturas más difíciles de encasillar han sufrido a sus manos.
¿Vampiros, hombres lobo y fantasmas? Caramba.
—Eso arroja nueva luz sobre el asunto. Había oído que tal vez alguna agencia se estuviera encargando de respaldar las acciones de los cazadores. Aún podría ser cierto, supongo, aunque lo dudo, si es verdad lo que dices. No si los mortales operan de forma coordinada a escala global, no si siguen recibiendo apoyo, y no si no discriminan a sus objetivos.
Los antiguos intercambiaron otra mirada de soslayo.
—Nuestras sospechas apuntaban en el mismo camino. Es mucho lo que sabes ya de estos cazadores.
—Poco más que un vistazo rápido y los detalles dispersos que he oído por ahí.
Khalid se dio la vuelta. La piel chamuscada de su frente se agrietó y comenzó a rezumar pus cuando arqueó una ceja.
—Me sorprende. Hubiera creído que alguien como tú ya habría amasado una gran cantidad de información al respecto.
Beckett supuso que el Nosferatu se refería a sus cualidades investigadoras. Luego reparó en el destello de los ojos del antiguo y volvió a preguntarse si no habría algo más en juego.
—Llevo bastante tiempo ocupado con mis propios estudios —dijo, tanteando—. En campo abierto, lejos de la civilización. Hace poco que me enteré del conflicto entre la Camarilla y el Sabbat, por no mencionar este asunto con los mortales.
—¿Hace poco, dices? Así pues, ¿tampoco sabes lo que ha hecho tu clan hace poco?
Eso era.
—Sé que Xaviar ha escindido al clan Gangrel de la Camarilla, cuando comenzaban a caldearse los ánimos entre la Camarilla y el Sabbat. Como ya sabréis, si es que me conocéis como afirmáis, hace tiempo que actúo con independencia del clan.
—¿Estás diciendo que no le guardas lealtad a tu especie? —inquirió Critias.
—¿Mi especie? Pero si todos somos balas perdidas disparadas por la misma arma. El hecho de que mi sangre posea un tinte distinto al de la tuya supone poca diferencia comparado con el hecho de que todos nosotros seamos vampiros.
—Sigues sin querer declarar en qué bando estás —presionó Khalid—. ¿Estás con ellos o con nosotros?
—Puede que pertenezca a la línea de los Gangrel, igual que tú eres Nosferatu o Critias es miembro del clan Brujah, pero eso no resume quién soy. Tal vez Xaviar hable en nombre del clan, pero no habla en mi nombre, no sé si me explico. En cualquier caso, eso no quiere decir que haya roto con la manada. —Beckett retrocedió un par de pasos para fijarse en ambos a la vez (y para concederse una pequeña ventaja llegado el punto de echar a correr)—. En cualquier caso, es una afirmación algo boba. Al fin y al cabo, el nuestro es un clan de solitarios. Aun cuando no se tenga todo eso en cuenta, ¿qué más da? Se diría que ya ha pasado lo peor de la guerra entre la Camarilla y el Sabbat, así es que tampoco es como si os hicieran falta más soldados.
—Me doy cuenta de que tu ausencia durante todo ese conflicto te habrá resultado de lo más conveniente —dijo Critias.
—Sí, ¿y? Como ya he dicho, me ocupaban otros asuntos. El mundo es muy grande, y no todo se reduce a las luchas entre vampiros. —Beckett no creía que aquella puya fuese a poner fin a la discusión, y estaba en lo cierto.
Una luz interior iluminó los ojos de Khalid.
—De nuevo esos "otros asuntos". ¿Tal vez tu búsqueda no obedezca a un interés académico?
Beckett no tenía ni idea de a qué demonios quería referirse la antigua criatura con aquello. Obedeciendo a su intuición, decidió aventurar una hipótesis.
—Esperad un minuto. No dejáis de hacer referencia a lo que creéis que yo debería saber acerca de los cazadores, y luego me echáis en cara la secesión del clan. ¡¿No estaréis sugiriendo que los Gangrel están conchabados con los cazadores?! —Un silencio como una losa cayó sobre su arrebato. Lanzó sendas miradas furibundas a los dos antiguos no-muertos—. Esa idea hace agua por tantos agujeros que no sé ni por dónde empezar.
Otra pausa, seguida de la tranquila voz de Khalid:
—Sigues sin decirnos en qué bando estás, Gangrel.
Beckett, con los ojos encendidos tras las gafas de sol, apretó los puños y contuvo un gruñido. Su línea de sangre tenía fama de ser la más bestial de todos los vampiros. Preferían vivir cerca de la naturaleza, olvidando la civilización en favor de los parajes vírgenes del mundo. Vivir guiado por el instinto tenía sus ventajas, pero también adolecía de limitaciones. Como ser un poco irreflexivo y reaccionar sin pensar. Las graves acusaciones que había aventurado la pareja habían enfurecido a Beckett. Que sospecharan de él porque su clan se había separado de la Camarilla era demasiado. Deseaba rajar a aquellos bufones paranoicos y enseñarles que todos tenían la sangre del mismo color. Hacía mucho que consideraba que la distinción entre clanes era gratuita y carecía de fundamento más allá de las teorías antropológicas. Encima, ¿que colaboraba con los mortales para erradicar a otros seres sobrenaturales? Qué locura. ¡A ver si borrándoles aquellas expresiones de autosuficiencia de sus rostros les enseñaba lo equivocadas que estaban sus presunciones! Una neblina roja veló su visión cuando se revolvió la Bestia de su interior. Con esfuerzo, sofocó sus impulsos. Era lo bastante viejo y poderoso como para darle su merecido a un miembro de la primogenitura, pero eso no habría sido buena idea. Con independencia de las consecuencias políticas, eliminar a ambos sin motivo superaba los límites de la estupidez hasta el punto de que no habría palabras para calificarlo.
—Estoy —consiguió escupir— en mi bando.
Beckett sintió la respuesta instintiva de los primogénitos a su creciente furia. La tensión crepitó entre ellos; los tres antiguos vampiros estaban al borde de precipitarse a una orgía de violencia.
—Bienvenido a Chicago, Beckett del clan Gangrel —susurró Khalid, al cabo—. Te recomiendo cautela durante tu estancia. Esta ciudad puede ser peligrosa.
Beckett estaba demasiado enajenado como para concentrarse en cambiar de forma, por lo que abandonó el instituto por una de las puertas traseras y anduvo hacia el norte, en dirección a la avenida Michigan. Se había dejado arrastrar igual que un neonato recién salido del frenesí de su renacimiento. Mierda. Un par de primogénitos se habían atrevido a decir que sospechaban que se hubiera aliado con el enemigo. No podían creer que los Gangrel se hubieran conchabado con el ganado, que los vampiros salvajes estuvieran conspirando con los mortales para destruir a los Cainitas... cómo, a todas las criaturas sobrenaturales. No, como mucho podrían contemplar la posibilidad. Cayó en la cuenta de que sus manos habían desarrollado garras y se obligó a tranquilizarse. Debía de ofrecer un aspecto asesino, paseándose de aquel modo. Embutió los puños en los bolsillos de su cazadora e inhaló una honda bocanada purificadora de aire helado.
Así que tenían sus sospechas pero, ¿por qué? Era una acusación ridicula, carecía de base sobre la que apoyarse. Por lo menos, a sus ojos. Entonces, ¿qué era lo que veían ellos de otro modo? Sopesó los hechos y los supuestos en un intento por dilucidar el origen de las dudas de Critias y Khalid.
Durante siglos, los Gangrel habían sido la infantería de la Camarilla. Eran combatientes salvajes, capaces incluso de plantar cara a los temibles hombres lobo. Xaviar, líder de los Gangrel, había apartado al clan de la comunidad vampírica de la Camarilla después de que algún Cainita tan poderoso como enloquecido hubiera asesinado a un gran número de Gangrel. Beckett no estaba al corriente de todos los detalles, puesto que cuando había ocurrido todo aquello él se encontraba en el fondo del Mediterráneo, buscando un barco hundido del que se rumoreaba que transportaba artefactos procedentes de una antigua ciudad de vampiros. Aquel orate vampiro había sido destruido mientras tanto, pero Xaviar y la mayoría de los Gangrel opinaban que ya era demasiado tarde. Aparte de la indignidad de haber visto cómo una veintena de sus mejores hombres eran reducidos a pedazos por un único oponente, a Xaviar no le faltaban motivos. Cada vez que había problemas, los Gangrel eran enviados a primera línea de fuego para llevarse la peor parte. De ahí que, por despecho, los Gangrel hubieran salido de escena mientras el Sabbat ponía toda la carne en el asador para erradicar a su gran rival, la Camarilla.
Luego estaba el tema de los cazadores. Habían comenzado a perseguir a los vampiros casi al mismo tiempo que los Gangrel decían adiós a la Camarilla. ¿Había sido antes, después, o a la vez? No lo sabía a ciencia cierta, pero estaba casi seguro de que no había sido antes. Por tanto, por lo que respecta a la cronología, podría decirse que era toda una coincidencia que el clan Gangrel hubiese roto filas al tiempo que aquellos misteriosos y efectivos cazadores hacían su aparición. Además, el ganado hacía gala de una gran eficacia a la hora de dar con los vampiros (y presumiblemente con otras cosas que venían parejas con la noche, si había que creer la observación de Critias).
Por consiguiente, ¿se podía conjeturar que los disgustados Gangrel estaban enrolando a mortales leales como agentes, y que les estaban proporcionando información acerca de las debilidades de vampiros, hombres lobo y (diantre) fantasmas? Beckett tuvo que admitir que, a tenor de las apariencias, sí que se podía.
Sus pensamientos derivaron hacia los problemas que planteaba aquella hipótesis, siendo el principal la motivación. ¿Por qué iban a hacer algo así los Gangrel? ¿Qué tenían que ganar? La recompensa más obvia era el poder, pero el clan no era famoso por beber los vientos por él. De hecho, además de ser guerreros sin par y de tener el poder de asumir formas de animales, casi todos los Gangrel compartían el deseo de que los dejaran en paz. Así que no tenía ningún sentido. Critias y Khalid tenían que saberlo; demonios, eran siglos más viejos que Beckett. Probablemente comprendían las costumbres de los Gangrel mejor que él. Frunció el ceño, ahondando en la idea. Quizá no. Puede que no se hubieran cruzado con uno de su especie desde hacía milenios. Al fin y al cabo, en épocas pretéritas había muchos menos vampiros, igual que había menos mortales de los que alimentarse. Ahora, aunque el reciente conflicto entre el Sabbat y la Camarilla reducía el número de Cainitas, todavía era fácil tropezarse con uno en casi cualquier parte.
Beckett se detuvo en medio del puente que cruzaba el río Chicago, con la boca abierta por la sorpresa. No se les habría ocurrido pensar eso, ¿verdad? No sospecharían que los Gangrel estaban dirigiendo a los mortales para erradicar a las demás criaturas sobrenaturales y quedarse el mundo para ellos solos. ¿Nada más que Gangrel y sus rebaños de ganado, viviendo felices y comiendo perdices?
Era un disparate. Beckett no se codeaba demasiado con sus compañeros de clan, pero estaba convencido de que ése no era el caso. Dudaba que la primogenitura aceptara su palabra al respecto. Sus labios esbozaron una delgada sonrisa. Se suponía que tenía que desentrañar el misterio de las reses cazadoras para Inyanga; al parecer, convendría que les entregara una copia de su informe a Critias y a Khalid.
Así que volvía a estar en el punto de partida: investigando a un grupo que preferiría clavarle una estaca antes que hablar con él. Peor aún. En vez de ayuda, lo que recibiría de la población vampírica de la ciudad podría abarcar desde el desdén sin más a la más flagrante hostilidad. Así las cosas, tuvo la sospecha de que Inyanga lo había puesto sobre esa pista por motivos aún desconocidos. La bruja afirmaba que estaba demasiado fuera de onda como para saber qué estaba pasando. Sin embargo, era Gangrel, como él. No sólo eso, sino que además era miembro del consejo de la primogenitura de Chicago. ¿Compartiría las sospechas de sus camaradas antiguos? ¿Estaba siendo utilizado de cebo? Sería ingenuo pensar lo contrario, dadas las circunstancias.
Beckett, pese a ser una criatura fiel a su palabra, no sentía reparo en romperla si se veía traicionado. Por el momento, parecía que descubrir qué fuerzas operaban tras los mortales "elegidos" seguía siendo el mejor camino a seguir. Sin fiarse de nadie y teniendo los ojos bien abiertos, todo iría bien.
Como siempre.
Beckett emitió un gruñido de frustración. Había supuesto que, dado que Critias y Khalid sospechaban de los Gangrel, el resto de la población vampírica de Chicago sería caldo de cultivo de rumores e insinuaciones. Se había imaginado que la manera más segura de recabar información pasaría por ponerse en contacto con sus compañeros Gangrel. Eso ya constituía un reto de por sí; la mayoría de sus congéneres, nómadas como eran, carecían de hogares permanentes. Además, en el transcurso del año desde que acontecieran los problemas que habían escindido al clan, muchos de los de su especie se habían trasladado a zonas aún más recónditas. Dado que los Gangrel eran proclives a no permanecer mucho tiempo en el mismo sitio, Beckett buscó contactos secundarios, mortales y Cainitas más sedentarios que simpatizaran con el clan. Por suerte, pudo seguir la pista de un buen número de ellos por teléfono e Internet, lo que le ahorró la tediosa necesidad de pasarse varias noches corriendo de un lado a otro del medio oeste.
Poco antes del amanecer, descubrió que un Gangrel que conocía, llamado Augustus, se había trasladado a Chicago meses antes. El lacayo con el que habló estuvo encantado de concertar una cita para la noche siguiente. Beckett deseaba conseguir alguna pista sólida de una fuente de confianza... pero, cuando hubo llegado al lugar de reunión, escasas horas después del anochecer, sólo encontró cenizas.
Sus garras se hundieron en la pared de piedra sobre la que estaba agazapado, escrutando el desastre. Alguna fuerza cósmica debía de estar jugando con él, cortando cada uno de los hilos de los que tiraba. La paranoia se le antojó una buena idea, llegados a ese punto. Sin embargo, no estaba dispuesto a dar media vuelta y salir corriendo. Lo mejor sería descubrir qué estaba ocurriendo y qué relación tenía con él. A fin de cuentas, puede que aquel incendio se hubiera debido a un accidente. No lo creía, pero mantenía la ilusión.
Si tenía en cuenta que había hablado con uno de los contactos de Augustus la noche anterior, resultaba evidente que el incendio no había tenido lugar hacía mucho. Su sensible olfato registró el permanente olor a madera quemada y plástico derretido, pero el lugar estaba frío y despejado. Supuso que había tenido lugar durante el día, tal vez cerca del alba, tras su llamada. Podía descartar la coincidencia por el momento.
Desde su atalaya, vio que el lugar presentaba indicios de haber sufrido un bombardeo, más que un incendio. El calor había derretido toda la nieve vieja de los alrededores. Los escombros chamuscados yacían en medio del barro congelado, apelmazado por los bomberos que habían realizado el fútil intento de sofocar el fuego. Los cascotes se amontonaban contra el muro que rodeaba la propiedad. El pegote deforme de un teléfono fundido descansaba en la hierba helada a sus pies. En las proximidades, se veían dispersos aperos para el cuidado del césped: la hoja deformada de una segadora, el abanico irreconocible de un rastrillo. No se molestó en identificar los demás residuos que cubrían el jardín. Concentró su atención en las estructuras.
Las nubes habían avanzado durante el día para eclipsar la luna nueva, consiguiendo que la noche fuese aún más oscura que de costumbre. No es que a Beckett le importara. Sus sentidos preternaturales le ayudaban a escrutar el lugar. Sus oídos captaron el tenue crujido de frágiles vigas de apoyo que sucumbían a la tensión del derrumbamiento. Su olfato capturó la miasma de olores, desde la hierba calcinada y la madera carbonizada al caucho derretido y la carne quemada. Sus ojos restallaron en medio de la noche, mientras asimilaba la destrucción con un grado de detalle que ningún mortal sería capaz de igualar por mucho que se lo propusiera.
Podría haberse convertido en lobo y emplear su hipersensible olfato lupino para rastrear el origen y la composición del acelerador, pero no le pareció que fuese necesaria tanta minuciosidad. Sus sentidos humanos estaban lo bastante agudizados como para discernir lo que había ocurrido. Incluso a cincuenta metros de distancia, vio que aquel no era el resultado de unos trapos empapados de combustible que hubieran prendido. Tal vez carburante almacenado o incluso estiércol o abono vegetal, pero lo más probable era que se hubiese tratado de una carga explosiva de fabricación casera. Había comenzado en el garaje. El asfalto conducía desde la verja de entrada para rodear la fachada de la casa con un ramal que se detenía ante un pequeño cráter. La explosión inicial había vaporizado el garaje y había destrozado media casa. Lo que hubiera quedado en pie había prendido y se había convertido en un montón de cenizas.
Vigas ennegrecidas sobresalían de los cimientos como los huesos de alguna gran bestia. Podía ver porciones de sombra más oscuras que apuntaban al lugar donde se había desplomado la planta de arriba. En medio de las ruinas, distinguió el armazón medio derruido de un invernadero. Cambió de posición para obtener una vista mejor. No, una piscina cubierta. Al menos, antes había estado cubierta. Vio cómo relucía el hielo en la superficie congelada, salpimentada de trozos negros de madera quemada. No sería de extrañar que la piscina se hubiese agrietado bajo el peso de todo ese hielo. Los bomberos habían tenido cosas mejores que hacer que vaciar la piscina. Se preguntó por qué no habrían succionado aquella agua de algún modo para que ayudara a sofocar el incendio, pero desechó la idea. Porque no estarían equipados para ello, o porque sería demasiado engorroso, o por cualquier otra razón que no le incumbía.
Se encogió de hombros, con el vello de la nuca erizado ante la perspectiva de ir allí abajo. Aun cuando el fuego se hubiese extinguido hacía tiempo y pareciera que no quedaba nada más que pudiera prender, le ponía nervioso. Sus instintos clamaban que se alejara del fuego. Era la amenaza más peligrosa a la que podía enfrentarse un vampiro, y acercarse a una llama o incluso a las cenizas de un incendio era sobrecogedor. Maniató a su naturaleza animal con la soga de la razón y saltó al suelo. Conforme se acercaba a la casa, descubrió que su hipótesis inicial cobraba cuerpo. Alguien había detonado un potente explosivo en el garaje, lo que había propiciado la destrucción de todo el edificio. La elección del lugar le llamaba la atención; la bomba habría provocado una destrucción más inmediata y de mayor alcance si la hubieran accionado en la misma casa. Mientras se abría paso entre los escombros, examinó el punto exacto de la explosión. Encontró los esqueletos deformes de dos vehículos (un sedán y un SUV, a tenor de los armazones), y descubrió el origen de la deflagración.
Los restos del SUV parecían vueltos del revés, mientras que el sedán estaba aplastado y planchado. Asumió que los explosivos se habían guardado en el SUV y que habían sido activados aún en el interior del vehículo. Por tanto, o bien el terrorista había traído la bomba en persona pero se había visto obligado a detonarla antes de que pudiera descargarla, o bien se las había apañado para meterla en el SUV mientras éste se encontraba aparcado fuera de la casa y la había accionado a su regreso. En cualquier caso, se había tratado de una maniobra arriesgada.
Salió del agujero que solía ser el garaje y se acercó a lo que fuera la parte de atrás, donde otros dos coches aparcados habían sido pasto de las llamas. Supuso que pertenecían a los servicios de socorro. Dio una vuelta a la casa y vio de cerca la magnitud del desastre. Farragoso, pero efectivo. A juzgar por su aspecto, la casa ya estaba perdida mucho antes de que llegaran los bomberos para hacer poco más que evitar que se propagara al soto que formaba una media luna alrededor de la parcela.
Cuando hubo llegado a la parte trasera, miró más de cerca el edificio de la piscina. No estaba seguro de qué había allí que hubiera podido resultar inflamable; parecía que no fuese más que la piscina en sí rodeada por un dosel formado por paneles de cristal con montura metálica. Varias ventanas habían saltado por los aires y el resto se habían ennegrecido a causa del humo y las llamas, por lo que resultaba evidente que también había ardido. Siguió caminando y vio algo de particular interés. El borde de la piscina estaba ennegrecido, como si se hubiese encendido. Claro que el agua no ardía... pero la gasolina y el petróleo sí. Encorvado, echó un vistazo a la pequeña sala de bombeo inscrita en un lateral. Había resultado indemne, aunque el hollín había tiznado la piedra, como en el resto de la zona. En el interior había un pequeño almacén lleno de diversos utensilios abrasados, entre ellos unos cuantos pegotes de plástico medio derretidos. La construcción de piedra había protegido el interior de las llamas, por lo que pudo distinguir las formas lo suficiente como para ver que eran latas de gasolina. Latas de gasolina vacías, razonó, dado que el calor habría bastado para encenderlas incluso allí dentro. Interesante. ¿Por qué molestarse en rociar la piscina y prenderle fuego? Tal vez se tratara de la obra de un pirómano empedernido, pero lo dudaba.
Paseó de nuevo hacia la casa, indeciso sobre si debía molestarse en mirar en el interior. Por el camino, un trozo de suelo entre el edificio principal y la piscina le llamó la atención. El césped había quedado reducido a cenizas, pero aún se podía apreciar un estrecho sendero allí donde se había abrasado la capa superficial del suelo. Se había horneado a causa del calor y luego el viento invernal lo había congelado, proporcionando una pista evidente para el que supiera qué estaba buscando. Se arrodilló y pasó los dedos por el suelo. Era difícil asegurarlo, pero creía que estaba bastante seguro de qué era lo que estaba mirando. La mejor manera de comprobarlo era hurgar debajo.
Sintió que la sangre cobraba vida en sus venas y se concentró en el suelo. Sintió una conexión inmediata con la tierra helada, una llamada tan íntima como irresistible. Su cuerpo se hundió como si estuviera rodeado de arenas movedizas. Con un esfuerzo de voluntad, detuvo el descenso mientras la cabeza y los hombros permanecían en la superficie. Tanteó a ciegas bajo el sendero, con movimientos lentos y deliberados contra la resistencia del terreno sólido. Tras escasos minutos de búsqueda, desenterró algunos tesoros. El par de manos y el trozo de brazo eran interesantes, pero fue la cabeza lo que le llamó la atención. Le costó un gran esfuerzo sacarla, como si estuviera desenterrando una bola de bolos del alquitrán. La soltó cuando hubo alcanzado la superficie y sacó sus brazos. El suelo se tornó sólido cuando apoyó las palmas e hizo palanca para soltarse del abrazo de la tierra. Mientras se sacudía los guijarros de la ropa, cogió la cabeza y la observó con detenimiento.
A primera vista, podría haberla confundido con una escultura de tosca manufactura; presentaba una textura pétrea, y sobresalían trozos de tierra por doquier. Un vistazo más de cerca revelaba que seguía siendo carne y hueso, con un feo agujero donde debería estar unida al cuerpo por el cuello. La expresión, cuando Beckett hubo dado la vuelta al cráneo para examinar el rostro, era sobrecogedora. Contenía una mezcla de ferocidad y pavor como nunca antes hubiera visto. Se estremeció a causa de la aprensión. Tal vez estuviera no-muerto, pero no carecía de sentimientos. Aquel pobre diablo había sufrido un dolor indescriptible al morir.
La Muerte Definitiva, pensó Beckett. El verdadero final de un vampiro, su destrucción absoluta. Beckett ofrecería una expresión similar cuando tocaran a su fin sus noches como inmortal. Aún sobrecogido, soltó la cabeza y miró el suelo del que la había recogido.
A juzgar por el ángulo en que había encontrado los restos, sabía que el resto del cuerpo había asomado del suelo cuando empezó a churruscarse. No sabía si habría sido a causa del fuego o de la luz del sol, pero eso importaba poco por ahora. La tierra en la que descansaban los pedazos restantes los había protegido mientras la conflagración devastaba la superficie. Volvió a levantar el cráneo del vampiro y vio que la naturaleza conservadora del suelo había desaparecido ahora que lo había desenterrado. La cabeza se estaba apergaminando, estaba momificándose; la piel amarilleaba y los ojos se hundían en sus cuencas.
—Ay, pobre Augustus.
Al Gangrel llamado Augustus le gustaban los alias. Cuando se conocieron él y Beckett, a principios de la década de los cincuenta, se hacía llamar Augustus Rondador Nocturno. Lo desechó a mediados de los ochenta, cuando se enteró de que había un asesino en serie estadounidense que utilizaba el mismo sobrenombre. Corría el rumor de que Augustus había ido a California con la intención de encontrar a la res y demostrarle lo que era un rondador nocturno de verdad, pero se llevó un chasco cuando descubrió que se le había adelantado la policía. Beckett sospechaba que aquella era una historia apócrifa.
Se habían conocido en Alemania, por casualidad. Beckett estaba entrevistando a Sturgang, un antiguo del que se rumoreaba que poseía nueva información acerca del mítico tomo de saber vampírico conocido como el Libro de Nod. Beckett había viajado hasta la recóndita morada a cuatro patas, como tenía por costumbre, para enfrascarse durante algunas noches en el debate con Sturgang. Se había desencadenado una tormenta antes de su partida; aquello no había amilanado a Beckett, que estaba acostumbrado a todo tipo de climatología. Sturgang era distinto; mencionó que estaba esperando un envío y le sugirió a Beckett que aprovechara para regresar en el vehículo. Beckett se negó al principio, pero cuando Sturgang especificó que la visita que esperaba era la de un Cainita, pensó que qué demonios. No había nada de malo en disfrutar de cierta comodidad una noche fría y lluviosa en los bosques, y tal vez consiguiera arrojar nueva luz sobre la condición vampírica gracias a lo que le sonsacara a su compañero de viaje.
Beckett se había figurado que el visitante sería un compañero erudito al igual que Sturgang, con información de valor para compartir. Comprobó que se equivocaba en cuanto hubo llegado el mensajero. El desconocido irrumpió horas después, cubierto por un chubasquero y trayendo a tres niños de la mano. Beckett observó que eran trillizos, dos muchachos y una niña, todos con ojos almendrados y cabello negro como ala de cuervo. Aventuró que la edad media sería de unos cinco años. Siguieron al hombre hasta el centro de la pequeña habitación principal de la casa, chorreando agua sobre el suelo. Al contrario que el desconocido, los niños no se cubrían con nada para protegerse de la intemperie, salvo sus uniformes del colegio. Sin embargo, no protestaban por haberse empapado. Tiritaban a causa de una reacción involuntaria al frío y a la humedad pero, por lo demás, no parecían sentirse incómodos en absoluto.
El correo se apartó la capucha del chubasquero y saludó a Sturgang, al tiempo que dedicaba una mirada de suspicacia a Beckett.
—Buenas noches, Augustus —dijo Sturgang, comiéndose a los trillizos con los ojos—, permite que te presente a uno de tu clan. —Sturgang estaba tan absorto con los chiquillos que los dos Gangrel tuvieron que presentarse por su cuenta.
—Me llamo Augustus Rondador Nocturno —dijo el mensajero. Su altura era mediana y sólida su constitución, una extraña mezcla aria y mediterránea. Beckett supuso que algunos romanos debían de haber coqueteado con sus antepasados—. Viajo allá donde no alcanzan los caminos.
—Yo me llamo Beckett.
Luego no se escuchó más que el tamborileo constante de la lluvia sobre el tejado, el irregular goteo de los trillizos y el chubasquero de Augustus, y los grititos de gozo de Sturgang mientras admiraba su mercancía. Augustus se dio cuenta de que Beckett no tenía intención de proporcionarle el acostumbrado saludo de los Gangrel y frunció el entrecejo, irritado. Tampoco es que a Beckett le importara. Sabía que era mucho mayor que Augustus. La edad le proporcionaba una excusa para comportarse como le viniera en gana, e irritar a un joven Cainita ni siquiera quedaba registrado en el radar social.
Lo cierto era que ya se arrepentía de haberse quedado. Le había decepcionado ver que la mercancía consistía en provisiones frescas de un especial sustento a domicilio, en vez de algún tomo arcano.
Sturgang se obligó a salir de su ensimismamiento. Anunció que estaba satisfecho con la selección, y le preguntó a Augustus si le importaría hacer el favor de conducir a Beckett de regreso a Essen. Beckett habría rechazado la oferta, si no fuera porque Sturgang podría convertirse en un buen recurso en el futuro y no valía la pena enemistarse con él. Augustus debía de considerarlo un buen cliente a su vez pues, tras una mueca fugaz, declaró que estaría encantado.
Beckett recogió su pequeña mochila mientras los otros Cainitas se ocupaban de cualquiera que fuese el pago que implicara aquel pedido tan particular. Al cabo, Beckett y Augustus dejaron al viejo Sturgang con sus juguetes y corrieron hasta la nueva furgoneta Volkswagen que estaba aparcada en la orilla del sendero embarrado que hacía las veces de paseo de la casa. Los no-muertos eran inmunes a los rigores de la temperatura, pero no a la incomodidad. Beckett se revolvió en su asiento, intentando colocar las ropas empapadas de agua de modo que resultaran menos insoportables. Dado que su cuerpo no desprendía calor, dependía de la calefacción del VW para que se secara su ropa. Nunca se le había antojado más apetecible transformarse en lobo. Al menos así podría sacudirse el agua del pelaje.
Permanecieron en silencio durante los primeros treinta kilómetros. Beckett no sentía ningún interés en la criatura que estaba sentada a su lado, teniendo en cuenta las infames empresas que acometía. Parecía que Augustus no supiera qué decir, y se concentraba en maniobrar la furgoneta por el irregular y anegado camino para carretas. Llegaron a una carretera pavimentada y la suavidad de la conducción relajó un tanto a Augustus, que lanzaba miradas de soslayo a Beckett mientras dominaba el volante. Beckett supuso que su camarada Gangrel debía de contar tan sólo con un siglo de edad, década arriba o abajo, teniendo en cuenta su nerviosismo. Los amaneramientos humanos eran más que nada una costumbre, de la que la mayoría de los vampiros se desprendían transcurridos escasos cientos de años. Augustus rompió el hielo:
—Vaya, ¿así que Sturgang y tú sois viejos amigos?
—Nada de eso. —Beckett reparó en que Augustus había presentido que era bastante mayor de lo que aparentaba, y que intentaba reparar cualquier infracción social en la que hubiera podido incurrir. Bueno, que se fastidiara. Se sorprendió a sí mismo al preguntar:— ¿Por qué pierdes el tiempo con esto?
Augustus entornó los ojos.
—¿Con qué?
—Con esto. —Beckett indicó el interior de la furgoneta con un ademán—. Traficas con recipientes humanos, ¿no es así?
—Pues sí. ¿Te molesta?
—Eres inmortal. Tienes la eternidad por delante para hacer lo que quieras. ¿Por qué dedicas las noches a algo tan insignificante como andar vendiendo carne humana de puerta en puerta?
—No me vengas con ésas —repuso Augustus, poniendo los ojos en blanco—. Tú lo has dicho, soy inmortal. Eso significa que tengo todo el tiempo del mundo para hacer lo que me venga en gana.
Beckett tuvo que admitir que a Augustus no le faltaba razón.
—Y bien, ¿qué consigues con eso?
—Montones de cosas. —Augustus se reclinó en el asiento, su chubasquero chirriaba cada que vez que se movía, y se dispuso a soltarle su discurso a Beckett—. Es un chollo esto de proveer a vampiros perspicaces de víctimas mortales por catálogo. Me imagino que conocerás a algunos Cainitas que se alimentan sólo de cierto tipo de humanos: jovencitas impúberes, latinos rechonchos, ese tipo de cosas. No sé si se trata de una dieta obligatoria o es sólo que les pone las pilas. El quid de la cuestión es que cuesta tiempo y esfuerzo encontrar esos artículos de lujo, y ya sabes que pocos nos superan a la hora de seguir rastros. —Se refería a los Gangrel—. He descubierto que algunos Cainitas están dispuestos a ofrecer un montón de dinero o favores a cambio de tener a alguien que se pegue las caminatas por ellos.
Mirándolo a largo plazo, Beckett se daba cuenta ahora de que Augustus bien pudiera convertirse en un componente vital de la sociedad vampírica. Vio que había despreciado al joven vampiro demasiado a la ligera.
—Muy interesante. Pero la mayoría de los vampiros que tienen... gustos tan singulares, lo mantienen en secreto. ¿Cómo has llegado a ganarte su confianza?
—No ha sido fácil, créeme. Empecé hará unos, no sé, setenta u ochenta años, por casualidad. Me tropecé con un tipo que sólo se alimentaba de mujeres obesas. A mí no me parecía nada del otro mundo, pero él estaba al borde del frenesí. Consiguió dominarse lo suficiente como para ponerme al corriente de su situación. Aborrecía viajar, era prácticamente una fobia, y eso dificultaba que encontrara lo que le hacía falta. Así que me ofrecí para ocuparme de eso en su lugar. Era un cabronazo poderoso, y supuse que era la mejor oportunidad que tenía de escapar de allí de una pieza. Me salió mejor de lo previsto. Al cabo de unas cuantas décadas, llegó a la conclusión de que no iba a traicionarle e incluso me recomendó a sus amistades. —Augustus esbozó una sonrisa fugaz—. Tengo fama de entregar a tiempo y de mantener la confidencialidad, y estoy dispuesto a satisfacer incluso los apetitos más rebuscados.
Beckett le devolvió una sonrisa velada.
—Suena bien, pero no creo que vaya a necesitar tus servicios.
—Había que intentarlo, ¿no? —Augustus emitió una risita. Enderezó un índice sobre el volante—. He de admitir que me chocó que Sturgang permitiera que estuvieras presente mientras recibía el pedido.
—Eso significa que debe de hacer poco tiempo que lo tienes como cliente. Las inclinaciones de Sturgang son bien conocidas.
Augustus asintió con la cabeza.
—Ya veo. En cualquier caso, recibirá el mismo tratamiento de confidencialidad que el resto. Tengo que mantener mi reputación, ¿no?
Sopesó el cráneo y echó otro vistazo en rededor a las ruinas. Augustus había convertido su pequeña empresa en un próspero negocio a nivel mundial a lo largo del medio siglo que distaba entre la noche en que se conocieran y la de su muerte. Beckett se había separado de Augustus sintiendo poco más interés personal que al principio por su cantarada Gangrel. Aunque nunca había requerido los servicios oficiales de Augustus, sí que había recurrido a él en ocasiones como intermediario entre contactos en potencia. Augustus se había relacionado con muchos vampiros bien conectados, Cainitas que podrían disponer de información o artefactos útiles para los intereses de Beckett. En vez de intentar encontrar su pista por su cuenta, Beckett le hacía saber a Augustus qué era lo que estaba buscando; el Gangrel corría la voz entre sus clientes y solía encontrar alguna pista de utilidad. Augustus también había poseído buenos contactos en la sociedad mortal, varios grupos e individuos sin escrúpulos que le ayudaban a conseguir la gente que necesitaba. Si se tenía en cuenta el tipo de contactos que había mantenido en ambos mundos, la posición de Augustus era inmejorable para haber oído algo acerca de la reciente actividad de los cazadores.
Se sorprendió cuando se hubo enterado de que Augustus se encontraba en el Nuevo Mundo, en Chicago nada menos, y que disfrutaba de una propiedad privada en un lugar llamado el Calvero del Alce (Beckett aún estaba por ver su primer alce o calvero, pero ése era un enigma a desentrañar en otra ocasión). El emprendedor Gangrel había adoptado el nombre de Augustus Klein. El encargado de la oficina europea de Augustus se había mostrado críptico por teléfono, una línea poco segura, pero Beckett había podido enterarse de que el conflicto entre la Camarilla y el Sabbat había dañado los intereses de Augustus. Se había trasladado a los Estados Unidos por una temporada, a fin de recuperar el impulso.
La coincidencia resultaba demasiado conveniente para el gusto de Beckett, pero no había nada que pudiera hacer al respecto. Le había parecido que lo mejor sería reunirse con Augustus y descubrir lo que pudiera; sólo con información podía albergar la esperanza de descubrir qué significaba todo aquello en un contexto general. Allí plantado, con su cabeza en la mano, se diría que iba por buen camino; aunque, en cualquier caso, se encontraba más lejos de comprender qué estaba ocurriendo que hacía un par de noches. En aquel momento, se había tratado de una simple cuestión de reunir información. Una noche más tarde, había descubierto que había quien sospechaba que los Gangrel eran unos traidores. Y esa noche descubría que su mejor contacto, el más próximo, un miembro bien relacionado de la sociedad de los no-muertos, había sido aniquilado.
La pregunta era, ¿cómo encajaban todas las piezas? ¿Habría sido Augustus víctima del ataque de un cazador? Eso le proporcionaría a Beckett la evidencia para desmentir las difamaciones de Critias y Khalid. ¿O habrían sido los propios primogénitos los que habían encargado la muerte de Augustus? Si habían estado vigilando a Augustus, podrían haber descubierto que Beckett planeaba hacerle una visita pero, si por algún motivo consideraban que el clan Gangrel constituía una amenaza, ¿por qué iban a destruir sólo a Augustus? ¿No habría sido más lógico esperar a que ambos se hubieran reunido para eliminarlos al mismo tiempo? A menos que la clave estribara en que Augustus sabía algo de lo que no querían que Beckett se enterara. Augustus poseía una gran cantidad de información. No resultaba descabellado suponer que alguna fuerza hubiese creído que deshacerse de él resolvería algún problema sin necesidad de destruir también a Beckett. Gracias al cielo por los pequeños favores.
Ni siquiera podía aspirar a descubrir nada de los colaboradores o asociados de Augustus. Aunque los Gangrel disponían de varios aliados no-muertos y mortales a su servicio, él siempre había mantenido la confidencialidad de su clientela. Los secretos de Augustus habían muerto con él. Por cierto, toda la red se había ido al garete. Puede que sus subordinados recuperaran algunas migajas, pero la mayoría de sus clientes permanecería en la sombra cuando se enteraran de la muerte definitiva del Gangrel.
Genial. Por cada paso que avanzaba, era como si retrocediera un kilómetro. Empezaba a arrepentirse de haber venido a Chicago.
3
Beckett, aun concentrado como estaba en el misterio que lo rodeaba, no perdía de vista su entorno. Su oído agudizado recogió el chirriante crujido de una bota sobre nieve vieja. El sonido procedía de las proximidades, dentro del perímetro de la propiedad. Eso significaba que no se trataba de la policía; habría escuchado cómo se abrían las puertas mucho antes. Quienquiera que fuese había saltado por encima del muro o de la verja de entrada, dejando atrás la cinta amarilla que informaba que aquel era el escenario de una investigación. Un visitante extraoficial, como Beckett.
Se volvió hacia el sonido, con las manos enlazadas a la espalda, sujetando la cabeza de Augustus. Allí. Una pareja, aferrada a las sombras del soto. Beckett sospechaba que intentaban acercarse con el viento de cara, lo que significaba que sabían quién era (ya había asumido que sabían que él estaba allí). Los tachó de inexpertos, puesto que, si se hubieran parado a reflexionar, se habrían dado cuenta de que el hedor a quemado de la casa habría camuflado su rastro, con la bonificación añadida de no tener que caminar sobre frágil nieve.
—Sé que estáis ahí. Ahorrémonos tiempo y acercaos.
Las dos figuras salieron a la luz al cabo de un momento, rodeando el costado de lo que quedaba del edificio de la piscina. Macho y hembra; ella estaba al mando, a juzgar por la forma en que el tipo la miraba de soslayo mientras se acercaban. Cuando estuvieron a cuatro metros de distancia, Beckett olió la sangre fresca y el tenue y frío hedor de la muerte. Vampiros, ambos, y recién alimentados.
—Eres Beckett —dijo el tipo—. Hemos oído hablar de ti. —Se trataba de un neonato imberbe, que empleaba la socarronería para encubrir la incomodidad que sentía en presencia de un antiguo. La mujer le lanzó una mirada fulminante y el pipiólo cerró la boca.
Beckett observó a la pareja. El tipo era grande, de constitución fuerte. El tamaño importaba poco a los no-muertos; no obstante, considerando su beligerante salva de apertura, podía apostar sin temor a equivocarse que confiaba en sus músculos. También era probable que hubiese sido él el que hiciera ruido al acercarse. La mujer era cimbreña, en la línea que separaba la esbeltez de la anorexia. Al contrario que su acompañante, tenía aspecto de no emplear el cerebro sólo para evitar que se le cayeran los ojos dentro del cráneo. Era la mayor de las dos, aunque Beckett presentía que llevaba no-muerta menos tiempo que él mismo.
Así las cosas, Beckett se había enfrentado a amenazas mucho más serias. Sin embargo, no serviría de nada confiarse.
—Estoy en desventaja. —Beckett se dirigió a la mujer—. Apuesto a que sois Brujah, ¿a que sí?
La sorpresa arqueó las cejas de la mujer vampiro.
—¿Por qué lo dices?
No emanaba vaho de sus bocas mientras conversaban. Los vampiros sólo necesitaban inhalar aire para hablar. Al igual que Beckett, habían permanecido a la intemperie el tiempo suficiente para que la temperatura de sus cuerpos hubiese bajado hasta tal punto que el aire de sus pulmones estaba casi tan frío como en el exterior.
—No sois lo bastante feos como para pasar por Nosferatu.
La mujer no supo qué pensar de aquella referencia y Beckett no se molestó en dar explicaciones. No veía por qué motivo tendría que explayarse en su razonamiento, que venía a ser algo así: los Brujah eran los mejores luchadores de la Camarilla, parejos a los Gangrel. El reciente cisma les había dado a los Brujah la oportunidad de conseguir más gloria al tiempo que los empujaba a la primera línea de batalla contra el Sabbat. Critias era el cabecilla Brujah de Chicago, y se mostraba muy protector con los suyos. Al contrario que Khalid, él nunca se había llevado bien con Inyanga, la primogénita Gangrel. Llegados a ese punto, Beckett estaba convencido de que las calumnias referentes a la traición de los Gangrel obedecían al propósito de Critias de fortalecer aún más la posición de los Brujah, y tal vez de ajustar cuentas con Inyanga por alguna afrenta del pasado. Si bien Beckett asumía que tanto Critias como Khalid habían colocado a alguien sobre su pista la noche anterior, era el primogénito Brujah el que poseía una mayor motivación para forzar un enfrentamiento. Aquellos dos estaban allí para obligar a Beckett a cometer cualquier error que pudiera reforzar la evidencia contra su clan.
—¿Eso era una broma? —inquirió el tipo.
La mujer lo fulminó con la mirada.
—Cállate, Graham.
—Muy bien. ¿Qué puedo hacer por vosotros? —Beckett se mantuvo atento a la mujer. Dirigirse a Graham no sería más que una pérdida de tiempo.
—Queremos saber lo que sepas tú acerca de lo que ha ocurrido aquí.
Beckett se tomó su tiempo para pasear la mirada por los alrededores, girando los hombros, pero asegurándose de que mantenía la cabeza de Augustus oculta a sus ojos.
—A bote pronto, yo diría que alguien ha reducido este sitio a cenizas —respondió, al cabo.
—Muy bien, listillo. ¿Qué sabes de la media docena de bolsas responsables de esto? —Se refería a bolsas de zumo o de sangre; mortales, en argot vampírico. A Beckett le hacía gracia su actitud. O bien era mayor de lo que presentía, o su confianza aumentaba en presencia de un compañero. Graham se estremecía presa de la tensión, pero la mujer se enfrentaba a Beckett con el porte distendido y relajado de una igual. Beckett, distraído por la valoración de sus oponentes, se vio sorprendido por la mujer cuando ésta apostilló:— ¿Y del vampiro que los lideraba?
—¿Cómo? ¿Quién te ha dicho eso?
—No sabías que había un superviviente, ¿eh? Algunos de los nuestros vinieron corriendo en cuanto se enteraron de lo que había ocurrido. Encontraron a los paramédicos ocupándose de uno de los hombres de Klein. Largó todo lo que había pasado.
—¿Cuándo ha sido eso?
La mujer disfrutaba con la sorpresa de Beckett, y añadió otro detalle.
—Esta mañana, a última hora.
—¿Me estás diciendo que un vampiro condujo aquí a un equipo de mortales al borde del amanecer para destruir a Augustus Klein?
—¡No te hagas el sorprendido, perro! —escupió Graham.
Una bruma rojiza cubrió la visión de Beckett.
—Ten cuidado con a quién insultas, cachorro —rugió, a punto de perder la compostura—. Soy más viejo que el pecado, y el doble de peligroso.
Gotas de sudor perlaron la frente de Graham cuando se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Tragó saliva, un reflejo de sus días de vida, y retrocedió un par de pasos. La escuchimizada mujer tuvo el coraje de mantenerse en su sitio y plantar cara a la rabia de Beckett.
—Ya te lo hemos dicho —continuó, adoptando un tono más sombrío—. Sabes que nos ha enviado Critias, perfecto. Verás, él cree que sabes algo al respecto, basándose en la conversación que mantuvisteis anoche.
—Puedes ir y decirle a tu amo que se equivoca. Dile que sé lo mismo que él sobre lo que está pasando en esta ciudad... menos, incluso. Pero dile también que pienso averiguarlo. Ninguna amenaza, ninguna intimidación y ningún novato principiante van a detenerme.
—¿A quién estás llamando novato, perro sarnoso...? —rugió Graham, con los nervios crispados, olvidando toda cautela. Beckett no llegó a escuchar el final de la frase. El segundo insulto de aquel macarra en otros tantos minutos había logrado sacarlo de sus casillas.
Se abalanzó sobre Graham y lo agarró por la garganta.
—¿Te crees que puedes insultar a un antiguo impunemente porque no formo parte de tu preciada Camarilla? —Con la otra mano, levantó el cráneo momificado de Augustus. Aplastó la cabeza contra el rostro del joven vampiro, y gruñó:— ¿Ves esto? Esto es la muerte definitiva. Así será tu final como vuelvas a dirigirme de nuevo la palabra.
Un Graham aterrorizado se debatió con la presa de Beckett, pero la sangre del Gangrel era mucho más potente. En ese momento, Beckett sintió el frío cañón de una pistola en la nuca.
—Supongo que eres lo bastante viejo como para que esto no te mate enseguida —dijo la mujer, a su espalda—, pero seguro que te iba a doler. Ahora, suéltalo y danos algunas respuestas de forma civilizada.
Beckett libró una batalla por el control con el velo escarlata. Se obligó a llenar sus pulmones atrofiados con una honda bocanada, apartó a Graham de un empujón y levantó las manos. La presión de su nuca desapareció un segundo después. Mientras se giraba, vio que la mujer ya se encontraba por lo menos a cuatro metros de distancia. Los Brujah sabían ser rápidos cuando querían.
—¿Quién es ése? —inquirió la mujer, señalando al cráneo con la pistola.
—Nada, un compañero de clan. —Le arrojó la cabeza de Augustus; ya era un lobo que corría hacia el muro para cuando ella hubo atrapado el proyectil con una sola mano.
Graham le gritó que se detuviera, pero Beckett ya había superado la pared y se había lanzado a una carrera al galope que lo condujo a kilómetros de distancia en cuestión de minutos. Ni siquiera se percató de que había pasado a escasos centímetros de un Nosferatu apergaminado que lo había presenciado todo, agazapado e invisible.
El regreso de Beckett a la finca fue menos dramático que su salida. Acometió el camino desde el norte, la dirección desde la que se le habían acercado los dos Brujah. Emitió un bufido de frustración al rememorar el encuentro. Estaba seguro de que podría haberlos derrotado, incluso con una disparo a bocajarro en la cabeza de ventaja. No era tan antiguo como algunos no-muertos, pero sí que tenía años de sobra. Pelear con ellos habría sido un desahogo para su creciente frustración, pero le habría ocasionado más problemas con Critias y los suyos. La situación ya era lo bastante complicada como para añadir eso a la mezcla.
De todos modos, no era ése el motivo por el que la irritación erizaba su pelo. Había permitido que un chulo le hiciera perder el control. Estaba permitiendo que fueran otros los que gobernaran sus acciones.
Su sigiloso regreso era un intento por enmendarlo. Tenía que descubrir qué estaba ocurriendo si quería dejar de ser un peón en manos de los demás. Así que allí estaba, surcando la nieve vieja como un susurro. Esa forma era lo bastante ligera como para no atravesar la corteza, siempre y cuando eligiera con cuidado dónde pisaba. Silencioso y fluido como una sombra, alcanzó el muro. Tras una docena de metros encontró sus huellas, impresas en la nieve. Dos pares que entraban, ninguno que saliera. O bien seguían en la propiedad o se habían ido en otra dirección. Corrió el riesgo y saltó a lo alto del muro; nadie a la vista, por lo que descendió y se acercó a la casa. Su olfato era casi inútil contra el viento por culpa del hedor a madera quemada, por lo que confió en sus ojos para buscar a su objetivo. Nada. ¿Cuánto hacía que se habían marchado?
Estaba considerando la posibilidad de olfatear por los alrededores del lugar donde habían mantenido su encuentro, cuando oyó el rugido lejano de un motor. Levantó la cabeza de golpe, con el cuerpo trémulo por la anticipación, las orejas orientadas hacia el origen del sonido. Emprendió la carrera, surcando el terreno arrasado hasta volver a superar el muro de piedra. Atisbo unas luces traseras que parpadeaban en la carretera. Se tomó su tiempo para dirigirse a la cuneta, donde trotó con el hocico pegado al suelo hasta encontrar el rastro de Graham. No se había acercado lo bastante a la mujer como para reconocer su olor, pero aquello bastaría. Estaba convencido de que se alejaban en el coche.
Un ladrido sofocado de satisfacción, y Beckett se puso en marcha de nuevo.
No le supuso ningún problema dar alcance al coche (un SUV último modelo; al parecer, ya nadie conducía sedanes). Se dirigió hacia el sur durante menos de dos kilómetros, y giró a la derecha cuando él se acercaba. No es que intentaran despistarlo; en vez de eso, se adentraron en un enorme complejo. Algo construido con la idea de "moderno y funcional" en mente: un bloque sin florituras, sin apenas encanto visual. Los escombros de la casa de Augustus eran más acogedores. Beckett vio el letrero: Centro Médico de los Hermanos Alejandrinos. Sofocó una risita lobuna. ¿Un hospital cristiano? Allí estaba, el logotipo incluía un escudo con una cruz en lo alto y las palabras de san Pablo: Caritas Christi Urget Nos. El amor de Cristo nos mueve.
Beckett no se sentía de humor para apreciar el grado de ironía que estaba cobrando aquel asunto. Eludió los charcos de luz proyectados a intervalos regulares por las farolas mientras seguía al SUV. El coche giró a la izquierda, antes de perderse al doblar hacia la derecha en la fachada de un bloque de ladrillo rojo de cuatro o cinco plantas. Cruzó el campo abierto como una exhalación y se pegó al edificio mientras doblaba la esquina. La enorme construcción contra la que se apoyaba comunicaba con una estructura semicircular de dos plantas, de acero y cristal. Bordeó el edificio y se adentró en las sombras donde coincidían ambas estructuras. Se le erizó el lomo en supersticiosa respuesta a la gigantesca cruz de metal plantada a unos treinta metros de la entrada principal. No podía causarle ningún daño, lo sabía, pero las viejas costumbres nunca desaparecían por completo.
El SUV se había detenido en un pequeño aparcamiento, no muy lejos de la cruz. Los dos Cainitas salieron del coche y se dirigieron a la entrada principal, en dirección perpendicular a su escondite. Beckett movió las orejas para captar su conversación. Parecía que continuaran una discusión que hubieran empezado cuando se separó de ellos.
—¿...querías que hiciera, Sylvia? —se lamentó Graham—. Sabía que estábamos allí.
Silencio, y la cabeza de la mujer giró en dirección contraria a Beckett. Supuso que le había lanzado una mirada furibunda a su compañero.
—¿Y cómo es que sabía que estábamos allí, don "hago más ruido que un puto elefante"? Sabes lo que eres, ¿no? No hace falta que sigas armando bulla para demostrarlo.
—No me agobies. Seguro que tú hacías lo mismo cuando eras un... ¿cómo se dice?
—"Neonato", y no, no lo hacía. Mira, Graham, tienes que metértelo en la cabeza, si no quieres cagarla pero bien cualquier día de éstos.
—Esta misión ya es una cagada de campeonato, Sylvia —barruntó Graham, señalando al hospital—. Y si no mira al hijo de puta éste. Ya sabes que no vamos a averiguar nada más de lo que descubrió Earl.
—Podemos ser más persuasivos que un ghoul —dijo Sylvia, que empezaba a hartarse de las quejas de Graham.
—Sí, vale, lo que tú digas. Seguro que la puta cabeza de Klein nos cuenta más cosas que...
Un rugido ensordecedor amenazó con partir la cabeza de Beckett por la mitad. Había agudizado tanto el oído que era como si estuviera dentro del motor de un jet camino de O'Hare. El sobresalto le arrancó un gañido de dolor. Cambió a su forma humana, cuyo oído preternatural era mucho menos sensible. Profirió una maldición, llevándose las manos a las orejas. Los timbrazos se convirtieron en un dolor sordo; esperaba que desapareciera dentro de un minuto. En el ínterin, los Brujah habían entrado en el hospital. En resumen, sus doloridos oídos le habían proporcionado poco más que lo que ya sabía, pero todas las piezas se sumaban al conjunto.
Los Brujah debían de disponer de un contacto infiltrado si podían presentarse en mitad de la noche a visitar a un paciente. Si no fuera porque ya resultaba algo común, Beckett se hubiera reído de la ironía que suponía que los Cainitas dispusieran de personal empleado en un hospital cristiano. Pensó en seguirlos, pero decidió esperar. Quería echarle un vistazo a quienquiera que hubiesen ido a ver, pero sería mejor que matara el tiempo en el exterior. El frío no le molestaba, y supuso que sus zarpas velludas y sus inhumanos ojos refulgentes inspirarían desconfianza entre el personal. Era el precio a pagar por su naturaleza inmortal. Como todos los Gangrel, la marca de la Bestia lo señalaba cada vez que su faceta bestial se apoderaba de él. Tenía más suerte que la mayoría, sobre todo teniendo en cuenta su edad. Sabía de otros miembros de su clan a los que el salvajismo los había deformado de tal modo que se habían convertido en monstruos, en toda la acepción de la palabra.
En los veinte minutos que permaneció acuclillado en medio del frío y de la oscuridad, no vio que saliera nadie del hospital. La hora de las visitas había terminado hacía mucho, claro está, pero había esperado al menos un cierto tráfico de empleados. Aunque, bien mirado, aquel sitio era muy grande. Debían de disponer de su propia entrada.
Transcurrieron algunos minutos más hasta que algo le llamó la atención. Habría jurado que había visto cómo una de las puertas del SUV se abría por un segundo. Se concentró en el coche. Al cabo de uno o dos minutos más, reparó en un fugaz atisbo de movimiento. Si no hubiese sabido dónde buscar, lo habría tomado por un efecto de la iluminación. Aquello se ponía más interesante por momentos.
Salieron los Brujah. Graham se jactaba de cómo había tenido razón, que no habían averiguado nada nuevo. Resultaba aún más irritante que cuando se quejaba. Beckett se enorgullecía de saber controlarse, pero le sorprendía que Sylvia pudiera contenerse y no le abriera la cabeza a su compañero. Tenía la sospecha de que Graham no iba a gozar de una larga existencia como no-muerto.
Los dos portazos antecedieron al chillido de sorpresa de Graham. Beckett carecía de los extremos aumentados de su oído de lobo, pero el Brujah estaba gritando a pleno pulmón.
—¿Qué cojones? ¡La cabeza ha desaparecido!
Beckett rara vez cambiaba de forma tan a menudo como lo había hecho esa noche. Le pasaba factura. Por desgracia, su mejor oportunidad de rastrear al Nosferatu que había birlado la cabeza de Augustus del SUV era por medio del olfato, lo que implicaba volver a convertirse en lobo. Sintió un ansia corrosiva en el corazón, el equivalente vampírico al rugir de tripas de un mortal, mientras se concentraba en el cambio. Hizo todo lo posible por ignorar la sed de sangre. Se escabulló entre las sombras y buscó el olor del Nosferatu. Nunca había olfateado a la criatura, pero confiaba en que lo reconocería cuando se tropezara con él. Los Nosferatu eran unos expertos del arte de la invisibilidad, y conseguían aturdir los sentidos incluso de otros vampiros para que no vieran (u olieran, u oyeran) nada. Mas eso era sólo en la zona más inmediata. Los hediondos engendros no podían camuflar el olor que dejaban a su paso.
Beckett sentía curiosidad por saber por qué habría sentido la criatura la necesidad de llevarse el cráneo. Los Nosferatu estaban especializados en coleccionar información, no bagatelas. Les bastaba con saber lo que era y quién lo tenía. A menos que, por algún motivo, el observador invisible no hubiese querido que estuviese en posesión de los Brujah. Misterios y más misterios. Típico de los Cainitas. Le recordaba a Beckett por qué pasaba tan poco tiempo entre los de su especie.
Describió un amplio arco alrededor del aparcamiento del SUV, desembocando en el extremo opuesto del semicírculo de la entrada principal, donde conectaba con otra enorme estructura de ladrillo de varios pisos de altura. No había conseguido oler nada. Perplejo, se sentó y observó a los Brujah. Los dos vampiros estaban terminando una fútil búsqueda dentro y fuera del coche, intentando imaginarse qué había ocurrido con su trofeo. Su nerviosa conversación rebotaba en las paredes que lo flanqueaban, despertando ecos en la noche apacible. Al parecer, lo acusaban a él de haber regresado para llevarse la cabeza. Bonita discusión para tenerla delante de un hospital, cacareando adonde habría ido a parar una cabeza. Menos mal que no había nadie cerca para escucharlos.
Beckett deseó que se rindieran y se fueran de una vez. El Nosferatu se alejaba por momentos. Le gustaría olisquear alrededor del SUV para recoger el rastro de la criatura antes de que se evaporara. Otro minuto de lamentaciones por parte de Graham y se subieron al coche, lo pusieron en marcha y salieron disparados. Beckett corrió al lugar donde habían estado aparcados en cuanto el SUV hubo llegado a la carretera principal. Un concienzudo olfateo alrededor de la nieve apelmazada reveló un rastro tenue pero hediondo. Beckett sabía que no pertenecía a los Brujah ni a la cabeza. Tenía que ser el Nosfi. Describió un círculo desde el lugar donde había encontrado el olor y captó un leve rastro que se dirigía al hospital. Sabía que era más antiguo que el olor original que había descubierto, y supuso que el espía había seguido a Sylvia y a Graham al interior, antes de apresurarse a salir antes que ellos para robar el cráneo. Por tanto, si ése era el único rastro que había encontrado, ¿dónde podría haber ido la cosa? La única explicación para que no pudiera dar con un olor tan característico era que el Nosferatu hubiese salido volando, lo que resultaba bastante improbable. Lo que significaba...
Beckett miró en la dirección que había seguido el SUV. El ser debía de estar dentro del maldito coche, o encima. Desde luego, así era como había llegado hasta allí. Sería propio de Khalid enviar a sus espías tras los agentes de Critias, a sabiendas de que lo conducirían hasta Beckett. Mucho más fácil que seguirle la pista a un vampiro que viajaba en forma de animal. ¿Y ahora qué? ¿Pegarse una paliza e intentar dar alcance de nuevo al vehículo? Su olfato podía tamizar los olores propios incluso de un trozo de metal fabricado en serie, pero no tenía demasiado sentido. Había averiguado para quién trabajaban Sylvia y Graham y, aunque resultaba evidente que la segunda sombra era un Nosferatu, Beckett sabía que su especie era demasiado escurridiza como para dejar un rastro que lo condujera a algún sitio que mereciera la pena. No, al parecer, lo mejor que podía hacer por el momento era...
—¡Oye! ¡Oye, tú! ¡Largo de aquí!
Un hombretón fornido (más hombretón que fornido, la verdad), vestido con el uniforme de un guardia de seguridad, se había plantado ante las puertas del hospital. Tenía una lata en una mano y con la otra ondeaba una porra en dirección a Beckett. Éste soltó un bufido, al darse cuenta de que el hombre intentaba ahuyentar al enorme lobo negro que se había plantado en medio del aparcamiento. Captó una vaharada de la fragancia del hombre, mezcla de sudor frío y miedo. El hambre se rebeló en su interior. En lugar de desgarrar la garganta del guardia y engullir su rica sangre, Beckett agachó las orejas y emitió un gruñido amenazador, antes de dar media vuelta y zambullirse en las tinieblas.
No tenía sentido ir tras el SUV, pero seguía habiendo un rastro que seguir dentro del hospital. Primero tenía que reponer fuerzas. Vio otra carretera que rodeaba la parte trasera del desparramado centro médico. Hacía el norte había un pequeño estanque congelado, y al oeste del mismo divisó un aparcamiento bien iluminado con un cuarto de su aforo para coches ocupado, al otro lado del cual se erguía un garaje de varias plantas. Emprendió el trote, manteniéndose en la sombra, y vio los letreros que anunciaban que era un aparcamiento para empleados. No podía apreciar la luna tras la cubierta de nubes, ni llevaba reloj, pero hacía mucho que era un no-muerto. Presentía que la medianoche andaba cerca; si aquel lugar era como la mayoría de los hospitales, no tardaría en producirse un cambio de turno.
Encontró una atalaya a oscuras, desde la que disfrutaba de una vista del aparcamiento, y se dispuso a esperar. Transcurrida menos de una hora, un buen número de personas salieron por la parte trasera del centro médico y se dirigieron a sus coches. Durante ese tiempo, se vertió un reguero de vehículos, cuyos conductores se disponían a comenzar sus turnos. Beckett aguardó; siempre había rezagados. Al cabo de otra hora, el frío se le había metido en los huesos, muertos tiempo ha.
La mujer recorrió el pavimento helado en dirección a un modelo anticuado de furgoneta, arrebujada en su anorak. Se peleó con el motor hasta que hubo entrado en calor, tras lo que metió la marcha atrás para salir de su plaza de aparcamiento. La furgoneta apenas había retrocedido medio metro cuando se oyó un gañido y un topetazo. La mujer clavó el pie en el pedal del freno, consiguiendo que el vehículo patinara unos centímetros antes de que los neumáticos se agarraran al asfalto. Salió de la furgoneta y se dirigió hacia la parte trasera en cuanto oyó los lastimeros gemidos. En vez del perro doméstico que creía haber atropellado, la mujer se encontró con un lobo gigantesco, de pelaje negro como el carbón. Un gruñido ronco sustituyó a los gañidos, y unos ojos que relucían con la promesa de la muerte se encontraron con los suyos.
Beckett se le echó encima antes de que hubiera podido reunir el aliento necesario para gritar.
Beckett irrumpió por la entrada de emergencia del hospital, situada en la fachada occidental del edificio. Haciendo aspavientos con las manos enguantadas, ya estaba gritando antes incluso de que se hubieran abierto las puertas automáticas.
—¡Socorro! ¡Auxilio! Una señora... ¡Le ha atacado un perro gigante o algo! ¡Está herida!
La plantilla era reducida, se preveía una noche tranquila en los suburbios, pero entraron en acción con una rapidez admirable.
—¿Dónde? —gritó un auxiliar mientras el interno repartía órdenes. Beckett balbució algo acerca del aparcamiento para empleados e hizo más aspavientos. Un vendaval de zuecos blancos y batas de laboratorio surgió del edificio, cargado de equipo médico portátil. Beckett aprovechó los pocos segundos que permaneció vacío el recibidor y se adentró en el hospital.
Después de aquello, era cuestión de eludir al personal que rondara por allí mientras intentaba captar el rastro que hubieran dejado sus amigos Brujah y seguirlo hasta donde tuvieran al hombre de Augustus. Evitar a los médicos no resultaba difícil a aquellas horas de la noche en un lugar de aquel tamaño. Lo complicado era encontrar el olor. Su olfato humano, pese a su sensibilidad preternatural, no era rival para los sistemas de ventilación del centro médico. Terminó por dar con el rastro a la antigua usanza: encontró una habitación con un hombre apostado en la puerta. Un tipo corpulento con el pelo rapado y un traje que no era de su talla, repantigado en una silla al lado de la entrada a un cuarto de la cuarta planta del bloque hospitalario central que se alzaba tras la entrada principal. El ghoul Earl, supuso Beckett; bebiendo refrescos de cola y soltando eructos. Escaseaban los Cainitas a los que acudir, sobre todo para ofrecer servicios tan básicos como labores de vigilancia.
Las largas zancadas de Beckett le ayudaron a recorrer medio pasillo incluso antes de que el hombre reparara en su presencia. Beckett creyó al principio que Earl llevaba un micrófono acoplado en la oreja, pero cuando se hubo girado para ponerse de pie con torpeza se hizo evidente que el guardia estaba escuchando un reproductor de CD portátil.
—Las distracciones de este tipo conseguirán que te maten —observó Beckett.
Earl se quitó los auriculares, con el rostro compuesto en una mueca de suspicacia.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que si ya te ha dado de comer Sylvia. —Dos metros más cerca.
—Sí, pero... —Se puso rojo como un tomate al caer en la cuenta—. ¡Mierda! ¡Eres tú!
Beckett salvó los últimos cuatro metros de un salto. Sus garras habían traspasado los guantes y la garganta del ghoul para cuando el hombre hubo conseguido sacar la pistola de su funda.
—Menuda herramienta. ¿Crees que me habría detenido?
—T-tiene balas nuevas; Salamandras, las llaman. —El sudor corría por la frente de Earl como si estuviera debajo de un grifo. Tenía los ojos desorbitados, la impresión había sido relevada por la certeza de que iba a morir—. N-no sé por qué. S-se suponen que son buenas para, este, ah...
—Según la mitología, la salamandra podía expulsar fuego por la boca, Earl. ¿Por qué no me das eso antes de que te hagas daño?
El ghoul renunció a la pistola sin pensárselo dos veces. Boqueaba en busca de aire, con los ojos aún enmarcados por las lentes oscuras de las gafas de Beckett.
—Claro hombre, toma. Oye, que yo no soy Earl. Me llamo Pete. ¿Lo estás buscando? Porque se ha ido, no está aquí. Ah, no irás a matarme, ¿no? Por favor, no me mates. No quiero morir. Si sólo cumplo...
—Pete, no te alteres. —Beckett le enseñó los dientes; como sonrisa conciliadora, dejaba mucho que desear—. Tranquilízate, hombre. Me gustaría pasar unos minutos con el tipo de ahí dentro. Dispondrás de unos minutos de nada, ¿no?
Pete se apresuró a asentir con la cabeza, torciendo el gesto cuando se le clavó la abultada barbilla en las garras de Beckett. El vampiro le hizo un gesto al ghoul para que entrase en la habitación y retrocedió, al tiempo que guardaba la pistola en el bolsillo de su zamarra.
Era una habitación individual, con la cama de hospital a la derecha y un par de sillas almohadilladas de respaldo bajo pegadas a la pared enfrente de la puerta. Las ventanas ocupaban la mitad de la estancia; se habían echado las persianas para pasar la noche. Había una puerta a cada lado de la cama; la más próxima estaba cerrada, mientras que la más alejada estaba abierta y dejaba entrever las baldosas de la pared del cuarto de baño.
Había un hombre dormido en la cama, con un tubo de goma fijado al brazo y más acoplados a la nariz. Beckett no sabía para qué se suponía que servía el equipo adyacente a la cama. Sí que sabía que los pacientes disponían de timbres de alarma, pero eso era fácil de anular, lo que hizo tras propinarle un empujón hacia delante a Pete y señalar a una de las sillas del otro lado de la habitación. Lo peliagudo era interrogar al guardia de Augustus sin ponerlo demasiado nervioso, para que sus constantes vitales no dispararan la alarma en el puesto de enfermeras. Haría lo que pudiera. No tenía sentido intentar planificar algo sobre lo que no tenía ningún control.
Antes de despertar al paciente, Beckett examinó la puerta cerrada, que resultó ser un ropero. Encontró un anorak colgado, con un par de guantes sobresaliendo de uno de los bolsillos. Había unas botas de abrigo en el suelo, pero no vio más prendas. Se preguntó dónde estaría el resto de la ropa del hombre. Puede que hubieran tenido que cortarlas para desvestirlo cuando lo ingresaron. Una mirada de soslayo bastó para comprobar que el paciente tenía puesto un collarín; resultaba difícil determinar cuál era su estado general, arropado como estaba. Beckett desechó aquellas especulaciones. No era de su incumbencia. Tras echar un vistazo a sus guantes estropeados, cogió los que estaban guardados en el anorak y cerró la puerta.
Beckett se colocó al pie de la cama, en un lateral. Aquello lo colocó a la vista del paciente, sin cernirse sobre él, y mantuvo a Pete en el radio de su visión periférica. El ghoul estaba frotándose el pescuezo, con los ojos abultados saltando de Beckett al durmiente. Por el momento, no debería suponer ningún problema.
El alboroto del pasillo no había despertado al paciente, ni tampoco la irrupción en el cuarto. Tal vez estuviera sedado, no demasiado, con algo de suerte. Sólo había una forma de descubrirlo. Beckett meneó el pie del hombre, momento en el que reparó en la tablilla que colgaba al pie de la cama. El hombre emitió un sonido equívoco y gutural y se movió bajo las sábanas almidonadas. Beckett cogió la tablilla y tableteó con el dorso de la misma contra la cama, como si estuviera llamando al orden en un tribunal.
—Venga... William —dijo, tras leer el nombre del parte—. El tiempo es oro. —Volvió a menear el pie del hombre, sin resultado—. Pete, ve al baño a coger un poco de agua y échasela encima.
Pete se lo quedó mirando, como si sospechara que aquello era una trampa. Beckett soltó un bufido; ¿tan turbulenta era la situación de la ciudad que los Brujah tenían que recurrir a ghouls de aquella calaña? Se volvió para observar al acobardado ghoul.
—¿Acaso tengo monos en la cara?
Pete se puso en pie de un salto, como si le hubieran aplicado una descarga de mil voltios en el escroto. Al cabo, se escuchó su voz desde el aseo:
—Ah, es que no hay ningún vaso. ¿Qué hago?
Beckett vio una taza al lado de la cama, pero no se molestó en mencionarlo.
—Usa las manos, usa la boca. Usa el orinal, me da igual. Antes de nada, empieza por usar la cabeza.
Beckett escuchó el discurrir del agua mientras revisaba la plantilla. William Decorah, varón, cerca de los treinta, nativo americano. Aquel término lo desconcertó, hasta que se acordó de la obsesión de aquella era por crear cada vez más etiquetas "autorizadas" para sus diversas gentes. Nativo americano, indio, piel roja, salvaje... las distinciones le parecían redundantes. Un mortal seguía siendo un mortal.
Pete salió del baño, con las manos formando un cuenco lleno de agua que goteaba en el suelo. Se acercó a Decorah y le echó el agua por encima. No es que fuera ningún diluvio, pero William resopló y abrió los ojos con gran esfuerzo, como si tuviera los párpados sujetos con pesas de cien kilos. Decorah miró en rededor, sin mover nada más que los ojos. Sus ondas cerebrales permanecían neutrales.
—Dale otra poca —dijo Beckett. Pete volvió a desaparecer y puso las manos bajo el grifo que había dejado abierto. Regresó, esta vez con más confianza, y empapó el rostro de Decorah. Aquello consiguió que sus párpados se pusieran en marcha. Los batió, intentando librarse del agua. Reparó en Beckett, al pie de la cama, e intentó centrar la vista en él. Un rictus de concentración se alojó en su semblante. Aquello era suficiente; Decorah estaría un poco groggy a causa del sueño y las drogas, pero debería estar lo bastante consciente como para responder a algunas preguntas. Con suerte, su espesura mental redundaría en beneficio de Beckett, consiguiendo que Decorah se mostrase más receptivo y menos disperso. Habría que verlo.
Beckett indicó a Pete que volviera a sentarse. El ghoul comenzaba a recuperar la compostura; se tomó su tiempo para cerrar el grifo, sin necesidad de que se lo dijeran, antes de regresar a su silla.
—¿Quién eres? —grajeó William Decorah. Su voz poseía el timbre de la lija sobre la madera.
—Un amigo de Augustus Klein.
Una risita cascada.
—¿Ah, sí? No me fío mucho de los "amigos" de Klein de un tiempo a esta parte. —Decorah recorrió con la mirada su brazo estirado y la risa se agrió hasta convertirse en un gruñido enfadado.
Beckett no era médico, pero había desentrañado algunas de las palabras que poblaban el informe del paciente. Cosas como "daño en la columna", "lesiones en el sistema nervioso" y "parálisis". Según podía inferirse délo que había leído, Decorah no se había quedado paralítico y tal vez recuperara la sensibilidad en las piernas. Empero, sospechaba que aquello era tan factible como que Luxemburgo se convirtiera en la próxima superpotencia mundial. Todo era posible.
—¿Qué ha ocurrido?
—Vaya, como si no lo supieras. —Decorah chasqueó los labios, en un intento por sorber parte del agua que le resbalaba por el rostro—. Coño, qué sed. —Cogió un recipiente de plástico que reposaba junto a la cabecera, sin fuerzas apenas para levantarlo. Consiguió colocar la taza de modo que pudiera chupar la pajita que sobresalía de la tapa. Hizo una mueca y se detuvo para quejarse:— El zumo de manzana está caliente. Sabe a vinagre.
A Beckett le divertía la actitud del hombre. Decorah sabía lo que era Beckett pero, dadas las circunstancias, no se sentía muy impresionado.
—No lo sé. Acabo de llegar a la ciudad.
—¿En serio? ¿Por qué no les pides a tus colegas que te pongan al día y me dejas dormir un poco, joder? —Decorah amagó un débil cabeceo en dirección a Pete—. ¿O es que ésta es una de esas movidas en las que me hacéis cantar de nuevo, para ver si me atengo a mi versión?
El tipo demostraba estar más alerta de lo que Beckett hubiera esperado, pero estaba hablando, que era lo importante.
—No voy con ellos. Me entiendo mejor con Klein, ya sabes.
—No, no sé. —Otro sorbo de zumo tibio; otra mueca—. Mira, me importa tres cojones quién seas. Como si conocías a Klein desde el colegio, me da igual. Todo se reduce a lo mismo: está muerto, para siempre, y no te voy a contar una mierda.
Lo que implicaba que tampoco les había dicho nada a los Brujah. Interesante. Aquello hizo que Beckett se preguntara por qué Decorah disfrutaba de la relativa comodidad de una habitación de hospital para él solo, en vez de estar soportando las peores torturas en cualquier sótano.
—Pete, ¿a qué viene este trato especial?
El ghoul Brujah se sorprendió al verse convertido en el blanco de una pregunta. Enfrentado a la penetrante mirada de Beckett, Pete descubrió que no confiaba tanto como Decorah en salir bien parado si cabreaba a un vampiro.
—No sé. Cuando nos enteramos de lo que había ocurrido, ya estaba aquí. Movieron algunos hilos para que lo metieran en una buena habitación y dieron órdenes para que se le mantuviese a salvo.
—¿Ha venido alguien a visitarlo?
—Joder, ya te digo —intervino Decorah, mientras Pete se limitaba a asentir con la cabeza—. Qué cabronazos, pero si os atropelláis los unos a los otros para correr a prometerme el sol y la luna si os cuento lo que ha ocurrido. Que se te vaya quitando de la cabeza, hombre. Esto no os va a salir mejor que antes. A ver si me entiendes, no creo que pueda salir peor parado, y lo que está claro que te cagas es que no me va a ir mejor.
Beckett esbozó una sonrisa. Aquel mortal conocía muy poco a los no-muertos si pensaba que no podía sufrir más que en su estado actual. Sin embargo, la tortura no era una táctica que empleara a menudo. Prefería la zanahoria atada al palo.
—¿Cuánto tiempo llevaba Augustus en Chicago? —preguntó a Pete.
El guardia vaciló pero, llegados a ese punto, era puro teatro, y ambos lo sabían.
—Entre tres y cuatro meses.
—Poco tiempo, pero ya se había establecido. ¿Hacía años que había colocado agentes, que había organizado una red?
Pete asintió con la cabeza, encorvándose como si pudiera desaparecer si conseguía encogerse lo suficiente.
—Pero tú —continuó Beckett, volviéndose hacia Decorah—, tú acababas de empezar a trabajar para él. Pongamos que hará cosa de un par de meses.
Decorah asintió, y profirió una maldición. No a causa del dolor, sino porque se le había escapado la información. Las drogas no lo habían vuelto estúpido, pero dificultaban el autocontrol.
—¿Cómo lo sabes?
—Podría decirte que lo sabía porque Augustus Klein y yo éramos íntimos y me lo contaba todo, para que supieras que puedes confiar en mí, pero lo cierto es que ha sido una suposición calculada. —Beckett se quitó los guantes, el roto primero, mientras pensaba en voz alta—. Esto sí que es curioso. Por lo que sé acerca de Augustus, elige a sus nuevos empleados con mucho cuidado. Prefiere trabajar por medio de intermediarios durante años, para comprobar el temple de sus subalternos. Me imagino que muchos nunca llegan a verlo en persona. Pero tú sí, y en el transcurso de escasos meses.
Decorah no asintió en esta ocasión. Beckett guardó los guantes en la zamarra, antes de embutirse los "nuevos".
—La pregunta es: ¿qué haría que una criatura tan cauta como Augustus revelara su presencia, cómo, su propia naturaleza, a alguien como tú? —Se volvió hacia Pete—. ¿Qué sabes de nuestro amigo?
—No mucho. Me llamaron para que me presentara aquí sobre las nueve de la tarde. Ah, Earl había estado vigilándolo desde que se enteraron de que lo habían traído aquí.
—Pero tu gente no lo había visto antes. Que tú sepas.
El ghoul se encogió de hombros.
—No creo. Earl es el que lleva la voz cantante; está enterado de todo, por eso siempre sabe dónde hay que estar al tanto, ¿vale? Pero sí, parecía que no conociera de nada a este tipo. "Uno de los hombres de Klein", eso es todo lo que dijo.
Beckett consideró la idea de buscar a ese tal Earl. Puede que más tarde, si no encontraba aquí lo que necesitaba.
—Te codeas con alguien, ¿no es así? —preguntó a Decorah—. Por tu modo de actuar, me parece que estás menos enterado que yo de los entresijos políticos de los Cainitas de esta ciudad, pero nos conoces, sabes lo que somos, aunque sea en términos generales. Eres...
—¡Jesús! ¡¿No será uno de esos cazadores?!
Pete ya se había incorporado de un salto y se había abalanzado sobre la cama. Su lealtad era digna de encomio, y su conclusión demostraba que era más perspicaz de lo que aparentaba. Así y todo, aun cuando Beckett no hubiera descartado ya la posibilidad, la evidente confusión de Decorah habría bastado para convencerlo. Agarró a Pete y lo vapuleó lo suficiente como para conseguir su atención, antes de volver a apuntar la mirada hacia la silla.
—No, no lo es. Sin embargo, sí que trabaja para alguien más.
—Es lo único que explica el comportamiento de Augustus. No alquilaría los servicios de alguien que iba a ocuparse de su seguridad personal ni siquiera por recomendación de uno de sus hombres de confianza. Tendrás que reconocer que esto es así. —Pete asintió con la cabeza; Augustus Klein no era el único que actuaba de ese modo—. Pero si te hubiese recomendado alguien en quien Augustus confiara de verdad, es decir, hasta donde somos capaces de confiar los de nuestra especie... en fin, ésa ya sería otra historia.
William Decorah se mantuvo impertérrito, pero no pudo controlar el rubor que se extendió por su rostro.
Beckett se acercó a la cabecera de la cama y se agachó, como si fuese a confesar una confidencia.
—Lo que no comprendo es por qué este amigo iba a recomendar a alguien que no estuviera versado en nuestra naturaleza. Cuando se trabaja a ese nivel, un criado de confianza ha de estar bien informado para que pueda proteger a su amo.
—¡Klein no era mi amo! —escupió Decorah—. ¡Yo sólo respondo ante Lobo Pálido! —Abrió los ojos de par en par y cerró la boca con un chasquido, pero el mal ya estaba hecho. Las drogas le habían soltado la lengua lo suficiente.
Beckett lanzó una mirada a Pete, que se encogió de hombros, igual de desconcertado.
—No había oído hablar de él en mi vida. Será otro indio, o uno de, ah, ya sabes... —Señaló a Beckett. Otro Gangrel, como él. Tal vez; por desgracia, aquel nombre no le decía nada. Su clan no elaboraba censos de población, y el nombre sonaba a la clase de alias genérico que podría emplear cualquier vampiro, Gangrel en particular. Todo por esa costumbre casi tribal que tenían de bautizarse, "Ranulf Corre Como el Viento" y cosas por el estilo.
Beckett se acodó en la barandilla metálica que flanqueaba la cama.
—Muy bien, William. Vamos progresando. A juzgar por tu expresión, infiero que tus celadores no conocen a este "Lobo Pálido", y que a ti te gustaría dejar las cosas como están. —El rubor abochornado y la torva mirada de Decorah lo confirmaban—. Tiene sentido; sólo les preocupaba lo que había ocurrido en la propiedad. Tienes suerte de que por el momento estén más interesados en mí. De lo contrario, se habrían tomado su tiempo para sacarte del cerebro todo lo que sepas. Y no lo digo en sentido figurado.
Se enderezó y abarcó la habitación con la mirada.
—Eso no quiere decir que no vayan a volver para una ronda más exhaustiva. Tampoco es que tú tengas prisa por acudir a una cita ni nada, ¿no?
Los ojos de Decorah eran dos puñales.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó, con voz gutural.
—¿Y si no estuvieras aquí para responder a sus preguntas?
—Vaya, así que ahora amenazas con matarme. Pensándolo bien, no es que me importe. Me harías un favor.
Beckett negó con la cabeza.
—Yo estaba pensando más bien en que salieras de aquí por tu propio pie.
La inhalación de sorpresa de Pete contrastó con los ojos entornados de Decorah.
—Antes muerto que convertido en uno de los vuestros.
Beckett encontró interesante aquel comentario, habida cuenta de la lealtad del hombre a ese "Lobo Pálido". De todos modos, no era a aquello a lo que se había referido, por lo que lo dejó correr.
—¿Ya sabes cómo funciona la sangre de un vampiro, William? Es algo muy poderoso, esta sangre. Nos confiere habilidades como sólo te puedas imaginar. Es una fuerza en sí, capaz de mucho más que sustentar a mi especie en esta parodia de vida. Tiene capacidad para destruir... y para sanar.
Pete estaba al borde de un ataque de nervios en la esquina, mientras que la expresión de Decorah había pasado a ser de suspicacia teñida de esperanza.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes lo que quiero decir. Al beber la sangre de un vampiro, un mortal puede recuperarse incluso de las heridas más graves, sin llegar a convertirse en no-muerto.
Beckett vio que Decorah ya había oído hablar de aquello, lo que al mismo tiempo confirmaba que Augustus no había compartido su sangre con él. En tal caso, Decorah habría sido su ghoul, y ya habría sido capaz de regenerarse, al menos en parte.
Una expresión calculadora iluminó el rostro de Decorah.
—¿Y qué es lo que quieres tú a cambio?
—Me parece que eso también lo sabes.
4
Beckett permanecía de pie junto a la ventana, con las cortinas abiertas de par en par, sopesando la historia de Decorah. Existía la posibilidad de que el hombre estuviera mintiendo, pero él no lo creía. Sabía ver en el fondo de las personas, y rara vez se había encontrado con un mortal que pudiera engañarlo. A eso había que añadir los calmantes y quién sabía qué más contra lo que luchaba Decorah por conservar la lucidez. No resultaba tan evidente cuando insistía en mostrarse altivo e ignorante, pero la tensión se volvía más aparente cuando intentaba reconstruir sus recuerdos.
Había relatado una historia breve pero sensata. Beckett suponía que cualquier intento de desinformación habría resultado obvio. Empero, sería una necedad no tantear en busca de incoherencias en su versión.
—Así que no pudiste ver bien al hombre que te atacó —comentó, observando el reflejo de la cama en el cristal.
—Nada que me llamara la atención. Ya te lo he dicho: me di la vuelta cuando oí los primeros disparos y ahí estaba, un tipo blanco más o menos igual de alto que yo, vestido de negro. Entiende que estaba muy ocupado volando en dirección a la pared.
—Pero pasó corriendo junto a ti cuando estabas en el suelo. ¿Tampoco viste nada en ese momento?
—Me rompí la espalda cuando aterricé encima de aquel puñetero buzón de ladrillo. Eso acaparaba mi atención, ¿sabes?
Beckett volvió la cabeza.
—¿No te viene nada a la cabeza? ¿Ni siquiera los zapatos que llevaba? Aunque estuvieras tendido en el suelo retorciéndote de agonía, a lo mejor te fijaste de pasada en su calzado.
—Bueno... puede ser. —Una pausa mientras Decorah escarbaba en el fango de su memoria—. Sabes, me parece que llevaba zapatos de vestir. De charol, no sé.
—¿En serio? Hmm. Así que el atuendo negro bien pudiera haber sido un traje de vestir, y no ropas paramilitares. —El reflejo de Decorah asintió con la cabeza—. Pero todos los miembros del grupo que se fueron antes de la explosión iban vestidos con trajes de combate.
—El sol caía de pleno sobre ellos mientras se alejaban, así que estoy más que seguro.
—Pero no sabrías decir si la persona que se llevaban estaba viva o no.
—Tío, ya no sabía qué hacer para que el dolor no me dejara inconsciente. Pasaron corriendo paralelos a la carretera. Lo único que te sé decir es que cargaban con alguien. Al principio pensé que podría tratarse de Klein, pero ya había salido el sol.
Beckett asintió. Estaba seguro de que los cazadores habían tendido una emboscada a Augustus Klein. Tras relacionar lo que había observado en la propiedad con lo que el bueno de Decorah había sido capaz de contarle, no tenía aspecto de tratarse de un ajuste de cuentas entre clanes, ni de nada que quisiera hacer cualquier otro tipo de ser sobrenatural. Aquel era el quid, claro está: sobrenatural. Todo aquel asunto (a excepción de la figura vestida de negro que había arrojado a un adulto por encima de un muro de tres metros de alto) sonaba demasiado mundano. Incluso los vampiros llevaban pistolas, pero solían emplearlas tan sólo como refuerzo, al menos contra sus congéneres. Además, una batida al amanecer parecía el tipo de cosas que harían los mortales contra un enemigo no-muerto.
Lo que le inquietaba era aquel hombre vestido de negro, el hombre de los zapatos de charol, el hombre que se había ido de allí antes que el grupo... el hombre dotado de una fuerza sobrehumana que se paseaba a plena luz del día.
Critias y Khalid se equivocaban con respecto a los Gangrel, pero puede que, después de todo, no anduvieran tan desencaminados.
—Me has sido de gran ayuda, William. Ahora, supongo que me toca a mí.
Se apartó de la ventana y se acercó a la cama, reparando en la expresión de desconfianza de Decorah, así como en la de nerviosismo de Pete. Aquí era donde entraba en juego el engaño, desde luego. Decorah esperaba que Beckett se marchara o que lo matara, mientras que ésta última era la suerte que esperaba correr Pete. Se concentró en William, abarcándolo con la mirada.
—Como dije antes, tendrás que beber mi sangre para sanar. Ingiérela y concéntrate en tus heridas. Piensa en recuperarte, en nada más. Sentirás una calidez que se extiende hacia el lugar donde estés herido. Siempre y cuando no haya transcurrido demasiado tiempo y el daño no esté más allá de toda reparación, debería bastar para que vuelvas a caminar.
—No sé qué daño podría ser más irreparable que una espalda rota —roncó Decorah.
—Todo es relativo. —Beckett extendió el brazo izquierdo y alzó la muñeca. Tras extender la garra de su dedo índice, sajó la fría carne y hundió la afilada garra algunos centímetros. Manó la sangre, rica y oscura. Beckett giró la muñeca y dejó que la sangre goteara en la taza de Decorah, que éste había vaciado de zumo hacía tiempo, durante el transcurso de su entrecortado relato. Con un esfuerzo de voluntad, Beckett urgió a la sangre a correr por sus venas. El goteo se convirtió en un reguero que tamborileó contra el plástico a rítmicos borbotones con los renovados latidos de su corazón.
Ése fue el momento que eligió Pete para actuar.
El ghoul debía de haber recurrido a la sangre de vampiro de su interior, puesto que avanzó hacia la puerta a una velocidad sobrenatural. Beckett había estado esperando que Pete intentara algo, bien fuera huir o atacar. Tenía sentido; allí estaba la supuesta alianza enemiga: un antiguo Gangrel de acuerdo con el lacayo de otro. Según los cálculos de Pete, aquello implicaba que se desharían de él al término de la reunión, para el que ya no quedaba mucho.
A Beckett se le había pasado la idea por la cabeza, pero había acabado por desecharla. Necesitaba a Pete con vida.
Decorah debía de haberse imaginado que Pete se abalanzaba sobre él, antes de que el ghoul se convirtiera en un borrón que transpuso la puerta y desapareció por el pasillo. Beckett vertió un borbotón más de sangre en el recipiente, antes de cerrar la herida gracias a otro esfuerzo de voluntad. El goteo de vitae se redujo hasta detenerse. Decorah miró sorprendido la puerta entreabierta, y con suspicacia a la taza y a Beckett, que estaba enfundándose los guantes de nuevo.
—Tú eliges, William —Dicho lo cual, Beckett desapareció.
A Beckett ni se le había pasado por la cabeza intentar dar alcance a Pete. Lo que pretendía era actuar ante cualquier posible cámara de seguridad y Nosferatu escondido. Quería que tanto Critias como Khalid, y sus respectivos congéneres, supieran qué había visto Decorah. Era la mejor manera de desmentir su teoría sobre los Gangrel. Permitir que Pete huyera los predispondría a no tener en cuenta nada de lo que les contara, de ahí que fingiera aquella escena de persecución.
Se sentía debilitado a causa de la pérdida de sangre, por lo que tenía una excusa para no esforzarse demasiado. Empero, se movía a gran velocidad, su oído preternatural recogía el chasquido de una puerta en el hueco de la escalera y el apagado martilleo del rápido descenso del ghoul. Beckett continuó la cacería, cubriendo los tramos de escalones como una exhalación. Había alcanzado el rellano de la tercera planta cuando oyó que la puerta de la planta baja se abría de golpe. Aceleró, entreabrió la puerta, asomó la cabeza y atisbo en ambas direcciones (inmerso en el melodrama). Nada. Podía escuchar los pasos que se alejaban, en dirección al aparcamiento para empleados, a juzgar por el sonido. Se quedó en el recibidor, olisqueando el aire con ostentación antes de cruzar la estancia en dirección al aparcamiento principal para visitas, que daba la casualidad de encontrarse en la dirección opuesta.
Un minuto después, Beckett se encontraba en el exterior, oteando en busca de Pete y profiriendo unas cuantas maldiciones en aras de la credibilidad. Cuando le pareció que ya podía dejar de actuar, trotó hacia el norte hasta adentrarse en las tinieblas, de regreso a la propiedad de Augustus Klein.
Se detuvo junto a la verja de la finca, haciendo caso omiso de la cinta policial de color amarillo que pendía atravesada en la reja. Allí, en un túmulo de nieve apilada en la cuneta, había una pequeña estructura de piedra. Por su aspecto hubiera podido confundirse con un diminuto horno de ladrillo, pero Beckett vio que albergaba un buzón. La nieve estaba apelmazada por las pisadas en la parte trasera, en el espacio que mediaba entre el muro y la caseta. A tenor de su aspecto, era de suponer que Decorah podría haber aterrizado allí, donde se rompió la espalda contra los intransigentes ladrillos. Si después había rodado de costado... sí, bien pudiera haber yacido de cara a la calle, despatarrado en la nieve. Cualquiera que pasase por allí podría haberlo visto, aquella era la única razón por la que seguía con vida, puesto que los bomberos o los paramédicos debieron de haber reparado en él cuando aparcaron frente a la entrada. Mas los cazadores, concentrados en abandonar la escena del crimen como alma que lleva el diablo, lo habrían pasado por alto o le habrían dado por muerto.
Así pues, si Decorah había sido testigo de su huida, ¿de dónde había venido y hacia dónde se habían ido? Decorah sostenía que había perdido el conocimiento, por lo que bien pudieran haber formado un corro a su alrededor y bailar una giga, que Beckett no tenía forma de saberlo. Asumiría que habían escapado corriendo de la zona. Anduvo por la orilla de la carretera que discurría junto a la propiedad, escudriñando la nieve en busca de indicios de tránsito. Le resultaría más fácil en forma de lobo, pero ya había tenido bastantes transformaciones por una noche.
Lo encontró cincuenta metros más adelante: un trozo de nieve revuelta por varias pisadas. Incluso había salpicaduras de rojo oscuro. La policía tendría que haber estado ciega, o en la nómina de los Cainitas, para haber pasado por alto algo así. Se arrodilló y cogió un puñado de nieve teñida de escarlata. Un lengüetazo le bastó para corroborar que se trataba de sangre, congelada durante casi un día, pero inconfundible al selecto paladar de un vampiro. Se sobrepuso a un escalofrío reflejo provocado por el sabor. Su Oído le decía que seguía solo, por lo que no se molestó en mirar en rededor antes de superar el muro de un salto. Aterrizó clavando los talones y anduvo al trote hacia el sendero embaldosado que comunicaba la casa con la piscina.
Encontró los brazos de Augustus donde los había dejado. Al igual que él, los Brujah no los habían considerado importantes. El Nosferatu que los había estado siguiendo debía de haberlos espiado a cierta distancia, de lo contrario se habría escabullido con los brazos como hiciera con la cabeza. Beckett cogió el brazo derecho y se llevó la zarpa crispada a la nariz. Aspiró y captó el tenue pero inconfundible aroma cobrizo de la sangre. Sacó la lengua y lamió debajo de las uñas. La retiró embadurnada de trocitos de carne y guijarros incrustados. Carne mortal, con sangre mortal. La misma sangre que había catado al otro lado del muro.
Al parecer, Augustus había conseguido herir al menos a uno de los cazadores antes de que lo destruyeran. ¿Lo habría matado? Lo dudaba. En tal caso, los cazadores habrían hecho mejor en abandonar a su compañero abatido para que fuese consumido por las llamas. Así pues, ¿adonde llevarían los mortales a alguien tan gravemente herido que había que cargar con él?
A un hospital, desde luego.
Supuso que sería demasiada coincidencia que encontrara a su objetivo en los Hermanos Alejandrinos, aunque sólo fuera porque estaba seguro de que los Cainitas habrían peinado la zona tras escuchar las noticias y elegir sospechosos. En cualquier caso, ahora no era el momento de regresar a hacer comprobaciones. Seguro que habría más esbirros de los Brujah examinando el lugar para ver si él seguía allí e intentar acorralar a Decorah... si es que el hombre se había bebido la sangre y había utilizado su potencia para regenerarse la columna. Cayó en la cuenta de que, de no ser así, los Brujah dispondrían de una muestra de la sangre de Beckett. Muy pocos conocían los secretos de la magia de la sangre, incluso entre los Cainitas. Los Brujah no eran célebres por entregarse a tales prácticas... ni tampoco los Gangrel, ya puestos, aunque Beckett había aprendido un par de trucos a lo largo de los siglos. Siempre existía el peligro. Tendría que haber derramado la sangre en la boca del hombre... o, mejor aún, no tendría que haberle dado nada. Se enfureció consigo mismo. ¡Menudo error de principiante! Había estado tan absorto en la resolución del rompecabezas que había bajado la guardia. Obligó a la Bestia a retroceder tras un minuto de intensa lucha interior. No le quedaba sino esperar que Decorah fuese todo lo que parecía, y que hubiera ingerido la sangre como le había instruido. Por muchas vueltas que le diera al asunto, ya no podía hacer nada al respecto.
La idea de la magia de la sangre encendió la chispa de la inspiración y se olvidó de su furia abrasadora. Conocía algunos ritos taumatúrgicos; tal vez uno de ellos le resultara de utilidad ahora. No iba a resultar sencillo, teniendo en cuenta la escasez del material. Si consiguiera la suficiente materia prima que necesitaba.
Dos horas más tarde, Beckett estaba todo lo preparado que podía esperar. El sol saldría dentro de un par de horas, y sentía cómo el agotamiento acechaba en la linde de su consciencia. Los numerosos empleos de sus disciplinas vampíricas en una sola noche lo habían dejado rendido. Sin embargo, no pensaba aplazar el ritual. Perdería demasiado tiempo. Quizá no pudiera conseguir la esencia necesaria para la próxima puesta de sol.
Los brazos de Augustus yacían ante él, en el interior del viejo molino derruido que había elegido como guarida, tan limpios de tierra como le había resultado posible; también había un montoncito de nieve empapada de sangre, dentro de un cuenco de plata que llevaba en su zamarra. Había seguido el rastro de las gotas de sangre hasta un pequeño soto próximo a la propiedad (donde las rodadas de neumáticos atravesaban los dispersos parches de nieve hasta alcanzar la carretera), recolectando hasta la última gota que le fue posible. Así y todo, constituía una cantidad exigua para activar la magia. Tendría suerte si disponía de un único intento. Aquella noche se había esforzado mucho, e incluso el tipo de taumaturgia menor que pretendía realizar lo colocaría al límite de sus fuerzas.
Comenzó el conjuro. Un susurro brotó de sus labios mientras concentraba su voluntad. Beckett arrancó de cuajo el dedo índice de la mano derecha de Augustus, y luego procedió a colocar juntos los brazos, con las palmas hacia arriba. En ellas depositó el cuenco, tendiendo el dedo en lo alto del montón de nieve ensangrentada. Se rajó las palmas con una garra extendida y levantó las muñecas de modo que sus manos imitaran la posición de las de Augustus.
La nieve saltó por los aires de repente en un estallido de humo cuando su sangre se hubo vertido en el recipiente. Continuó con su conjuro musitado, con los ojos clavados en la sangre que borbotaba. El dedo se había teñido de escarlata y amenazaba con volcar el pequeño cuenco mientras chapoteaba en el hirviente fluido. Se concentró para cerrar las heridas de sus manos, pero no hizo ademán de contener al dedo espasmódico. A despecho de los vaivenes del recipiente, permaneció en su interior. Beckett se mantenía inmóvil, a excepción de los labios, que aceleraban sus movimientos como si la velocidad controlara la cantidad de calor que se canalizaba hacia el cuenco de plata. Al cabo de un minuto aproximado, la sangre se hubo evaporado, dejando el recipiente limpio y el dedo teñido de rojo oscuro, casi granate. Exhaló una bocanada de aliento purificador y bajó los brazos, antes de recuperar el dedo de Augustus. Lo depositó en la palma de su mano y lo sostuvo a la altura de los ojos. Por espacio de algunos segundos, no ocurrió nada. De improviso, el dígito cobró vida, semejante a un horripilante gusano. Flexionó los nudillos para moverse sobre la palma de Beckett, hasta detenerse cuando hubo variado su posición inicial en unos veinte grados.
El dedo señalaba hacia el sudeste. Hacia la ciudad de Chicago.
Beckett sonrió. Los cazadores se habían convertido en la presa.
A la noche siguiente, Beckett se despertó alrededor de las cuatro de la tarde; solía abrir los ojos antes de que hubiesen desaparecido los últimos rayos de sol, y oscurecía temprano en el medio oeste durante el invierno. Pese a encontrarse consciente, la hora y la actividad de la jornada anterior le estaban pasando factura. Remoloneó en la guarida que había elegido, paseándose de un lado a otro para matar el tiempo hasta que hubiese oscurecido lo suficiente como para aventurarse en el exterior.
Prestó atención a los toques de atención del dedo que llevaba colgado al cuello. El dígito de Augustus estaba atado a un cordón trenzado con el cabello del propio Beckett. Se revolvía con cada cambio de dirección, apuntando siempre hacia su objetivo.
Poniente seguía siendo un borrón abrasado cuando Beckett emprendió la carrera hacia el sudeste, de nuevo en forma de lobo. La tarde era un poco cálida para esa estación del año, pero Beckett podía oler una tormenta a escasos días de distancia. Se atuvo a las sombras mientras recorría al trote un paisaje cada vez más urbano. Su forma humana resultaba menos conspicua, desde luego, pero para cubrir largas distancias en poco tiempo, no había nada como la poderosa zancada del lobo. En cualquier caso, vio a pocas personas por el camino, sin preocuparse de que ellas lo vieran a él. La mayoría lo descartaría tomándolo por un espejismo o por un perro callejero.
El dedo de Augustus propinaba tirones cada vez más insistentes, alertando a Beckett de que se estaba aproximando. Se detuvo en seco, con el lomo erizado y enseñando los dientes, presintiendo peligro. Lo inundaba una tremenda sensación de intranquilidad. Una amenaza acechaba frente a él, algo poderoso y letal que podría superar incluso a un antiguo como él. Mientras se paseaba de un lado para otro como si tuviera delante una valla invisible, Beckett reparó en que el vecindario debía de haberlo presentido a su vez. Las calles estaban vacías, ni siquiera se veía tráfico rodado, y su agudo oído captaba el atronador sonido de televisores y radios a todo volumen, pero ninguna conversación. Se imaginaba a los mortales acurrucados, silenciosos y atemorizados, como si se ocultaran de algún gran depredador.
Le sorprendió darse cuenta de que le apetecía imitarlos. No quería ir donde indicaba el dedo. Deseaba encontrar un lugar seguro donde esconderse del peligro.
En ese momento, como si alguien hubiera pulsado un interruptor, la sensación desapareció.
Beckett se desentumeció. Seguía sintiéndose intranquilo, aunque por otro motivo. Quería saber quién o qué era capaz de inspirar tanto pavor. Él no era ningún cobarde pero, teniendo en cuenta las amenazas a las que se enfrentaba su especie, su clan y, de un tiempo a esa parte, él mismo, era recomendable actuar con prudencia. Fuera lo que fuese, había desaparecido, y pasearse por el patio de algún vecino no iba a proporcionarle ninguna respuesta.
Corrió como una exhalación entre los bloques residenciales, con el dedo de Augustus conduciéndolo hacia su objetivo. Estaba convencido de que ya casi estaba encima de él, cuando captó el olor acre del humo. Beckett había reducido el ritmo hasta convertir su galope en un trote, por lo que evitó estrellarse de cabeza con el hombre que irrumpió de repente al doblar una esquina. Ambos se detuvieron en seco, dos figuras negras separadas por no más de un puñado de metros en un estrecho callejón empleado para la recogida de basuras y para alojar los garajes que dividían el bloque en dos. Beckett podría haber pasado corriendo junto al hombre, proporcionándole una historia que contar a sus amigos, de no ser porque sentía que aquel no era un mortal.
Hedía a muerte, a muerte antigua y al frío de la sepultura. Llevaba consigo el olor de la pólvora y de la gasolina, de la sangre derramada y del fuego.
Beckett cargó el peso de su cuerpo sobre los cuartos traseros; arqueó el lomo, con el pelaje erizado; sus colmillos centellaban blancos contra su piel, con un brillo que rivalizaba con sus ojos escarlatas. Un ronco gruñido emanó de su garganta, semejante al de un poderoso motor en punto muerto. El dedo amuleto de Augustus tiró de él, golpeándole la quijada extendida, apuntando hacia el hombre.
Por su parte, el desconocido parecía más risueño que otra cosa. Iba vestido de negro, aunque su atuendo era más refinado que un abrigo de piel. Un largo gabán como la medianoche pendía sobre un traje como el carbón; tenía el pelo negro despeinado a causa de la carrera. Beckett reparó en los azabaches zapatos de charol.
—Menudo cabronazo estás hecho, ¿eh? A ver quién es el guapo que te lleva a la perrera —dijo el hombre, mientras avanzaba hacia un lateral. Beckett también varió su postura, manteniendo la equidistancia respecto al desconocido—. Mira, no me apetece hacer de comida para perros, así que, ¿por qué no te largas?
Beckett sintió la fuerza de aquellas cinco palabras igual que si le hubieran propinado un mazazo. No reparó en que el ojo del hombre emitía un fulgor verde, tan concentrado estaba en alejarse. Hubo recorrido medio callejón del siguiente bloque antes de recuperar el control de sí mismo. El hombre ya era una silueta tragada por las sombras del callejón, más pequeña y menos visible por segundos. Beckett sabía que tendría que perseguir a la figura, que el hombre del abrigo negro le proporcionaría las respuestas a muchas preguntas. Descubrió que no podía retroceder ni un solo paso. Aquel hombre... salvo que no era un hombre, sino algo muerto. Tampoco un vampiro; el olfato lobuno de Beckett había captado que el olor, aunque similar, resultaba distinto sin lugar a dudas. Un cadáver ambulante. Uno de los muertos sin reposo. Había manipulado la mente de Beckett, había sojuzgado su voluntad. Una rabia carmesí le nubló la vista, la furia por haberse visto dominado igual que un mequetrefe mortal, ¿y por qué? Por una patética parodia de no-muerto.
Aulló de frustración, sediento de venganza, pero incapaz de obligar a su cuerpo a ejecutarla.
La ira de Beckett disminuyó después de que se hubiera arrojado contra un contenedor de basura. Sus oídos, sordos por un tiempo a todo lo que no fueran sus rugidos ultrajados, captaron las estridentes sirenas de los camiones de bomberos. Olió el fuego, ahora que se había calmado lo suficiente para reparar en él. En alguna parte se había desatado un gran incendio.
Lo mejor que pudo, se sacudió de encima el encuentro con aquel ser muerto y se cobijó en las tinieblas para recuperar su forma humana. Mientras salía del callejón, reparó en una mujer humana que lo espiaba al amparo de las cortinas mientras hablaba por teléfono. Abrió los ojos de forma desmesurada cuando lo vio, y se le ocurrió que tal vez había sido testigo de su transformación. La mujer se apartó de la ventana y, al momento, se abrió una puerta.
—¡Oiga, será mejor que salga de ahí! —exclamó la desconocida, con los ojos enloquecidos tras la rendija del vano—. He visto a un lobo que se abalanzaba sobre ese contenedor. Estoy intentando localizar a los de Control de Animales para que vengan. ¡Me parece que tenía la rabia!
—¿El contenedor? —inquirió Beckett, socarrón.
—El lobo, ¡No es broma! —repuso la mujer, al tiempo que cerraba la puerta de golpe—. ¡No me venga buscando si se le echa encima!
Beckett meneó la cabeza y miró en la dirección que le indicaban los insistentes tirones del dedo de Augustus. No se sorprendió al descubrir que lo guiaba hacia el incendio.
Se encontraba a una distancia prudencial, a pesar de que todos sus instintos le gritaban que no estaba lo bastante lejos. La Bestia de su interior clamaba por echar a correr y poner tanta distancia como resultara posible entre el fuego y él. Sus nervios se crispaban ante el mero espectáculo de las llamas devoradoras. El azoramiento que le producía la derrota a manos del hombre del abrigo negro alimentó su resolución. Que su naturaleza animal gimoteara y se estremeciera; se sobrepondría al miedo que intentaba inspirarle el fuego.
Comenzaba a congregarse una multitud en las proximidades del edificio en llamas, un bloque de cuatro pisos sin ascensor, con fachada de ladrillos, pero con madera de sobra para alimentar al fuego. La primera cisterna ya había llegado, y los bomberos, vestidos de amarillo con bandas refractarias, se disponían a entrar en acción. Otra cisterna y una ambulancia se abrieron paso mientras el primer vehículo seguía aproximándose al edificio; minutos más tarde aparecía un tercer camión de bomberos. Beckett atisbo entre los resquicios que separaban a los curiosos mientras aparcaban los vehículos; parecía que un par de personas había conseguido salir. Los paramédicos se encaminaron en fila india hacia la calle donde estaban tendidos los supervivientes, mientras algunos bomberos se aventuraban a trasponer los escalones de entrada... para reaparecer transcurridos algunos minutos. El fuego se había propagado demasiado e imposibilitaba cualquier intento de rescate; lo único que podían hacer era intentar contenerlo. Como correspondía a una ciudad con un historial de incendios tan espectacular como el de Chicago (al menos, había habido uno grande de veras), los bomberos estaban bien entrenados para aislar la deflagración e impedir que se extendiera por la vecindad.
El dedo seguía dando tirones en su cuello, señalando hacia el fuego. Beckett se quitó el collar y se metió el amuleto en el bolsillo. Ya llamaba bastante la atención llevando gafas de sol en medio de la noche; no le hacía falta que los vecinos repararan en el dedo teñido de sangre que bailaba sobre su pecho.
Al parecer, el muerto había despachado a los mismos cazadores con los que colaborara la mañana anterior en la finca de Augustus. A menos que no trabajaran juntos; era posible que también estuvieran persiguiendo al zombi. Mas, en tal caso, ¿qué era lo que había ido a hacer a casa de Klein? Beckett dudaba que Augustus Klein quisiera mantener tratos con una criatura así; pocos de los de su especie tenían paciencia con aquellas parodias de vida. A no ser que no hubiera sabido que el ser era un cadáver. Resultaba posible; si Beckett no hubiera captado su olor con su hipersensible olfato de lobo, podría haberlo confundido por el de un camarada Cainita. Aunque partiera de ese supuesto, seguía sin discernir qué era lo que se proponía el hombre de negro. Ahora que la pista de los cazadores lo había conducido a una vía muerta, lo que más le apetecía era buscar al zombi. Podría seguir su rastro, pero sentía aún los posos de la compulsión, y sabía que se detendría en seco en cuanto se acercara.
Mientras se debatía sobre cuál sería su próximo paso a seguir, vio que la ambulancia se alejaba rauda, con las sirenas a todo volumen, cediendo el testigo a media docena de coches de la policía. Se replegó aún más en las sombras que proyectaba el fuego y sopesó las probabilidades de encontrar al muerto. No tenía forma de saberlo con seguridad, pero presentía que la orden de mantenerse a distancia no duraría para siempre. Quizá resultase útil seguir el rastro hasta donde le fuera posible y hacerse una idea de dónde se ocultaba aquel ser. Al cabo, cuando hubiese recuperado el control de su voluntad, le haría una visita por sorpresa al muerto.
Estaba a punto de adentrarse en la noche cuando reparó en una mancha roja a sus pies. El dedo debía de haberse caído del bolsillo. Llegados a aquel punto, no era más que una bagatela, dado que el objetivo que tenía que rastrear ya estaba muerto, pero no le hacía gracia dejar dedos de vampiro tirados por ahí. Se acuclilló para recogerlo y vio que el dígito sufría un espasmo. Abrió mucho los ojos tras las gafas de sol. El talismán seguía funcionando; debía de haberse arrastrado fuera del bolsillo. El cazador seguía con vida pero, ¿dónde?
Levantó la cabeza y escrutó la zona hacia la que señalaba el dedo. Se alejaba del incendio, el cazador estaba escapando. Si bien se había distraído, no recordaba haber visto a nadie que se escabullera, y se habría percatado del intento por pasar desadvertido de un mortal. Así pues, ¿cómo...?
La ambulancia.
Esbozó una sonrisa. Según parecía, el zombi no había sido todo lo concienzudo que le hubiese gustado.
Beckett rodeó la casa, avanzando de parapeto en parapeto, ateniéndose a las sombras, sin apartar los ojos del lugar en ningún momento. Aunque ya no era tan poderosa como al principio, la compulsión del muerto aún permanecía; no podía aproximarse más. Estaba seguro de que era cuestión de tiempo que pudiera zafarse del veto de una vez por todas. Lo más importante era que había seguido el rastro del zombi hasta su refugio.
Ya había comprobado que la ambulancia se había dirigido al hospital del condado de Cook, no muy lejos del incendio, hacia el sur. Recuperar y seguir el rastro del zombi se veía dificultado por el hecho de que no podía atenerse a las carreteras por tiempo indefinido. Un enorme lobo negro que corriera a sesenta kilómetros por hora en la interestatal tenía muchas probabilidades de llamar la atención. La pista había avanzado hacia el norte durante un par de horas, hasta desembocar en una pequeña comunidad a orillas de un lago. El lugar al que se había dirigido la criatura era un buen ejemplo del estilo de arquitectura itálica. Se trataba de un enorme edificio de dos plantas (tres, si se contaba el espacioso ático rematado por el amplio tejado inclinado). La fachada principal era estrecha, estaba provista de una entrada techada a un lado y ocupada por lo demás por grandes ventanales. La casa se extendía en dirección al lago, con un enorme solario cerrado en cada piso, con vistas al agua. La estructura ponía extensos jardines de por medio que la apartaban de la carretera, resguardados por una precisa hilera de abetos que flanqueaba a la propiedad. El terreno en declive de la parte trasera conducía hacia el lago; un sendero serpenteaba hasta un cobertizo para botes que se levantaba en la congelada orilla. No parecía que la zona fuese un hervidero de actividad. Se preguntó si se trataría de un vecindario vacacional. Si lo que la criatura deseaba era pasar desapercibida, no había elegido un mal sitio.
Imprimió las características de la casa y sus alrededores en la memoria. Tras una última ronda de reconocimiento, se hubo formado una buena idea de cuáles eran las vías de acceso más practicables. Se encontraba a cierta distancia de Chicago, pero se resistía a dar la noche por concluida; ni siquiera eran las doce. Tenía la certeza de que el cazador que había estado rastreando había sido internado en el hospital, pero prefería cerciorarse. A juzgar por la posición de la luna, creía que podría haber regresado a la ciudad pasada la medianoche. Eso debería darle tiempo suficiente para alimentarse y reunir algunos detalles referentes a la persona que había sido evacuada de las llamas. Ya se había pasado la hora de las visitas, pero en el mostrador de admitidos dispondrían de toda la información que le hacía falta.
Dio un ligero rodeo en el camino de vuelta para aprovecharse de un motorista que había aparcado en un área de descanso. Siempre que le era posible, procuraba dejar con vida a los recipientes de los que se alimentaba. La euforia del mordisco del vampiro difuminaba sus recuerdos de lo ocurrido, y la sangre de su saliva bastaba para cerrar las heridas ocasionadas en el proceso. No obstante, como lobo, Beckett practicaba sus libaciones de una manera mucho más salvaje que en su forma humana, y menguaba la compasión que sentía por los mortales. Al menos, el inopinado motorista tuvo una muerte rápida.
Beckett llegó a la sala de emergencias del condado de Cook poco después de la una de la madrugada, con las mejillas rubicundas a causa de la cena, sin que su aspecto difiriera del de cualquier otra persona que saliera del frío. Urgencias era un hervidero, pero distaba de ser la casa de locos que se había esperado. Parecía que el incendio era la crisis del momento, aunque ya llevara algún tiempo bajo control. Unos cuantos corrillos de gente apestaban la sala de espera con su olor a humo, mezclados con un puñado de personas afectadas de heridas de menor consideración que aguardaban a que llegase su turno para ser atendidas.
Beckett se acercó al mostrador de admisiones y atrajo la atención de una recepcionista joven y ojerosa.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó, con la mirada fija en sus gafas de sol.
Ya había preparado una excusa para las gafas, pero decidió omitirla por el momento.
—Sí. Esta tarde se ha producido un incendio el edificio donde vive un amigo mío.
—Sólo tenemos unos cuantos heridos, señor. —Chasqueó los labios y se encogió de hombros—. No le puedo facilitar sus nombres, pero si usted me dice cómo se llama su amigo, comprobaré si se cuenta entre los que han ingresado.
—Eli Warren. —Como nombre no valía gran cosa, pero eso era lo de menos.
—Vale. Sólo ha ingresado un hombre procedente del incendio, pero no se llama Warren. —Volvió a encogerse de hombros e hizo un gesto para abarcar el entorno—. He oído que trabaja aquí. El paciente, digo, no su amigo.
Beckett frunció el ceño. Resultaba curioso que el cazador fuese médico. Tal vez sus estudios de medicina lo habían llevado a cruzarse con víctimas de vampiros. A no ser que el amuleto estuviera siguiendo la pista a una mujer. Interesante de por sí. Se percató de que la recepcionista estaba diciendo algo, con el rostro compuesto en una máscara de conmiseración.
—...enterado de nada. Es posible que se hayan llevado a su amigo a otro hospital. O que ni siquiera estuviera en casa cuando empezó el incendio, ya sabe.
Beckett compuso una sonrisa forzada.
—Sí, claro. Los otros pacientes que han ingresado, espero que se encuentren bien.
—Entienda que no puedo darle ningún detalle. Sin embargo, me parece que no hay nadie en estado crítico. —Le dedicó una mirada calculadora—. Me he fijado en su acento. ¿De Inglaterra o algo?
—Bélgica —repuso, por decir algo.
La joven frunció el ceño.
—Anda, es la primera vez que conozco a un belga. O sea, que sí que es un país.
—Pequeñito, cerca de Francia. —A Beckett no le apetecía flirtear con una mortal, y menos con alguien que carecía de las nociones básicas de geografía. Ya se había enterado de todo lo que podía, por lo que dio las gracias y se retiró. Camino de la salida, reparó en que uno de los pacientes en espera le observaba con algo más que interés casual. Un asiático fornido que se cubría con una gorra negra de lana y una gabardina apartó los ojos de él en cuanto Beckett se dio la vuelta. A punto estuvo de tomarlo por simple curiosidad ante alguien que llevaba gafas de sol por la noche. Hasta que se fijó en el porte del hombre. Inclinado hacia delante, con las rodillas algo flexionadas, cargando el peso del cuerpo sobre los talones, las manos lasas a los costados. De nuevo, los ojos que vagaban por la estancia para detenerse en Beckett por un segundo.
Beckett aminoró el paso. ¿Uno de los hombres de Critias o de Khalid, que volvía a seguirle la pista? O tal vez alguien perteneciente a cualquiera de los otros clanes de vampiros. Un ghoul, si acaso; su aspecto era demasiado rubicundo y, en fin, demasiado vivo como para tratarse de un Cainita. Entonces se acordó de que el hombre ya estaba antes en la sala de espera. No podía haber sabido que aparecería Beckett, no a ciencia cierta. Por consiguiente, no se encontraba allí a causa de Beckett. ¿Coincidencia y simple curiosidad? A juzgar por el modo en que lo seguía con la mirada el hombre de la gorra negra, Beckett estaba seguro de que se trataba de algo más.
Se detuvo y se inclinó sobre un surtidor de agua, lo que le permitió fijarse mejor en el hombre. Fingió que tragaba mientras el agua le resbalaba por los labios, y vio que el hombre fruncía el ceño. Interesante; le extrañaba que Beckett bebiera agua. Se enderezó y se secó la boca con el dorso del guante, antes de encaminarse de nuevo hacia la salida. Ahora tocaba esperar a ver si el hombre le seguía. Se lo llevaría lejos de ojos indiscretos y encontraría algunas respuestas.
Un joven de color salió del aseo, frente a él. Se apartó de su camino para esquivarlo y aprovechó la ocasión para girarse por última vez y fijarse bien en el hombre de la gorra de lana. Había comenzado a caminar, pero se detuvo cuando el joven encaminó sus pasos hacia él.
Beckett salió en dirección al puesto de urgencias, considerando sus opciones. El amuleto indicaba que el cazador se encontraba en algún lugar del Condado de Cook. Hubiese preferido que el rastro de la res lo condujera a un emplazamiento más permanente, y seguía sin conocer la identidad concreta del hombre (o de la mujer, aún no lo tenía nada claro). En cuanto a lo primero, tenía una idea más que aproximada de dónde estaba el hogar del cazador pero, dado que había quedado reducido a un cráter humeante, no le servía de mucho. En lo que se refería a lo segundo, conocer su identidad le sería de ayuda, pero importaba poco mientras el dedo de Augustus pudiera indicarle el camino. El cazador se encontraba en observación por el momento; aun cuando Beckett consiguiera acercarse a la cama de la res (y no le entusiasmaba la idea de volver a recorrer pasillos de hospital), quizá el mortal ni siquiera fuese capaz de mantener una conversación coherente, dependería de la gravedad de las heridas sufridas. Lo mejor sería recuperar el rastro cuando le hubieran dado de alta. El amuleto guiaría a Beckett allá adonde fuese el objetivo durante todo un ciclo lunar; podía permanecer a la espera y dejar que su presa lo condujera hasta todos sus amigos cazadores de monstruos.
El zombi constituía una complicación, y una frustración. A Beckett le interesaba descubrir qué papel desempeñaba en aquella trama. Aunque no pudiera acercarse a él por el momento, al menos había descubierto dónde habitaba la criatura. Volvería a seguirle el rastro cuando estuviese seguro de que se había sacudido de encima las últimas trazas de la influencia del ser.
Podía recurrir a Critias y a Khalid, pero se olvidó de esa opción. Tenía la certeza de que ellos habían conseguido reunir menos piezas del rompecabezas que él. Lo mejor sería desentrañar el misterio y ofrecerles la solución (tanto a ellos como a Inyanga), envuelta para regalo. Hasta que les pudiera demostrar a los paranoicos antiguos que los Gangrel no eran ningunos traidores, cualquier diálogo que mantuviera con sus respectivos clanes sería, como poco, tenso y complicado. La perspectiva del conflicto lo enardecía, pero anteponía la precaución al combate.
El hombre de la gorra de lana suponía un nuevo enigma. Tal vez no tuviese nada que ver, pero Beckett no había sobrevivido durante tanto tiempo confiando en tales presunciones. Etiquetó al hombre como compañero del cazador al que ya estaba siguiendo la pista gracias al dedo de Augustus. El mortal ofrecía un porte disciplinado, se diría incluso que militar, y el interés que había mostrado en Beckett no obedecía a la simple curiosidad. Por consiguiente, ¿debía seguirle? ¿Permitir que lo siguieran a él? Ninguna de las dos posibilidades estaba exenta de riesgos. Por el momento, parecía que el hombre de la gorra de lana no sabía que Beckett había reparado en él. Dejaba que se ocuparan de sus asuntos y se atenía a la búsqueda del cazador herido. Si estaba conchabado con el objetivo principal de Beckett, éste no tardaría en descubrirlo. Y si el hombre resultaba no estar implicado en absoluto, tanto mejor.
Aquello dejaba al indio, William Decorah. No era un cazador, ni tampoco un ghoul. Estaba al corriente de lo sobrenatural, y afirmaba que era leal a "Lobo Pálido", quienquiera que fuese éste. Beckett se detuvo junto a la escalerilla metálica que conducía al andén elevado de la estación de ferrocarril. Sí, tal vez fuese hora de descubrir a quién pertenecía ese alias.
Tardó una hora aproximada en trotar de regreso al centro médico de los Hermanos Alejandrinos. Se detuvo junto a un matojo helado y soltó los guantes que había estado sujetando entre los dientes. Era el par que cogiera del bolsillo de William Decorah la noche anterior; los había sacado de su chaqueta antes de cambiar de forma, a fin de que no se transformaran junto al resto de su atuendo. Constituían el mejor método del que disponía para captar el olor de Decorah, pero no le servirían de nada si no podía olfatearlos.
Los olisqueó con fuerza. Con el rastro del indio reciente en su memoria olfativa, Beckett rodeó el hospital. En cuestión de minutos, encontró el olor y lo siguió hacia el oeste. El rastro lo condujo hacia el oeste y hacia el sur; en algún momento, Decorah se había subido a un vehículo; ¿habría hecho autostop o se habría puesto en contacto con alguien? Ese detalle importaba poco por ahora; a Beckett le interesaba más no perder el rastro. No tenía de qué preocuparse. Como lobo, su olfato era cuarenta veces más sensible que el de su forma humana, que ya era de por sí diez veces más exacto que el de cualquier mortal. La fragancia de Decorah se evaporaba, pero el coche poseía un inconfundible olor a tierra y a hierba que sobresalía en pleno invierno.
No tardó en cruzar un río congelado y un campo de golf, tras lo que hubo de recorrer casi otros dos kilómetros antes de llegar a lo que otrora fuese una granja. El terreno se había parcelado hacía tiempo en cuadrículas residenciales, aunque todavía distaba de convertirse en un suburbio de pleno derecho. Presentía que se encontraba muy cerca de su destino. El fresco aroma del vehículo se tornaba más penetrante por momentos, y en el aire flotaba una especie de... anticipación.
Su trote se convirtió en un andar cauto incluso antes de que se diera cuenta de que había aminorado la marcha. Había algo más que mera anticipación en la atmósfera, y no emanaba de él. Se dio cuenta de que lo rodeaba una presencia, un algo tan poderoso como antiguo, cuyo ojo inquisidor era tan grande como la luna. Sintió su fuerza como si de una presión física se tratara. Sabía que estaba tanteando, buscándolo; cayó en la cuenta y supo que hacía tiempo que sentía aquella aura, siempre al borde de su percepción... desde que llegara a Chicago.
No sabía de qué se trataba, tan sólo que era un poder de una magnitud asombrosa, y de que cuando lo encontrara, estaría perdido.
Enfrentado a un poder superior, Beckett hizo lo único que sabía. Huyó.
Corrió hacia el oeste, deteniéndose tan sólo para sumergirse en la tierra y protegerse del sol. Su instinto de supervivencia estaba sobrecargado, lo impelía a alejarse tanto como le resultara posible. La Bestia de su interior quería combatir, clavar los dientes en lo que fuera que intentase controlarlo. La Bestia era astuta, pero no demasiado brillante. La razón dictaba precaución y pensar a largo plazo. Por gratificador que pudiera resultar, Beckett comprendía que sería un suicidio entablar batalla sin ningún plan con algo tan poderoso como lo que había sentido.
Para cuando hubo llegado a Idaho ya había esbozado una especie de anteproyecto, y encaminó sus pasos hacia el sur.
Silver Lake era uno de los muchos vecindarios que se adherían a la desparramada masa que era Los Angeles. Hacía tiempo que se había forjado una reputación por su ambiente bohemio y atraía a una ecléctica mezcolanza de personalidades y estilos de vida, donde casi todo giraba en torno a las artes escénicas y al arte. Beckett caminó fijándose en los dispersos chalés pintorescos y en los compactos edificios de apartamentos, salpimentados con racimos de establecimientos comerciales. Tampoco dedicó mucho tiempo a pensar en el clima, fresco durante las noches del desierto de California pero bastante apacible comparado con el norte de Illinois en invierno.
En su cabeza seguía dándole vueltas al misterio del que se había alejado, manipulando las distintas piezas del rompecabezas y probando a colocarlas de distintas maneras para ver cuál podría ser la imagen final. En su mayor parte, todo continuaba siendo tan confuso como hacía cinco días, cuando emprendiera la huida. Poseía tres pistas sólidas, y le quedaba por superar un obstáculo antes de descubrir cómo encajaba todo.
Ése era el motivo por el que ahora caminaba entre una pareja de desmadejadas hileras de setos en dirección a una casa de campo pintada de vivos colores. Llamó a la puerta con un puño enguantado, flexionando el delicado cuero mientras esperaba. Se había desprendido del otro par, tras haber estropeado los dedos de uno al permitir que asomaran sus garras por las puntas de los dedos. No esperaba que éstos durasen (era como colocarle un condón a una manguera contra incendios, a fin de cuentas), pero le servirían por el momento.
No obtuvo respuesta, por lo que volvió a llamar. Era tarde; a juzgar por el movimiento de la luna nueva, supuso que debía de ser cerca de la una de la madrugada. Sin embargo, sabía que estaría levantada; era como una lechuza. Debía de encontrarse en su taller.
Segundos más tarde, la pesada puerta de madera se retiró y una mujer se apoyó en ella como si la abrumara la sorpresa.
—Que me aspen —dijo, con la mano en el pecho—. Adelante, Beckett.
El vampiro esbozó una sonrisa y entró en el acogedor salón, percatándose de que la mujer había acumulado unas cuantas docenas de cachivaches más desde la última vez que él se dejara caer por allí.
—¿Qué tal, Nola?
—Más o menos como siempre. —La interpelada cerró la puerta de un golpe seco—. Hace años que me mantengo al margen de todo. El nuevo milenio ha revuelto la mierda pero bien, y procuro no tener nada que ver con eso.
—No me extraña. Siempre has destacado por tu prudencia. De hecho, pensé que te habrías mudado a un sitio más apartado.
La mujer levantó un hombro y señaló hacia la parte trasera de la casa con el otro.
—Vamos al taller. No, supongo que después de haber pasado aquí cincuenta años, ya me he establecido. Cuando se acabe el mundo quiero estar donde me sienta más cómoda.
Nola Spier no aparentaba más de cuarenta años, pero Beckett sabía que debía de tener al menos el doble. Aquello no hubiera sido digno de mención si ella hubiese sido un vampiro, pero era mortal. Al menos, hasta donde él había sido capaz de determinar. La había conocido a finales de la década de los treinta, cuando buscaba una droga que se suponía que expandía la consciencia y ahondaba en la memoria colectiva (no era así). Por aquel entonces, ella era una más de los muchos huérfanos que se esforzaban por salir adelante tras la Depresión. Sus grandes ojos y su rostro angelical consiguieron que reparara en ella un tal Forris Spier, un místico de escaso talento. Le proporcionó cobijo, aunque sus intenciones eran más salaces que humanitarias. Nola demostró que era más que capaz de defenderse de las intentonas del hombre. Sorprendentemente, lo que podría haber desembocado en otra relación abocada al fracaso dio origen a la camaradería y al romance. Cuando Beckett hizo su aparición veinte años más tarde para interesarse por la escena ocultista local, Nola le pareció una mujer hermosa y segura de sí misma que idolatraba al envejecido Fortis tanto cómo éste la mimaba a ella. No fue hasta después de la muerte de su esposo que Nola revelaría la mística tan poderosa que era; se había contenido y había preferido no desvelar toda la extensión de su habilidad para no herir los sentimientos de Fortis.
Beckett estaba al corriente de la existencia de diversas hermandades de magos repartidas por el mundo, pero las evitaba en la medida de lo posible. Constituían un grupo supersticioso y aferrado a la tradición, un cúmulo de contradicciones e hipocresía para los vampiros rivales. Prefería relacionarse con los solitarios, con aquellos que, al igual que él, aprovechaban lo que ofrecía el mundo que los rodeaba pero preferían seguir su propio camino.
Ocultaba su verdadera naturaleza secreta a la mayoría de ellos, aunque suponía que muchos de sus contactos tenían una idea bastante clara de lo que era. Se habría sentido decepcionado si no fuese así; restringía sus contactos a aquellas personas que aunaban percepción y discreción. No esperaba menos de sus asociados. Estaba seguro de que Nola Spier sabía lo que era, del mismo modo que él sabía que ella era una bruja mucho más poderosa de lo que admitía. No se mostraba cohibida en absoluto en su presencia, y siempre le había parecido que era una buena compañía, por lo que ambos mantenían la charada de no ser más que un par de aficionados a lo oculto. El paso de las décadas sin que dejara huella en él y muy poca en ella era algo que se pasaba por alto. Los que llevaban una existencia solitaria no solían encontrar a alguien con quien sentirse a gusto sin someterse a baladíes convenciones sociales como la revelación de intimidades.
El taller de Nola ocupaba casi la mitad del chalet. Se trataba de una sala larga y rectangular atestada de libros, tarros, prendas de vestir, diversos artilugios y varias curiosidades. Parecía un almacén de utilería por el que acabara de pasar un ciclón. Nola se acodó en uno de los muchos mostradores apiñados, sin molestarse en invitarle a sentarse dado que no había silla que no estuviera enterrada debajo de una montaña de papeles y cajas, y le dedicó una mirada de curiosidad.
—Bueno, no tienes pinta de haber venido a charlar.
—Esta vez no. —Beckett hizo una pausa para examinar el cráneo hendido de un animal—. ¿Descubrimiento reciente?
—Compra reciente. Un tío de Texas que conozco, afirma que es de un hombre lobo.
—¿Afirma?
Nola se encogió de hombros y señaló un par de puntos.
—Los dientes y las cuencas oculares son un poco extrañas. Antes o después daré con algo.
—Ya me contarás cuando lo descubras. —Beckett estaba intrigado pero, como había apuntado Nola, no tenía tiempo para debatir acerca de la fisonomía de los licántropos—. Necesito tus servicios, Nola. Un talismán.
—¿En serio? Ya sabes que no es mi fuerte.
—Se te da mejor de lo que confiesas, y estás más dispuesta a cumplir con un encargo que cualquier otra persona a la que pudiera pedírselo en estos momentos.
—Eso, soy una tía fácil. ¿Supone algún problema el tiempo? Ya sé que el dinero no. —Esbozaron sendas sonrisas. A ninguno le atraía el dinero, sino que intercambiaban favores. A él aún le quedaban un par de ellos por cobrar, por lo que no dudaba que le ayudaría... otra de las razones por las que había decidido acudir a ella.
—El tiempo es importante, pero no vital. —Avanzó un paso para estudiar una substancia brillante de color verde que burbujeaba dentro de un alambique, sin que hubiera ninguna fuente de calor aparente debajo—. Cuanto antes mejor, pero lo ideal sería en menos de dos semanas.
Nola asintió con la cabeza.
—Ya te diré si resulta factible cuando me digas qué es lo que te hace falta.
—Muy sencillo. Invisibilidad.
Lo que Beckett necesitaba no era una invisibilidad real, sino que buscaba un efecto parecido. Tenía que encubrir su presencia física, volverse invisible a los sentidos preternaturales. De ese modo, podría evitar llamar la atención de la poderosa entidad que había notado mientras seguía el rastro de William Decorah. Fuera lo que fuese (y tenía la sospecha de que se trataba de ese "Lobo Pálido"), ejercía una especie de influencia sobre la ciudad. Se basaba en su instinto, pero ya hacía tiempo que había aprendido a anteponerlo a su intelecto. No tenía intención de caer bajo su yugo, pero la otra opción sería no regresar jamás a Chicago... y ni siquiera así estaría seguro de que no pudiera dar con él en cualquier parte del mundo. Quizá hubiese estado dispuesto a asumir el riesgo y a dejarlo correr, pero quería que Critias y Khalid se tragaran sus calumniosas palabras. A tal fin, tenía que descubrir cuál era la verdad que andaba detrás de aquellos cazadores y cuál era la conexión que existía entre ellos y aquella fuerza.
Nola escuchó mientras Beckett describía lo que necesitaba. La mujer no tomó ningún apunte, pero eso a él no le preocupaba. En contraste con el caos que eran su hogar y su taller, la mente de Nola Spier era un dechado de organización. Estaba memorizando cada una de sus palabras y ya ideaba la manera de mejorar la ejecución.
—Este tipo de cosas es más complicado de lo que te imaginas —dijo Nola cuando él hubo terminado—. No es como si se pudiera, no sé, apagar tu aura. Eso produciría una especie de vacío, de modo que nadie sabría que se trata de ti, pero les llamaría la atención ese agujero psíquico ambulante.
—Me lo figuraba. Lo mejor sería que pudiera... confundirme con el entorno.
—¿Ruido de fondo? ¿Eso que se oye todo el rato pero en lo que nadie se fija?
—Algo así.
Nola frunció los labios, pensativa.
—Se puede hacer, pero nunca lo he intentado. No sabría decirte si lo tendré listo para dentro de una semana. ¿Qué tal si no te registraras como tú mismo?
—Hmm. ¿Más bien como otra persona, o en plan impronta psíquica genérica?
—Eso último. Lo primero no creo que me saliera. Tendría que familiarizarme con tu aura y con la persona que quisieras ser, y no creo que eso te haga mucha gracia.
Beckett arqueó una ceja.
—No, mejor no. Si eso es lo que puedes hacer, hazlo.
Nola ladeó la cabeza, sus ojos iban de un lado a otro mientras sopesaba las variables.
—De acuerdo. A ver si... dame tres o cuatro días. Tengo que conseguir los materiales adecuados, hacer algunas comprobaciones, todo eso. ¿Te parece que podrás ocupar el fin de semana en otra cosa?
—No creo que eso me suponga ningún problema.
Beckett se dirigió al desierto para matar el rato. No le atraían las grandes ciudades, y Los Ángeles era una de las mayores. Consideró la idea de continuar con sus indagaciones mientras estuviese en la zona, pero sus esfuerzos en Chicago le habían quitado las ganas de escarbar en más misterios. Cuando hubiese despejado aquella incógnita, sería libre de dar el siguiente paso. Tras unas cuantas noches de perseguir liebres y coyotes, regresó a L.A., habiendo admitido que en buena parte se sentía como si se hubiera dejado avasallar. No debería avergonzarse de haber huido de lo que en apariencia era un ser más poderoso pero, en cualquier caso, resultaba mortificante. Al menos, el talismán de Nola le concedería la oportunidad de resarcirse.
Regresó al chalet el siguiente lunes por la noche, saciado de sangre animal y eufórico todavía por la sensación de libertad experimentada en plena naturaleza. La pelirroja eléctrica que abrió la puerta lo desconcertó por un segundo, hasta que se hubo dado cuenta de que se trataba de Nola.
La mujer no podía verle los ojos a través de las lentes oscuras que llevaba puestas, pero lo conocía desde hacía el tiempo suficiente como para saber interpretar el leve arco de las cejas y el rictus de la boca que indicaba sorpresa.
—¿Te gusta? —preguntó, ahuecando la colorada mata de cabello corto—. Terminé antes de lo previsto y se me ocurrió que tenía tiempo de teñirme el pelo.
—Es de un llamativo antinatural —dijo Beckett, meneando la cabeza, risueño—. Pero impresionante.
—Me lo tomaré como un cumplido. Ven, que te enseño qué más me ha tenido ocupada.
El taller seguía tan atestado como la otra noche, aunque la penetrante vista de Beckett observó que gran parte de los trastos se habían cambiado de sitio, como si se hubiera pretendido conseguir una nueva dinámica de desorganización. Nola lo condujo hasta una mesa de trabajo cerca del centro de la estancia, enterrada bajo media docena de latas de galletas, un estropeado cepo para ratones, algunas tiras de carne seca imposibles de identificar, una bolsita transparente llena de bolas blancas, un hatillo de cañas y plumas, un racimo de jarritas de cristal llenas de líquidos diversos, y una pastilla de jabón. El resto de los cachivaches habían sido empujados hacia los bordes, dejando la pastilla en una situación extraordinaria dentro de la casa de Nola Spier: en terreno despejado.
En el centro de la pastilla había un brazalete de plata trenzada, cuyas finas hebras componían un patrón hipnotizador en su complejidad. Varias piedras opalescentes de pequeño tamaño se habían hundido en el medio y se habían intercalado con partes de la cadena. El brazalete resultaba atractivo a su estilo de nueva era; no era la clase de adorno que se pondría Beckett pero, para empezar, tampoco es que le chiflaran las joyas.
—Me puse a hacer un brazalete cuando me fijé en que ya llevabas una cadena al cuello —explicó Nola. Beckett se había olvidado casi por completo del dedo de Augustus. Colgaba bajo su camisa, más apaciguado ahora que se encontraba tan lejos de Chicago—. Pero eso da igual. Me imagino que lo mismo podía haberle dado forma de cinta para el sombrero o cualquier otra cosa. Lo importante es que funcione, ¿no?
—Exacto. —Beckett cogió la cadena y jugueteó con ella mientras apreciaba la destreza manual de su creadora.
—No dejes que te engañen los materiales caros. No durará más que unos pocos meses.
—Creí que habías dicho que terminaste pronto. ¿Por qué no te tomaste algo más de tiempo para otorgarle una mayor longevidad?
—No es cuestión de "uy, voy a dedicarle un día más para que así me dure otros seis meses". —Nola se encogió de hombros, escarbó en la bolsa de plástico y se metió una de las bolitas blancas en la boca. Continuó, con la masticación confiriéndole una cualidad líquida a sus palabras:— Cacahuete recubierto de yogur. ¿Quieres uno? ¿No? Bueno, es más bien cuestión de magnitud. Para darte algo parecido a lo que querías con el tiempo del que disponía, unos cuantos días más no habrían supuesto ninguna diferencia. El sábado te mandé un mensaje por correo electrónico, explicándote lo que ocurría y preguntándote si querías que le dedicara más tiempo, pero cuando no obtuve respuesta me imaginé que lo mejor sería seguir adelante y completar esto.
—No, está bien. No estaba al corriente de las limitaciones.
—Pues vale. Como iba diciendo, funciona y hace lo que se suponía que tenía que hacer. —Continuaba engullendo más bolas de yogur, con una cadera apoyada en la mesa mientras describía las habilidades de su creación—. Lo que tienes aquí es una especie de generador de ruido de fondo. Enmascara tu aura superponiendo una capa de ondas aleatorias que se extienden al entorno inmediato. Me imaginé que la disipación de los bordes era lo que mejor cobertura podría ofrecerte, parecido a un suelo alabeado, ¿vale? A primera vista, no se nota nada extraordinario, pero si se restringiera la superficie en que nos fijamos —Nola trazó los lados de un cuadrado con las manos—, nos daríamos cuenta en un suspiro.
Beckett asintió.
—Crear una demarcación haría que la interferencia llamara la atención de por sí aun cuando enmascarase mi propia aura.
—Eso he dicho, sí.
—Entonces, la disipación no se restringe sólo a mí, ¿verdad?
Nola, afanada en tragar, negó con la cabeza.
—Pues no. Estamos lo bastante cerca ahora mismo como para que nos enmascare a ambos. No estoy segura de hasta dónde se extiende el radio antes de perder todo el efecto, tal vez un metro o así. Pero sí, si tienes a alguien pegado a tu persona, ambos estaréis a cubierto. Aunque —previno, frunciendo los labios de botón de rosa con gesto pensativo—, cuanto más fuerte sea el aura, más costará enmascararla. Tú no deberías tener ningún problema, lo he calibrado de modo que sea capaz de encubrir dos veces la mía. Podrías meterte un centenar de gatos en los bolsillos y nadie se daría cuenta, físicamente hablando, al menos. Pero alguien o algo que posea un aura potente, como un artefacto de gran poder o, en fin, quién sabe, seguirá llamando la atención. Será más difícil localizarlo, pero resaltará.
Beckett cogió la banda y se la puso en la muñeca izquierda. El metal era frío al tacto; una sensación curiosa, dado que su cuerpo ya se había amoldado a la temperatura ambiente.
—Esto tendría que ser más que suficiente, Nola. Te debo una.
—¿Ah, sí? —Una amplia sonrisa se extendió por su rostro, desplegando las arrugas propias de una mujer que aparentaba la mitad de su verdadera edad alrededor de sus ojos y las comisuras de sus labios—. Y yo que pensaba que así estábamos en paz.
Beckett le devolvió la sonrisa.
—Era una forma de hablar.
Beckett quería regresar a Chicago cuanto antes, pero la noche ya había llegado a su ecuador. Pospuso su marcha hasta el día siguiente y utilizó el teléfono de Nola para reservar un billete de avión desde LAX a O'Hare para la próxima noche. En otras circunstancias, habría regresado a pie valiéndose de sus propios medios, sin prisa, dispuesto a ocuparse de todo cuando fuese que llegara. Disfrutar de la protección del brazalete engendraba en su interior una sensación de acción inmediata, un deseo de volver a implicarse de pleno. Correr en forma de lobo le llevaría varias noches, mientras que un vuelo directo sería cuestión de pocas horas. No le atraía volar (al menos, no a bordo de ingenios humanos), pero tenía sus ventajas.
Guardaba un viejo pasaporte y una tarjeta de crédito en el bolsillo para ocasiones como ésa. El invento de la tarjeta de crédito le había venido como caído del cielo a alguien como él, que rara vez pensaba en el dinero. Había amasado una fortuna a lo largo de los siglos, pero su estilo de vida nómada y trasnochado dificultaba que se pasara por una oficina bancaria a realizar cualquier transacción. Confiaba en un banco suizo pequeño y privado que se encargaba de sus finanzas, le entregaba dinero previa orden de aviso y saldaba el balance cada que vez que cargaba alguna compra a su tarjeta de crédito. Todo aquello requería muy poca supervisión y liberaba a Beckett de la molestia de tener que pensar en facturas y en el papeleo.
Mientras trazaba sus planes, pensó en lo que le dijera antes Nola acerca de haberle enviado un mensaje. Ése era otro invento que apreciaba en gran medida, y así era como se comunicaba con otros a los que no acudía a ver en persona. El mensaje permanecería en su buzón hasta que tuviera ocasión de acceder a un ordenador. Mas, aunque los lapsos de tiempo de días o semanas de duración carecían de importancia para un inmortal, había ocasiones en que la rapidez lo era todo. Había pensado en comprarse un portátil, pero no se imaginaba así mismo cargando con uno a todas partes. Además, ¿qué ocurriría con el ordenador si tuviera que convertirse en lobo o en murciélago? Bien pudiera transmutarse en nada como ocurría con sus otras pertenencias, pero lo mismo podría ser demasiado grande como para verse afectado por el cambio preternatural. Tal vez uno de esos teléfonos móviles... o incluso los recientes teléfonos vía satélite de los que había oído hablar. Esa idea lo atraía; su banco podría ocuparse de todos los gastos y él podría utilizarlo incluso en plena naturaleza. Valía la pena hacer la prueba. Realizó una segunda llamada a Ginebra, donde eran las diez de la mañana. Le pasaron con Manfred von Reis, el encargado de su cuenta en el banco Witz-Kohn. Tras cinco minutos de conversación en francés, von Reis le prometió interesarse por la tecnología vía satélite y averiguar el precio y las prestaciones de los mejores modelos disponibles. Beckett recibiría una evaluación completa en su buzón de correo electrónico en el plazo de una semana.
Se despidió de Nola y se escabulló para tomar un último bocado antes de que amaneciera. A esas horas del día siguiente ya estaría de regreso en Chicago, mucho más cerca de encontrar las respuestas que buscaba.
SEGUNDA PARTE
MORIR EN TIERRA EXTRANJERA
5
Thea Ghandour sabía casi con total exactitud cuándo se le había ido de las manos el control de su vida. Había vivido en un piso, poco más que un cuchitril. Se había quedado en Chinatown durante una temporada para empaparse del colorismo local, y lo siguiente que recordaba era que se había peleado con una sanguijuela monstruosa salida de la tumba.
Eran cerca de las diez y media de la noche, hora central estándar, tres de mayo del año dos mil de Nuestro Señor. Según el calendario gregoriano, por lo menos. Tendría que preguntarle a su madre cuál era la correspondencia con el calendario islámico.
Durante los diez meses transcurridos desde entonces, muy poco de lo que había ocurrido en su vida tenía algún sentido. Cada vez que pensaba que se encontraba al borde mismo de la locura, había algo que la adentraba aún más en térra incógnita. El artículo de periódico que estaba repasando constituía el último ejemplo. Thea parpadeó e intentó enfocar los rostros que le devolvían la mirada, como si pudieran imbuirla de alguna especie de coherencia. El primer retrato era una imagen sacada del carné de conducir de una rubia que rondaría la treintena. Aun cuando se tuviera en cuenta el tratamiento químico empleado para conferirle a ese tipo de fotografías un aspecto lo menos halagador posible, saltaba a la vista que la mujer se encontraba en la difusa frontera de lo atractivo. Las tres imágenes adjuntas correspondían a reproducciones de artistas de la policía. En una aparecía un hombre de constitución fuerte dotado de un adusto semblante ario, con chaqueta de faena militar y gorra de calceta. A continuación, un hombre robusto (vale, gordo) con el mismo atuendo, pero de rasgos rubicundos. Remataba la hilera superior el boceto de un hombre de pelo negro vestido con un traje.
Sólo la primera fotografía tenía un nombre debajo: Lilly Belva. Ella era la única a la que no buscaban para interrogarla acerca del reciente atentado que había sufrido un turbio templo religioso del centro de Chicago. Thea asumía que la policía no necesitaba interrogar a Lilly Belva porque ya la habían apresado. En cualquier caso, pocas respuestas podría proporcionarles Lilly, estando muerta. Por lo menos, no mediante ninguna de las técnicas de interrogatorio convencionales.
Los dos retratos del medio representaban a dos de los cómplices criminales de Thea, aunque eran lo bastante genéricos como para no reconocerlos. Ella sí que los reconocía. Había estado junto a Parker Moston y Dean Sankowski cuando descubrieron que las cosas nunca estaban lo bastante mal como para que no pudieran empeorar.
Todo por culpa de la figura representada en el último dibujo. Éste era tan vago como los otros dos, aun cuando las apresuradas líneas lo emplazaban en una categoría distinta a la de los otros. Pelo negro, ojos negros, ropa negra, corazón negro. Maxwell Carpenter, Satanás encarnado, el mal en estado puro, si se creía en ese tipo de cosas. Thea estaba dispuesta a apostar a que, en alguna otra parte, él estaba mirando el mismo artículo mientras se partía el culo de la risa.
Sus ojos saltaron de las imágenes a la historia por centésima vez aquella mañana; a la mención de "fuentes fiables" que afirmaban que un "supuesto grupo integrista" había atentado contra el Templo Ortodoxo de Akenatón para llevar a cabo algún tipo de protesta de connotaciones arias. Dicho grupo adverso estaba compuesto por los cuatro miembros de raza blanca allí representados. Cuál era el motivo de su protesta y por qué ésta implicaba embestir con un Chevy Suburban las puertas de un discreto templo sectario del medio este del que nadie había oído hablar hasta la fecha era motivo de discusión. Los medios ya tenían un titular para el delito y al menos un chivo expiatorio para cargar con él, por lo que la verdad tras los hechos quedaba relegada a un segundo plano en favor del sensacionalismo y del griterío por ver quién se quedaba con los derechos de la noticia.
Thea tenía que admitir que la historia daba el pego y constituía un substituto más que adecuado de una verdad que era mucho más sensacional de lo que el público estaría dispuesto a creer.
—Casi no queda café —dijo Parker, que había aparecido detrás de ella para servirse una taza.
Thea agitó el periódico, irritada. Salió de la estrecha cocina, se sentó en un taburete al otro lado del mostrador, y repuso:
—No estás en el Holiday Inn, Parker. Si quieres más café, te lo preparas.
Una de las paredes protestó; otro de sus invitados había abierto la ducha. Desde hacía tiempo pensaba que el que sonara como un desprendimiento de rocas cada vez que corría el agua era un precio pequeño a pagar con tal de disfrutar de lo que, por lo demás, era un apartamento estupendo. El ruido apagó los resuellos de Parker mientras se tumbaba en el sofá, despachurrando la sección de deportes en el proceso. Thea se encorvó, con los codos apoyados en la fórmica, y pensó en su extraña fiesta de ensueño. Tras el caos del día anterior, habían regresado a su apartamento. Habían estado de acuerdo en que tenían que salir de la circulación cuanto antes. Su casa era la que estaba más cerca y, una vez allí, no les había parecido que fuese seguro marcharse, ni siquiera cuando se hubo hecho de noche. Sabía Dios quién los estaría buscando ahí fuera.
Tenía que admitir que nunca había imaginado que algún día tendría a tres hombres durmiendo en su cama... menos aún, unos hombres tan inusuales. Parker Moston, estrella del fútbol universitario, regente de una tienda de armas, aficionado a muerte del deporte y entusiasta de la historia de Chicago. Era grande, falto de tacto, y el mejor luchador del que disponían desde que muriera Romeo. Esa herida seguía abierta, por lo que pasó a fijarse en el joven de color que ocupaba el canapé. Jake Washington, fanático de la tecnología, eterno optimista, y la conciencia de su equipo. Ni siquiera era oriundo de allí; se encontraba de paso y se había quedado para ayudar a su deslavazada pandilla a conseguir algo de cohesión, para ser algo más que media docena de personas que se cargaban zombis los fines de semana. Y mira adonde nos ha llevado eso, pensó, con un rictus amargo. En la ducha se encontraba el que ahora era el último miembro del grupo. Dean Sankowski, enfermero, obeso, jovial, bendito con el poder de sanar con un toque. Tampoco es que pudiera hacer nada por Lilly y Romeo. Lo que muerto está, muerto se queda.
Cada uno de ellos poseía habilidades que se salían de lo normal, como el toque curativo de Dean. Éste los llamaba "bendiciones", Jake los denominaba "triunfos". Thea no estaba segura de dónde procedía su poder, pero se suponía que tenía que ayudarlos en su lucha contra lo sobrenatural. Teniendo en cuenta cómo habían terminado muertos dos miembros de su "Brigada van Helsing" la noche anterior, comenzaba a pensar que sus dones eran un poco dispendiosos.
La amargura creció en su interior. Al fin y al cabo, no todo lo que estaba muerto se quedaba así. Ni un poquito, sólo había que fijarse en esos cadáveres que se abrían paso desde la tumba para asesinar a sus amigos y a sus seres queridos; en aquellos zombis que volaban por los aires a las personas que significaban algo para ellos, todo por venganza.
En medio de aquella situación, el único consuelo lo constituía el que la compañera de piso de Thea, Margie Woleski, no había ido a casa la noche anterior para encontrarse el apartamento ocupado por un cuarteto de chiflados paramilitares. Lo cierto era que hacía días que no aparecía por el piso. Thea estaba algo preocupada, pero aquello tendría que esperar su turno en la lista de problemas acuciantes, a saber: que acababa de participar en un ataque armado contra un zombi con pistola y su objetivo (que también era algún tipo de criatura sobrenatural, aunque su categoría era otro misterio a añadir a la lista), junto a dos personas que conocía y media docena de desconocidos atrapados en medio de la refriega.
Parecía que los pensamientos de Jake también discurrían por esos derroteros. Se giró en el taburete de la cocina y lo vio observando los sacos de dormir y las mantas dispersas por la sala de estar. El muchacho reparó en la atención de Thea y se encogió de hombros, con gesto azorado.
—Te hemos dejado el piso patas arriba. ¿Seguro que a tu compañera no le importa?
—Teniendo en cuenta que hace una semana que no coincidimos, me extrañaría que se enterara siquiera.
—De todos modos, ¿no te parece que será mejor que nos vayamos?
—Como si ahí afuera estuviésemos a salvo sólo porque es de día —intervino Parker, parapetado tras las páginas deportivas.
—No creo yo que sea para tanto —repuso Jake—. A ver, sí que tenemos que andarnos con cuidado por un tiempo, pero me extrañaría que la policía tuviese algo contra nosotros.
Thea agitó la primera plana.
—¿No te preocupan estos retratos robot?
—Puede que peque de optimista, pero a mí me parece que no es que se asemejen demasiado a Parker y a Dean. Además, estoy convencido de que en el camión de Lilly no había nada que pueda incriminarnos.
—Eso no es lo que me preocupa —dijo Parker, al tiempo que apartaba a un lado el periódico—. Lilly siempre dejaba el Chevy como una patena antes de hacer cualquier trabajo. Es... era muy concienzuda con ese tipo de cosas. —Hizo una pausa, abrumado por el recuerdo de la pérdida—. Y así, vale —consiguió continuar—, esos retratos robot son de lo más genéricos, sobre todo porque llevábamos las gorras, la ropa de camuflaje y todo eso. ¿Cuántos tíos habrá en Chicago que tengan una constitución parecida a la nuestra?
Thea asintió con la cabeza.
—Yo estaba pensando lo mismo. Si se tiene en cuenta lo que aparece en la prensa y lo que he visto antes repasando los canales, se diría que la opinión general es que no fueron más de cuatro personas las que atacaron el templo con armas automáticas. Parece que no hubo nadie que se fijara en que, este, Romeo y yo nos pasásemos antes por allí.
—Me parece que el Suburban eclipsó todo lo demás —convino Dean, que salía del cuarto de baño vestido con la misma ropa del día anterior, secándose el cabello recién lavado.
—Todavía no entiendo por qué estrelló el puñetero SUV contra la verja de entrada —dijo Parker—. O sea, nos habíamos puesto algo nerviosos porque había algo que interfería con vuestro transmisor cuando entrasteis, pero entonces, sin previo aviso, ¡vrooom! ¿Me explico?
Asintieron, tornándose aún más taciturnos.
—En cualquier caso, ya sabéis que lo que difundan los medios no tiene por qué ser todo lo que sepan las autoridades.
Jake se encogió de hombros, admitiendo que no le faltaba razón.
—Aún así. No tienen ningún motivo para querer encubrir esto. Bueno, los no-muertos tienen a casi toda la policía en el bolsillo pero, ¿qué conexión podría haber? Todo lo que hemos descubierto apunta a que Maxwell Carpenter trabaja en solitario y, aunque ese Nicholas Sforza no sea trigo limpio, estoy seguro de que tampoco es el enemigo. Eso nos deja a nosotros como única conexión, pero somos los únicos que podrían saberlo, ¿no? Tampoco es que estemos en la "lista para no-muertos de los diez más buscados"; de ser así, no creo que nos hiciera falta respirar para hablar en estos momentos.
—Por lo que todo el mundo sabe, fueron cuatro racistas radicales operando por su cuenta, y no hay pruebas suficientes que conduzcan a la poli hasta nuestra puerta. —Thea vio que coincidían con ella, aunque no demostraran demasiado entusiasmo—. Así y todo, no estará de más que volváis a vuestros hogares y os mantengáis a cubierto durante una temporada.
Murmullos de asentimiento, tras los que se aplicaron a la tarea de recoger las sábanas y las mantas mientras ella enrollaba los sacos de dormir que había sacado del trastero la noche anterior. Mientras iban emergiendo de uno en uno al frío aire de la mañana, acordaron reunirse la noche siguiente en su "club social", un almacén abandonado al norte de Sedgwick. Las últimas semanas habían sido un calvario, pero la pesadilla aún no había terminado. Tenían que dilucidar la manera de hacer frente a las circunstancias que los acuciaban... donde una de las más importantes era encontrar el rastro del origen de todo: Maxwell Carpenter.
Tras meter las sábanas en el cesto de la ropa sucia y guardar de nuevo las mantas y los sacos en el trastero, Thea se desplomó en el canapé y se quedó mirando la mesilla. Coronando un montón de revistas, posavasos y libros de bolsillo se encontraba la última ficha del rompecabezas en que se había convertido su vida.
Se trataba de un pequeño vaso de cerámica, poco mayor que una pelota de béisbol y con un cuello corto y ancho rematado por una pesada tapa. Si no se trataba de una reliquia arqueológica, debía de ser una imitación excepcional. Una serie de pictogramas circunscribían el exterior, desvaídos por el paso del tiempo pero legibles. Tampoco es que pudiera entender su significado, pero sí sabía lo que eran: jeroglíficos egipcios. Thea tenía ascendencia egipcia (una mezcla de sangre árabe y africana), pero eso no le confería por ciencia infusa la sabiduría de sus antepasados. Ella era americana de pura cepa... demasiado, que diría su madre. Tal vez sus tatuajes estuviesen inspirados en jeroglíficos, pero los había elegido más por estética que debido a su significado.
Aunque no sabía qué decían las imágenes de la cerámica, tenía una idea bastante clara de lo que era la urna en sí. Se trataba de un canope, el recipiente donde se depositaba el órgano de una persona durante el proceso de momificación. No estaba segura de qué parte se suponía que debía albergar el vaso (aunque era probable que los pictogramas dijeran algo al respecto). Tampoco sabía si la urna estaba llena o vacía, dado que no había conseguido quitar la tapa. Lo que fuera que hubiese allí dentro irradiaba unas oleadas increíbles de poder, o puede que fuese el propio vaso el que lo hiciera. Se había peleado con el recipiente la noche anterior, pero sin esforzarse de veras. Con el caos del reciente ataque y las muertes de Romeo y Lilly (por no hablar de la media docena de egipcios armados hasta los dientes), no había pensado mucho en el recipiente después de que lo robara del sarcófago donde estaba guardado.
Se acercó para echar otro vistazo cuando oyó un ruido procedente de la puerta. Se incorporó impulsada por una subida de adrenalina cuando la puerta del apartamento se hubo abierto para permitir el paso de Margie. Thea se alegró de ver a su amiga, pero el aspecto de Margie la preocupó. Se veía pálida y agotada, con los párpados a media asta y los hombros caídos, como si le pesaran demasiado los brazos. Su acostumbrada complexión lozana, casi rubicunda, había adquirido un tono ceroso, y sus ojos de avellana habían adoptado un tono fangoso. Respiraba con dificultad, como si el tramo de escaleras se le hubiera antojado la escalada a la cima de alguna montaña. Arrastró los pies y cerró la puerta apoyando la espalda contra ella.
—Caray, Margie, ¿te encuentras bien?
Margie asintió, con un rictus, como si el gesto le resultara doloroso.
—Una gripe de caballo. Se me echó encima anoche.
—¿Dónde te metes desde hace un par de días? Empezaba a preocuparme.
Se acercó a su amiga para ayudarle a quitarse el abrigo y a confortarla. Margie se apartó, casi dio un respingo al sentir el roce de Thea.
—Me quedé en el laboratorio, a resguardo de la tormenta. —Se desprendió del pesado anorak y lo colgó en la percha junto a la puerta, que rara vez utilizaban, antes de encaminarse hacia su habitación.
El comportamiento de su amiga sobresaltaba a Thea; aunque estuviera enferma, nunca se mostraba así de antisocial.
—¿Margie? —Un comentario entre dientes a modo de respuesta, y la puerta del dormitorio se cerró. ¿Qué demonios? Thea se mordisqueó el labio por un momento, antes de acudir ante la puerta de Margie. Abrió un resquicio y asomó la cabeza—. ¿Margie? ¿Quieres que te prepare...?
—¡Ya te he dicho que me dejes en paz!
El enfado y el dolor de la voz de Margie eran inconfundibles. Thea cenó la puerta y regresó al salón. Aquello no tenía sentido. Margie adoraba que la mimaran cuando estaba enferma. No se le ocurría qué podía propiciar que se comportara de esa manera...
Los ojos de Thea repararon en la primera plana del Chicago Tribune, desparramado sobre el mostrador de la cocina, y le dio un vuelco el corazón. ¿Lo sabría Margie? ¿Cómo era posible? Thea nunca le había confiado lo que llevaba haciendo desde hacía un año, que se dedicaba a perseguir a criaturas de la noche. Margie había sospechado que ocurría algo, incluso había llegado a conocer a Jake y a Romeo. Por lo que Margie sabía, Thea estaba trabajando en una historia junto a los chicos. Aunque había prometido explicar su comportamiento, no se había presentado la ocasión.
Mas, ¿qué si no podría conseguir que actuara de ese modo? Frunció el ceño. Tanto si se trataba de aquel asunto de los cazadores como si no, ya era hora de que se lo contara a su mejor amiga. Se merecía la verdad, y hacía demasiado tiempo que eludía ese momento. Se acabó. Le prepararía unos cereales y un té, se sentaría con ella, allanaría el terreno y le soltaría su concepto del mundo.
Como se vería, Margie eligió el ataque como mejor defensa.
—Pues, para ser un grupo racista, tenéis unos cuantos miembros pertenecientes a minorías —dijo Margie.
Thea soltó un gritito de sorpresa y la tetera se cayó sobre el fogón con gran estrépito. El agua hirviente salpicó las especias alineadas en la pared. A Thea, con la cabeza ocupada pensando en la reconciliación, la vehemencia de Margie la había cogido desprevenida.
—¿Cómo? —fue todo lo que atinó a decir. El comportamiento de Margie se salía de los parámetros a los que Thea estaba acostumbrada. Seguía ofreciendo un aspecto macilento, pero su mirada irradiaba calor, la expresión de su semblante asustaba a Thea. Se dio cuenta de que Margie se había mostrado irritable desde que llegara a casa, pero ella lo había achacado a la enfermedad.
—Déjate de monsergas, Thea —continuó Margie, apoyándose con una mano en la nevera—. No sé de qué vais tus "amigos" y tú, pero ya puedes ir dándome una buena explicación antes de que llame a la poli.
—No es lo que parece, Margie. No...
—¿Ah, no? Entonces explícamelo, Thea. Siempre se te han dado bien las palabras. ¿Por qué no me explica la reportera de investigación por qué el hombre al que se tiró la otra noche en nuestro apartamento ha aparecido muerto una semana después? Lo he visto en la tele, Thea. ¡La puta foto de la morgue ha salido en las noticias de la Fox! ¡Explícame eso, Thea! —Margie no se concedía un respiro, su voz se convertía en alaridos para recalcar las palabras. Su expresión salvaje, casi rabiosa, atemorizaba a Thea mucho más que la idea de que su mejor amiga pudiera acudir a la policía.
—Margie, por Dios. —¿El rostro de Romeo había salido en los telediarios? Mierda. No tenían televisión por cable, por lo que sólo había visto el reportaje local tras el ataque. El telediario había mencionado a las minorías que habían sido atacadas en el templo, árabe y afroamericanos, así como un asiático; la presunción de que el Templo de Akenatón era una especie de centro multicultural. Algún reportero emprendedor debía de haber sobornado a un encargado de la morgue para conseguir unas cuantas fotos en primicia. Aunque no hubiesen mostrado las heridas de entrada, la Fox debía de haber conseguido imágenes de todas las víctimas. No era de extrañar que Margie estuviese histérica—. No creerás que soy una especie de, de terrorista o algo. Nunca te había visto tan alterada. ¡Pero si estás que no te tienes en pie! Échate en el sofá, te llevo un poco de té y hablamos. Tranquilízate, ¿vale?
Margie respiraba de forma entrecortada, con la cara tan blanca como la escarcha de las ventanas. Paseó la mirada por la estancia mientras tragaba saliva, antes de balancear la cabeza como una marioneta en manos de un titiritero sin talento.
—Vale, me tranquilizo. Estoy tranquila, estamos tranquilas. A ver. A ver qué exclusiva me tienes que contar. —Arrastró los pies hasta la sala de estar y se sentó en el sofá. Thea supuso que Margie ni siquiera se había dado cuenta de que había agarrado un cojín y se había abrazado a él con fuerza, mientras se balanceaba hacia delante y atrás.
Thea no realizó ningún movimiento brusco mientras servía el té para Margie y daba cuenta del café que quedaba. Margie la observaba igual que una gacela que vigilara de cerca a un león que se acercaba, como si esperara que Thea fuese a ponerse violenta de un momento a otro. Thea estaba cogiendo la miel para el té cuando se acordó de que habían guardado las armas del día anterior en su dormitorio. Será mejor no mencionárselo a Margie. Lo único que le faltaba era enterarse de que hay armas semiautomáticas cargadas en el apartamento.
Margie era su mejor amiga, lo había sido desde que se conocieran en la universidad. Hacía casi diez años que se confiaban sus mayores intimidades la una a la otra. Ése era el primer secreto que Thea le había ocultado, y era uno bien gordo. Sin embargo, sabía que era cuestión de tiempo hasta que tuviese que confesarse. Margie era lista; ya se había dado cuenta de algo, aun tan inmersa en su tesis de graduación como estaba. Hubiese sido difícil no reparar en los cambios en el comportamiento de Thea de unos meses a esta parte, pero habían sido lo bastante sutiles para ella como para que lo dejase correr. Ayer había sido todo lo contrario de sutil que pudiera imaginarse.
Pero la verdad era tan increíble... ¿cómo iba a creerla Margie? Ya estaba desquiciada preocupándose por su mejor amiga, y los hechos no iban a desmentir sus sospechas. Thea podía imaginarse cómo discurrirían sus pensamientos: ¡Mi mejor amiga no sólo ha sido captada por algún tipo de secta, sino que además le han lavado el cerebro para que vaya por ahí asesinando a personas que ella dice que son "monstruos"! Lo siguiente que haría Margie sería abalanzarse sobre el teléfono para llamar a la Policía de Chicago o al Instituto Psiquiátrico de Illinois. Y eso supondría el final para Thea. No le preocupaba la ley en un sentido abstracto; los crímenes que había cometido habían sido en defensa de la humanidad. Tenía la conciencia tranquila a ese respecto. En la práctica, no obstante, los polis le bailaban el agua a los no-muertos, bien fuera de forma consciente o no. De igual modo, sospechaba que el enemigo por lo menos espiaba los hospitales y los centros psiquiátricos en busca de gente que desbarrara acerca de las fuerzas de la oscuridad. Thea desaparecería, o sufriría un desafortunado accidente o se suicidaría estando ingresada.
¿Qué elección tenía? Margie estaba al borde de un ataque de nervios, y Thea estaba cansada de rehuir la verdad. Tendría que someterse a la clemencia de su mejor amiga. Aun cuando Margie no la creyera, al menos escucharía lo que tenía que decir. Era una mujer abierta de miras. Aquello estrecharía los lazos, pero Thea suponía que Margie se tomaría su tiempo para examinar los indicios antes de emitir ningún juicio. Era posible que Thea la convenciera de la verdad. La alternativa era no decir ni mu, pero eso terminaría con su amistad, y Thea no quería ni considerar esa posibilidad.
Se le ocurrió una extraña idea. ¿Y si Margie no sólo la creía, sino que decidía sumarse a la cacería? El espectro de Cari Navatt se alzó en su memoria. Los que mandaban habían reclutado a Lilly Belva, pero su esposo consensual se había quedado fuera del lote. La pareja lo había compartido todo, no obstante, y Cari se había unido a la caza al lado de Lilly. Y había sufrido una muerte espeluznante a manos de los zombis. Lilly también había caído, pero al menos ella poseía talentos únicos que compartían casi todos los cazadores; le habían conferido la oportunidad de defenderse. Cari no había disfrutado de aquella ventaja, por ínfima que fuera, y lo mismo ocurriría con Margie.
Demonios, aun cuando no formara parte de la cacería, el mero conocimiento de su existencia pondría a Margie en peligro. Ya estaba en peligro sólo por tener cerca a Thea. Pensó, no por vez primera, que tal vez lo mejor fuese cortar por lo sano, marcharse de la ciudad y mantener al margen a su mejor amiga y a su madre. El único problema era que carecía de la fortaleza para soportarlo sola. El resto de la pandilla la apoyaba en la caza, pero Margie era lo que la mantenía cuerda.
¿Podía contárselo todo? En el estado de agitación en que se encontraba, Margie era capaz de tomarse cualquier noticia perturbadora de la peor manera posible. Se merecía saber lo suficiente para su protección, pero lo mejor sería que no estuviera al corriente de nada más.
Maldita sea; estoy dando palos de ciego. Sin tener más idea de cómo comenzar o cuánto contar que hacía algunos minutos, Thea regresó al salón. Le llevó su té a Margie y se sentó al borde del canapé. Desde su arrebato inicial, Margie se había apaciguado y ahora sólo se mecía presa del nerviosismo. El té pareció tranquilizarla aún más, y parecía conforme con esperar a que Thea empezara cuando estuviese dispuesta. Gracias al cielo por los pequeños favores, pensó Thea. No estaba segura de que hubiera podido soportar una competición de gritos sostenida. Otro vistazo a Margie, cómo le temblaban las manos a intervalos, cómo parpadeaba sin cesar; la gripe debía de estar afectándola tanto como las noticias. Thea propuso que Margie se tomara algo contra el resfriado y se acostase, que dejasen la charla para cuando hubiera recuperado las fuerzas.
No; pese a los leves escalofríos, el mentón de Margie reflejaba su determinación, tenía los ojos empañados por la preocupación. Thea no podía posponerlo por más tiempo. Tampoco se le ocurría por dónde empezar, por lo que ambas permanecieron sentadas en silencio durante algún tiempo. Margie contempló su taza, Thea la miraba de vez en cuando y luego volvía a fijarse en el exterior. Un segundo frente había seguido a la ventisca de la noche anterior, espolvoreando una fina capa de nieve sobre las carreteras recién despejadas, confiriéndole un aspecto pintoresco al paisaje.
El silencio amenazaba con no terminar nunca. Escucharon el viento que silbaba al azotar al edificio, el continuo tamborileo de la nieve que salpimentaba las ventanas, y el distante runrún de la calefacción que imbuía al apartamento de aire caliente. Thea consiguió reunir el suficiente coraje, carraspeó, y comenzó. Explicó que los fantasmas no existían sólo en los cuentos, que los vampiros no eran sólo personajes protagonistas de historias eróticas disfrazados de relatos de horror.
Que el mal era real.
6
—¿Te acuerdas del ataque que sufrí en mayo?
Un frufrú de cojines, seguido de la voz de Margie:
—Sí.
—Te dije que me habían asaltado, que tal vez se tratara de un intento de violación, pero que había conseguido ahuyentar al tío. —Thea sentía más que veía que Margie estaba asintiendo, puesto que no se atrevía a mirarla—. Ésa no era toda la verdad. Sí que me atacaron, pero no se trataba de algo tan sencillo como un atraco.
No conseguía echarle valor e ir directa al meollo de la cuestión, por lo que hizo algo de tiempo rememorando los acontecimientos que habían desembocado en aquella noche azarosa.
—Estaba trabajando en una historia para la revista de una compañía aérea. Nadie lee esas cosas, pero pagan bien y queda aún mejor en el curriculum. El caso es que era acerca de las distintas barriadas étnicas de las ciudades norteamericanas, ya sabes, cómo las distintas culturas traen consigo un trozo de sus tierras de origen. Me paseé por los distintos vecindarios étnicos de Chicago: Greektown, Little Italy, Ukrainian Village, Chinatown, por ese tipo de sitios. Ya sabes cómo es Chicago, nada más que un puñado de barriadas. Gente del South Side que nunca ha visitado el Instituto de Arte. Gente del North Side a la que ni se le ocurriría ir al sur a visitar el Soldier Field. —Margie asintió con gesto ausente; ambas conocían a gente así—. Los barrios étnicos no son distintos, tan sólo mucho más insulares. Intentan modelar sus pequeños mundos particulares. Por eso supuse que resultaría difícil atravesar esa corteza defensiva, hacerme una buena idea de cómo eran las vidas de esas personas. Y sí que lo fue. Aun así, me llevé una sorpresa al descubrir la cantidad de gente abierta que había. Hubo quien me dio de lado, quien pretendía que no entendía el inglés, algunos se limitaban a ser groseros sin más. Pero mantuve la sonrisa y me mostré educada en todo momento, con la esperanza de que la perseverancia obtuviera su recompensa antes o después.
Thea se estaba tomando su tiempo para llegar al quid de la cuestión, pero parecía que su relato apaciguaba a Margie. El corazón de Thea albergaba la esperanza de que, si rememoraba la escena con todo detalle, Margie se sentiría más dispuesta a aceptar su palabra.
—Ya había visitado Little Italy y Greektown, había pasado un par de días en cada sitio. Luego me planté en Chinatown. Me llevó algún tiempo, pero conocí a una señora mayor a la que caí en gracia. Wen Li, se llamaba; regentaba una tienda de especias.
Esbozó una sonrisa, acordándose de cómo se las gastaba la anciana asiática.
—Su inglés era atroz, pero no lo hacía a propósito. Hablaba a mil por hora y tenía un montón de anécdotas sobre cómo se había venido aquí y se había acostumbrado a un lugar tan grande y extraño. Cómo Chinatown la había ayudado a conservar su identidad al tiempo que le permitía conocer el Nuevo Mundo en todo su esplendor, justo lo que yo andaba buscando. El caso es que Wen Li me dio los nombres de algunos de sus amigos y vecinos para que también hablara con ellos. Sólo tenía que decir que iba de parte de ella y no tendría ningún problema. Tras un par de visitas, ya me había forjado una buena idea de cómo era Chinatown. Me gustaba el modo en que me daban la bienvenida en aquellos hogares, así que decidí hacer una última parada. El vejete respondía al nombre de Shen; era tarde y estaba cenando con su numerosa familia cuando llamé a su puerta. En cuanto dije quién me había facilitado su dirección, insistieron en que los acompañara a la mesa. Ninguna de las personas con las que hablé era adinerada, algunos vivían en la miseria más absoluta; la familia de Shen pertenecía a lo que se entiende por clase media en esa zona. No quería que se sintieran obligados, pero había aprendido lo suficiente como para saber que los ofendería si rechazaba su invitación.
Aquella noche estaba grabada a fuego en la memoria de Thea, tan nítida que nunca podría olvidarla. Estaba resultando más difícil de lo que había imaginado, que no era poco.
—Shen estaba al cargo —continuó. Comenzaba a flaquearle la voz—. El resto de la familia buscaba su beneplácito para todo. Me llamó la atención, pero ni siquiera entiendo del todo la cultura de la que procedo yo, como para atreverme a juzgar la suya. Shen no tardó en disculparse por lo tarde que era. Incluso insistió en pagar un taxi o hacer que alguno de sus nietos me escoltara hasta la parada del tren. Me negué; era una chica de ciudad, sabía cuidar de mí misma. No dejó de hacer hincapié en lo peligrosas que eran las calles y todo eso. Yo pensé que él no podía saberlo mejor que yo, así que me despedí. Supuse que para él debía de ser algo cultural. Y así era, pero no como yo creía.
Thea volvió a la cocina en busca de más café, donde cayó en la cuenta de que acababa de terminar con las existencias. Mientras tamborileaba con los dedos sobre el mostrador de la cocina, cogió aire y siguió adelante.
—Me siguió. El abuelo Shen, digo. Había... estaba a medio camino de la estación cuando me di cuenta de que me seguía. Al principio no supe qué hacer. Verás, andaba que se las pelaba para ser un viejo. Entonces algo... algo cambió. Lo vi por lo que era. No era humano en absoluto, sino una especie de criatura, un monstruo oculto tras un disfraz. No puedo describir lo horrible que... que parecía aquella cosa. Iba a por mí, y supe que podía darme por muerta. Creo que no se esperaba mi ataque... diantre, yo no quería atacar. Pero, de algún modo supe que si intentaba correr, aquel Shen o lo que fuera se me echaría encima en menos que canta un gallo. Utilicé las tácticas de defensa personal que me sabía, pero me daba cuenta de que no iban a servir de nada. Era demasiado fuerte, demasiado rápido.
Thea se encorvó sobre el mostrador de la cocina, con los ojos clavados en la superficie, sintiendo cómo la traspasaba Margie con la mirada. No podía pensar en todo aquello en esos momentos. Se apresuró a concluir.
—Fue entonces cuando salió un tío de la nada y me ayudó a contenerlo. Era Romeo... —Se le atenazó la garganta, aún reciente el recuerdo de su muerte—. Sam Zheng, como se presentaría más tarde. Ya lo viste en las noticias. Luego le pusimos el apodo de "Romeo". —Una bocanada profunda; ya casi había acabado—. El caso es que, entre los dos, destruimos a aquel ser.
—¿Me estás diciendo que matasteis a alguien? —espetó Margie.
—No estaba vivo como para que lo pudiésemos matar. Era un vampiro, Margie. ¡En serio! Un monstruo, algo que no era humano. —Cogió aliento—. Mira, yo me hice las mismas preguntas que te planteas tú ahora: ¿Ocurrió de verdad? ¿Qué era aquel ser? ¿Serían todo imaginaciones mías? ¿Estaría sufriendo un episodio psicótico?
Margie asintió a cada una de las preguntas, su incredulidad resultaba evidente.
—¿Y?
—Romeo me contó lo que acabo de decir. Había sido atacada por un vampiro. No me había vuelto loca; había ocurrido. Admitió que no conocía la razón real de que existiera algo como aquello, pero ahí lo teníamos. —Se encogió de hombros; sabía que todo aquello debía de parecer un disparate—. Teniendo en cuenta lo que me acababa de suceder, no podía refutarlo. El caso es que había comenzado a seguirle la pista hacía un par de noches. Seguía con su misión de observación cuando vio que me seguía. —Se frotó la cara—. A mí todo aquello me parecía una chifladura, como te imaginarás. Creía que me habrían drogado o algo con la cena... lo esperaba, más bien.
—Pero no era así —dijo Margie, con toda la calidez de una varilla metálica clavada en el hielo.
Thea negó con la cabeza.
—Romeo me dijo que había, en fin, que había recibido la llamada para unirme a la caza. Sólo que él se refería a ella como a La Caza, con mayúsculas.
Volvió a sentarse en el canapé y se inclinó hacia Margie, como si la proximidad con ella fuese a conferirle más verosimilitud a todo aquello.
—Escucha, Margie. La mayoría de las leyendas y los mitos que conocemos se basan en algo de verdad. Los monstruos son reales. Romeo me dijo que el mundo había perdido el equilibrio, que había demasiados monstruos sueltos por ahí. Así que la gente como nosotros tiene la misión de volver a meterlos en cintura. —Silencio; Thea se atolondró, intentando explicarse—. La cuestión es quién toma esta decisión, ¿no? Quién te elige para que pelees con esas cosas. No tengo ni idea. Nosotros, Romeo y otros que no conoces, no somos los únicos que nos hemos encontrado con estos seres. Hay cazadores por todo el mundo. Más de una docena en el área de Chicago, que yo sepa.
Perdió el hilo al pensar que ese número había sufrido un reciente descenso.
—El caso es que cada uno tiene su propia teoría para explicar de qué va esto. La mayoría cree que son instrumentos de Dios; Alá, Yaweh, ponle el nombre que quieras. Creen que Él habla con nosotros, Sus elegidos, y nos provee de las armas que necesitamos. Romeo opina que son los espíritus de nuestros antepasados. Ofreciéndonos su guía y todo eso. Supongo que tendrá que ver con una enorme deuda de karma. Hay quien piensa que son los alienígenas o el gobierno los que nos manipulan. Personalmente, a mí eso me parece una gilipollez pero, ¿quién soy yo para juzgar?
Margie miró a Thea, con los ojos rojos por culpa de la tensión y la enfermedad. No estaba claro si pensaba que estaba loca o si la abrumaban las implicaciones de lo que estaba diciendo Thea.
—¿Y tú qué opinas, Thea? ¿Cómo te lo explicas?
—No lo sé. —Soltó una risa desprovista de humor—. Ya sabes que nunca he sido religiosa; más bien agnóstica tirando a atea. Rebeldía contra mi madre. Creo que prefiero pensar que esto está más relacionado con algún tipo de imperativo genético. Según he podido observar durante los últimos meses, sospecho que estas criaturas forman parte de algo más grande, igual que el cáncer y las sequías forman parte de la vida, no todo va a ser las partes bonitas que nos gustan, ¿no? Y nosotros somos como los leucocitos de la humanidad, los anticuerpos que evitan que se propague el cáncer. No estoy diciendo que tenga razón. No es más que la hipótesis que mejor me cae en estos momentos. Lo de las conspiraciones alienígenas suena demasiado estúpido como para creerlo, y no sé si me gusta eso de pensar en el cielo y en el infierno como si fuesen lugares reales.
Margie arrancó unas hilas del cojín mientras recapacitaba sobre todo aquello. Thea decidió no seguir por ese camino.
—Menuda coincidencia que tu amigo se pasara por el barrio justo en ese momento.
—En estos diez últimos meses he visto más supuestas coincidencias de las que podrías imaginarte. Pienso que el mundo no es tan aleatorio y caótico como nos gusta creer.
De nuevo el silencio, mientras Margie se concentraba en escrutar la pequeña urna. Al cabo de un minuto, su compañera de piso movió la cabeza; abrió la boca, la cerró y frunció el ceño. Thea se limitaba a permanecer sentada, observando los interrogantes y los pensamientos que se transparentaban en el semblante de Margie. Ésta miró el cojín que aferraba con todas sus fuerzas. Permaneció con la vista clavada en el tejido mientras lo alisaba.
—¿Tú crees que esta... movida a lo Buffy... es real? No será que... tú, en fin...
—¿Que si estoy loca? ¿Que si estoy mal de la chaveta? No dejo de pensarlo. Creo que es lo único que me impulsa a creer que todo esto está ocurriendo de verdad. Si fuese tan fanática como Parker, empezaría a preocuparme. —Thea hizo una pausa e intentó enfocarlo desde otro ángulo para subrayar lo que quería decir—. Entiendo que creas que se me ha perdido un tornillo, que formo parte de alguna secta de tarados o algo así. En cierto modo, supongo que así es. Pero ya lo dijo aquel, "si es cierto que te siguen, no es paranoia". Sé que todo este asunto es una locura, pero eso no significa que no sea real. —Exhaló un suspiro—. Hay monstruos ahí afuera, Margie.
Estuvo a punto de mencionar al que había estado a punto de sacar a Margie del club el fin de semana anterior, el vampiro grande y rubio que parecía un jugador de fútbol.
—Perdona que no te lo haya contado todo antes, pero no se me ocurría cómo empezar de forma razonable. O sea, cualquier cosa que dijera, hubiese resultado muy sencillo tacharlo de locura o de lavado de cerebro, ¿no?
Las comisuras de los carnosos labios de Margie apuntaban hacia abajo; tenía el entrecejo fruncido como si intentara dar con la solución a un complicado problema de física.
—¿Y qué tiene que ver todo esto de los "monstruos" con el ataque de ayer y con que tu amigo terminase muerto?
—Demonios, Margie. Que no entramos allí con la idea de...
—¿Tú estuviste allí? —Margie había abierto los ojos de par en par a causa de la sorpresa, como si hasta ese momento no hubiesen estado hablando de nada real—. ¿En qué te has metido, Thea? ¡Dios mío!
—Escucha. No se trató de ninguna protesta racista, ni de un ataque terrorista ni nada de eso. Lo único que queríamos era hablar con ese tal Sforza en el templo. Eso era todo, nada más que conseguir un poco de información. Nos vimos atrapados en el medio. ¡Tienes que creerme! Aquel tío entró a saco y comenzó a disparar a la gente, y nosotros estábamos allí. Por eso... así es como murió Romeo. Y Lilly. También verías su foto en el telediario, ¿no? Querían detener a ese tío, a Carpenter. Sólo que ni siquiera es un tío, sino una cosa, otro monstruo. ¡Un hijo de puta mentiroso que ya ha asesinado a un montón de gente y al que no pudimos detener! No fuimos nosotros, Margie. —Era lo único que se le ocurría decir—. Intentábamos ayudar.
Todo el peso de las últimas semanas (demonios, de los últimos diez meses) cayó de pronto sobre Thea. Se desplomó de rodillas, sujetándose la cabeza con las manos, sin poder contener los sollozos. Había sido testigo de demasiadas muertes, demasiadas atrocidades; la destrucción era abrumadora. Nadie con quien compartirlo, nadie que comprendiera a qué se había visto arrastrada... ni siquiera los demás cazadores. Todos ellos estaban tan convencidos de lo que hacían que a menudo olvidaban la pregunta de quiénes eran y qué se suponía que tenían que hacer ante la perspectiva de la caza. Thea no podía evitar mirar más allá y preguntarse no sólo por qué, sino a qué conduciría todo aquello. ¿Estaría haciendo lo correcto con el conocimiento que le había sido otorgado? ¿Habría una forma mejor de ocuparse de ello? Estaba segura de que así era, pero la carga de la lucha la abatía, evitaba que viera las otras posibilidades que despuntaban en el horizonte. Y ahora, allí estaba, intentando explicarle lo que no tenía explicación a su mejor amiga, llorando por un hombre del que ni siquiera sabía si estaba enamorada y furiosa con la criatura que se había bastado sola para destruir la semblanza de nueva vida que había intentado crear.
Concentrada como estaba en recomponerse, apenas oyó a Margie.
—¿Qué?
—Si erais inocentes, ¿por qué no habéis acudido a la policía? ¿Por qué no explicáis lo que ha ocurrido?
—Porque nos encerrarían y tirarían la llave. —Levantó la cabeza y se enjuagó los ojos. Margie seguía con la mirada perdida, como si su derrumbamiento no le hubiera hecho mella—. Aunque pudiéramos confiar en las autoridades, ¿cómo crees que se lo tomarían si nos presentáramos en plan "estábamos investigando a este zombi que está asesinando a todos los miembros de la familia de esta mujer porque ella hizo que lo mataran allá por 1939, lo que pasa es que entró y se puso a coser a todo el mundo a balazos antes de que pudiéramos conseguir alguna respuesta"? Me meterían en una celda con paredes acolchadas antes de lo que te imaginas.
—¿A qué te refieres cuando dices que no podéis confiar en la policía?
—Venga, Margie, no me fastidies, están metidos en esto. Los malos los controlan, igual que a los medios de comunicación, y a las empresas. Fíjate en cualquier segmento de la sociedad y verás a algún fantasma, o vampiro, o a cualquier otro puto bicho moviendo los hilos en la sombra. A ver, hay un montón de polis honestos y de reporteros entregados, pero fíjate en los peces gordos y verás que tienen a alguno en el bote. Tal vez ni siquiera sepan para qué trabajan, pero eso no los vuelve menos serviciales.
Margie la miró como si no la conociera.
—¿Tú te das cuenta de cómo suena eso? ¿Me estás diciendo que hay una conspiración de alcance mundial de... de hombres del saco?
—Ya lo sé, suena a paranoia que tira de espaldas, y estoy segura de que no lo controlan todo. El problema es que sabemos que poseen influencia, pero no sabemos cuánta ni dónde. Por eso tenemos que andarnos con cuidado. Circulan historias sobre otros cazadores que salieron a la luz o acudieron a las autoridades, y todos ellos han terminado desacreditados, arrestados o muertos. Es demasiado fantástico como para que el ciudadano de a pie lo crea, pero los monstruos no pueden correr el riesgo de que haya alguien que se pare a escuchar.
Se escurrió del canapé y se arrodilló junto a Margie.
—No estoy loca, Margie. Todo lo que te he dicho es cierto. Lo único que juega a mi favor es la confianza y la fe. Eres mi mejor amiga. Nunca haría algo que pudiera perjudicarte, y creo que tú sientes lo mismo. Si crees que me he vuelto loca y quieres que me haga un escáner cerebral o que supere un examen psiquiátrico, lo haré. Pero eso no demostraría nada, y podría terminar poniéndome en peligro. Ten fe en mí, Margie. Cree que lo que te estoy diciendo es la verdad.
Margie miraba sin ver, sin dejar de acariciar el cojín que descansaba en su regazo. Thea seguía arrodillada a su lado. Deseaba proporcionarle todo tipo de argumentos y pruebas a su amiga, ofrecerle información lógica y detallada e hipótesis para que la creyera. Pero no serían nada más que palabras, más opiniones subjetivas. Thea tenía que dejarlo en manos de Margie. Su amiga debía decidir por sí sola si creía o no.
Al cabo, Margie miró a su amiga, con los ojos castaños anegados de lágrimas.
—No sé, Thea. No sé si puedo creerte.
Margie salió del salón sin mediar más palabra. Thea se sentía hueca por dentro, frágil como el cristal. Hacía mucho que se preciaba de ser independiente y de no precisar más que su propia aprobación. Le sorprendía lo mucho que significaba la opinión de Margie. Se preparó una cachimba en un intento por encontrar solaz lejos del remolino de pensamientos y emociones que giraba en su interior. La cazuela, apagada y olvidada, pendió entre sus dedos durante una media hora. La mente de Thea no podía concentrarse en una sola cosa durante más de un segundo. Se sacudió de encima su ensimismamiento y volvió a guardar el equipo en el estuche sin preocuparse de sacar antes la marihuana.
Le pareció que oía la voz de Margie murmurando cuando pasó frente a su puerta camino de su habitación. Pensó en llamar o en descolgar el inalámbrico para ver con quién hablaba Margie. A la mierda, decidió Thea. Si quiere llamar a la poli, que lo haga. No pienso preocuparme más, estoy harta.
Thea yacía tumbada mirando al techo, con el cuerpo exhausto y la cabeza aturdida. Era más de mediodía y se sentía como si llevara una semana levantada. Sus ideas eran demasiado caóticas y desordenadas como para conciliar el sueño. Se limitó a permanecer tumbada, pensando en la locura en que se había convertido su vida, preguntándose si habría ahuyentado a su mejor amiga.
También se preguntó por qué no se lo había contado todo a Margie. Sabía Dios que había dicho más que suficiente como para que Margie saliera corriendo despavorida. Había algo acerca de aquella noche de mayo que no soportaba tener que repetir. Aunque no pudiera encontrar las palabras para describirlo, el recuerdo era tan vivido como la noche en que ocurrió. Con la mente derrengada por la desastrosa conversación que había mantenido con Margie, Thea se vio arrastrada por la corriente de la memoria.
Recordó cómo había disfrutado de aquel frío atardecer de primavera. Despejado y con una ligera helada, refrescante tras el largo invierno. Las calles de Chinatown estaban desiertas, un lúgubre silencio lo abarcaba todo. Aquella había sido la primera señal, aunque ella no se diese cuenta hasta más tarde. El vecindario era un hervidero de conversaciones y actividad durante el día; aunque todo el mundo se encerraba en sus casas al ponerse el sol, le había parecido extraño que no pudiera captar siquiera el murmullo de las voces tras las ventanas ante las que pasaba.
Las tres figuras parecieron surgir de las tinieblas bajo un toldo medio recogido un par de metros más adelante. Jóvenes... chavales, para ser exactos, ninguno superaría los dieciocho. Asiáticos, por descontado. Aquella noche, Thea era la única persona occidental en la calle en dos kilómetros a la redonda. Los macarras se daban un aire de tipos duros, cauto y peligroso. Thea sintió algo parecido a un mazazo en el estómago cuando cayó en la cuenta de que se había tropezado con los miembros de un tong, una banda china. Siguió caminando con la confianza que le conferían el bote de espray y las clases de defensa personal, pero eso no iba a alejar a los jóvenes. Lo mejor que podría hacer Thea era poner el grito en el cielo y rogar para que alguien llamara a la policía.
Dos de los crios continuaron escrutando los alrededores. ¿Por si había testigos? ¿En busca de otra víctima? Thea no pudo averiguarlo. El tercero le echó un vistazo por encima, carente de expresión. Ninguno de ellos era gran cosa; no les hubiese mirado dos veces a no ser que estuviera borracha. O que se los encontrara en una calle desierta.
El líder era bajo y corpulento; cuando su metabolismo se ralentizara, el músculo de la juventud daría paso al sebo de la mediana edad. La boca de incendios abrió la boca para decir algo. Thea se sobresaltó al escuchar una voz que declaraba: "LA MUERTE ANDA SUELTA POR LAS CALLES ESTA NOCHE". Le habría irritado su frase de galleta de la fortuna si no se hubiese quedado tan aturdida ante aquel vozarrón, sobre todo al provenir de un cuerpo tan compacto. Aquella no era la única particularidad. Era como si lo hubiese escuchado por unos auriculares, directamente en el interior de su cabeza sin pasar por sus oídos. Lo más inquietante de todo era la sensación de intensidad, de gravedad que le confería a sus palabras. Despertaba algo primario dentro de ella.
Pensó que estaba intentando atemorizarla con su grandilocuencia. Metió la mano en el bolso, rozó el bote de espray, y dijo:
—Soy más dura de lo que parezco, tipo duro. Como intentes cualquier cosa, estate seguro de que alguno de vosotros caerá conmigo. —Tampoco habría sonado mal, de no ser porque se había quedado con un hilo de voz a la mitad.
"LA ABOMINACIÓN SE ACERCA", repuso Boca de Incendios, esta vez más alto, con mayor urgencia. "EL DOLOR ES SU EXISTENCIA". Thea tuvo la impresión de que aquello adquiría tintes surrealistas. En esa ocasión, los labios de los miembros de la banda no se habían movido de acuerdo con las palabras. En lugar de hacerle gracia, como si estuviese viendo alguna peliculucha de acción made in Hong Kong sin presupuesto para un doblaje en condiciones, consiguió que se le pusiera la piel de gallina por todo el cuerpo. El timbre de aquella voz era tan poderoso que resonaba en su cabeza incluso después de que se hubiera apagado el sonido.
Encubrió su desasosiego con bravuconería, e incluso avanzó un paso para amenazar al trío a su vez.
—No sé a qué demonios viene eso de las "abominaciones" pero, como no me dejéis en paz, seréis vosotros los que aprendáis lo que es el dolor.
Aquello le ganó una mirada de perplejidad.
—¿De qué cojones está hablando, señora? —inquirió Boca de Incendios. Esta vez su voz sonó distinta, algo atiplada y con un dejo del medio oeste... aunque, por lo menos, los labios acompañaban a las palabras. Qué raro.
Thea se temió que hubiera ingerido algún tipo de alucinógeno durante su estancia en la casa del abuelo Shen. En ese momento, uno de los colegas de Boca de Incendios, el más alto, cogió a su compañero por el hombro.
—¡Xian! ¡Oigo algo! —dijo el Macarra Alto, con la vista fija más allá de Thea.
A ésta se le ocurrió que era buena señal que hubiera alguien más por allí cerca, y comenzó a retroceder.
—¿Qué hace señora? —ladró Boca de Incendios (Xian)—. ¡Le he dicho que no siga!
Thea sacó el bote de espray cuando el líder de la banda y el tercer componente, al que Thea bautizó como Peluca por la cantidad de gomina que llevaba, se abalanzaron sobre ella.
—¡Atrás! ¡No os creáis que me da ningún miedo poneros la cara del revés!
La misma voz sepulcral declaró: "TU CONDENA ESTÁ A TU ESPALDA". En esta ocasión, Thea vio que ninguno de los pandilleros había abierto siquiera la boca. En el preciso instante en que sentía el abrumador impulso de moverse, ya se había tirado al suelo y rodaba hacia un lado. Una sombra voló sobre ella y oyó cómo gritaba uno de los jóvenes.
Fue entonces cuando todo dejó de tener sentido.
Transcurrido un año durante el que no había dejado de pensar qué había ocurrido aquella noche, Thea seguía sin poder explicar el cambio que había tenido lugar entonces. La analogía más acertada que se le ocurría era cuando se te obturan los oídos a gran altura. Al principio, es como si tuvieras puestos unos algodones. Luego tu cuerpo se ajusta a la presión y se te desatascan los oídos. Es como si nunca antes hubieses podido oír mejor.
Aquello era parecido a lo que había experimentado al levantar la vista desde el pavimento. Al principio vio a una figura pequeña y nervuda, al anciano asiático, Shen. Estaba de espaldas a ella, con un retorcido pie de viejo aplastando a Boca de Incendios contra el suelo mientras sus raquíticos brazos de viejo aferraban a Peluca con un abrazo de oso. Los dos chavales pataleaban y vociferaban como alma que lleva el diablo mientras Macarra Alto daba media vuelta y ponía pies en polvorosa.
Una fracción de segundo más tarde, la mente de Thea se desatascó y se ajustó a la nueva presión. Se ajustó a la nueva realidad.
El mundo dio un pasito a la izquierda y Shen ya no era Shen. O sí lo era, pero Thea lo veía tal y como existía tras su cortina de humo. No era humano, era una cosa. Levantaba una miera por encima del metro y medio, y carecía de pelo, a excepción de las greñas que adornaban sus antebrazos y sus espinillas. La piel expuesta que podía ver Thea era gris y poseía la consistencia de la plastilina. Peluca agarró al ser que era Shen mientras pugnaba por liberarse, y apartó las manos llenas de repugnantes pegotes de carne. El cuerpo superior del monstruo, abultado y superdesarrollado, contribuía a hacerlo más repulsivo. La cabeza de Shen era un bulto encajado entre los omoplatos, de los que sobresalían unos brazos como los de Popeye, con unos bíceps como palos de escoba y unos antebrazos exagerados. Sus piernas eran escobillas retorcidas con dos o tres articulaciones cada una, y los pies eran aletas achatadas.
Los dedos de los pies se desplegaban formando un círculo casi completo, las largas garras afiladas como agujas de un pie se hundían en el asfalto. El otro ejercía una presión horripilante sobre Xian. Ante los ojos de Thea, el ser que era Shen cambió el peso del cuerpo y su pie atravesó la espalda del chiquillo. Boca de Incendios quedó tendido, mirándola, a escasos metros de distancia. Vio cómo desorbitaba los ojos entre estertores, con una mano trémula extendida hacia ella. Se produjo una serie de crujidos y de la boca del crío manó sangre negra. Sus ojos continuaban mirando, pero ya no podía ver nada.
En ese momento, Shen se giró como si hubiese oído algo. A pesar de haber concentrado su atención en otra parte, aún no había terminado de ultrajar a Peluca. La encogida cabeza de pigmeo de la criatura era toda dientes, una hilera de colmillos de tiburón como navajas, encajada en las negras encías por una mano vacilante. Un par de ojos diminutos refulgían escarlatas encima de la boca, aunque carecía de nariz y orejas visibles. Aquellos dientes espantosos estaban causando estragos en el cuello y los hombros de Peluca; una lengua bífida tan larga como un látigo se había enroscado en el cuello del crío y apretaba como si quisiera exprimir toda la sangre cuanto antes.
Lo que estaba viendo Thea desafiaba a su comprensión. Existía fuera de toda explicación racional. Era algo inhumano, y estaba matando a aquel muchacho de la calle mientras ella permanecía tirada en medio de una sucia calle, observando. Resultaba evidente que no podía salvar a Peluca. Lo más inteligente sería echar a correr. Poner tierra de por medio entre esa cosa y ella, sin detenerse.
Thea chilló cuando se puso en pie de un salto, apuntó el bote de espray a los ojos del ser que era Shen y pulsó el pulverizador.
El ente rugió de sorpresa y gruñó algo; Thea no logró imaginar qué, dado que la lengua que asfixiaba al pobre muchacho, combinada con un idioma extranjero, lo volvía ininteligible. Esgrimió un antebrazo descomunal, rematado con una mano que parecía capaz de triturar la piedra. Thea tuvo suerte; la golpeó en el hombro, propulsándola tres metros por los aires hasta que se estrelló contra el costado de un contenedor. Lo vio todo en blanco y negro por un segundo, antes de que un tremendo alarido le devolviera la consciencia. Un nervudo hombre de rasgos asiáticos había surgido de la nada, blandiendo lo que parecía ser una barra de hierro al rojo. Terminó su grito en el momento en que descargaba la barra como si de una espada se tratara sobre el poderoso hombro de Shen. De la herida saltaron pegotes de metal candente y de icor negro. El hedor de la carne abrasada y putrefacta inundó el aire. El monstruo tiró a Peluca a un lado con la lengua y se giró para descargar su furia contra el nuevo agresor.
A Thea le dolía el costado a causa del golpe contra el contenedor, y la cruda irrealidad de la situación amenazaba con abrumarla. Se sintió tentada de abandonar al tipo nuevo para que se ocupara él solo de todo. Empero, en el preciso instante en que aquel pensamiento centellaba en su cabeza, supo sin lugar a dudas que el muchacho quedaría reducido a pulpa ensangrentada a menos que ella hiciera algo. Dado que parecía que el bote de espray no servía de mucho, corrió para colocarse detrás del ser que era Shen y ejecutó un barrido contra sus piernas.
A despecho de haberse magullado el hombro, Shen volvió a incorporarse en un instante, intentando decidir a quién atacar. El asiático tenía la mirada enloquecida; la improvisada espada candente que empuñaba refulgía como una bengala de magnesio. No cabía duda de que él constituía la mayor amenaza. Por impulso, Thea se rasgó la blusa y se volvió para ofrecer el cuello.
—¡Oye! —gritó—. ¿No quieres un poco?
El monstruo echó un vistazo y lanzó dos zarpazos en dirección a Thea. La sed de sangre se reflejaba en los ojos de comadreja de Shen. En ese momento, saltó.
Thea se tiró al suelo y rodó hasta ponerse de pie mientras la criatura pasaba junto a ella como una exhalación. Intentó corregir la trayectoria, pero Thea se había alejado demasiado. Aun así, la joven pudo ver la rabia y el ansia impresas en aquel semblante desfigurado. No tardó en dar media vuelta y volver a arremeter contra ella, cuando una bola de fuego estalló en su pecho. El asiático estaba preparado, como si hubiesen ensayado toda la coreografía. Incrustó la barra aún más en el torso del ser que era Shen y retorció, con el rostro congestionado por la concentración. El fuego brotó de la herida, consumiendo la carne de la criatura. Shen emitió un chillido y se arañó el cuerpo, arrancándose enormes jirones de su propio tejido mientras intentaba llegar hasta la barra. Lo único que consiguió fue propagar las llamas más rápido, de sus manos a los brazos, y de ahí a la cabeza.
La criatura se apartó de un empujón, llevándose consigo la espada improvisada. Sin dejar de proferir alaridos, el ser que era Shen se arrancó el trozo de metal y lo tiró al suelo, donde se enfrió hasta convertirse en un objeto informe. Mas el daño ya estaba hecho. La criatura corría en círculos igual que un gigantesco y deforme pollo en llamas, entre gritos y estertores, chocándose con las paredes de los edificios hasta que se desplomó. Al cabo de un minuto, era un esqueleto ennegrecido que se debatía.
Un minuto más, y el afable y venerable abuelo Shen ya no era más que un montón de cenizas.
La imagen estaba tan nítida en su mente como la noche en que había ocurrido. Incluso ahora, casi un año después, recordaba hasta el último detalle. Volvió a sentir la sensación de triunfo y de lástima; sentimientos que acarreaba desde aquel momento. O que había acarreado hasta ayer... hasta que Maxwell Carpenter había hecho saltar por los aires a Romeo Zheng y a Lilly Belva.
7
Nicholas Sforza-Ankhotep se maldijo a sí mismo por centésima vez en lo que iba de hora. Suponía que había transcurrido una hora, al menos; resultaba difícil calcular el paso del tiempo cuando se tenían los ojos vendados con cinta aislante.
Al menos, no se sentía tan maltrecho como la primera vez que había recuperado el conocimiento. Aquello había sido una pesadilla, despertar para encontrarse atado de la cabeza a los pies y casi sin poder respirar. No tardó en descubrir que su secuestrador lo había envuelto en cinta adhesiva. Desde la coronilla a las plantas de los pies, estaba inmovilizado por aquella resistente cosa plateada. A despecho de los respiraderos practicados a la altura de la boca y la nariz, cada vez le costaba más esfuerzo respirar. La piel no podía transpirar cubierta por aquella maldita cinta. Por no hablar de las crecientes quejas de su vejiga.
Si lo hubiesen dejado así, no habría tardado en morir. Ese hecho en sino le preocupaba; la muerte, a fin de cuentas, era una nimiedad. No obstante, sí que hubiese constituido una manera agravante, por no decir vergonzosa, de perecer. Resultaba que su apresador era un sádico hijo de puta que poseía un gran interés en que Nicholas siguiera con vida. Cuando se hizo evidente que la fisiología de Nicholas no estaba preparada para el modo en que lo habían confinado, su secuestrador había retirado la mayor parte de la cinta. Aquello no había sido tan malo allí donde le protegía la ropa; el jersey y los pantalones se habían quedado cubiertos de trozos de pegamento y pedazos plateados, nada serio. No habían corrido la misma suerte aquellas partes del cuerpo que tenían la piel al descubierto. Nicholas se imaginó que el rostro y las manos se le habían quedado enrojecidas y en carne viva.
Un inconveniente sin importancia comparado con el dolor constante que amenazaba con destrozarle el cráneo. No estaba seguro de cuál era la gravedad de la herida que tenía en la cabeza pero, a juzgar por el modo en que había perdido el conocimiento, debía de ser algo serio. En alguna ocasión se desvanecería y no volvería a despertar. Le habría gustado comprobar el estado de sus heridas pero, aun cuando no siguiese teniendo la cabeza envuelta en cinta adhesiva, no podría haberse movido para tantear. El porqué eso era así constituía una de las razones por las que se maldecía a sí mismo. Lo sujetaban cuatro bandas de oro; artefactos poderosos de su propia creación. Había dedicado numerosas horas a forjarlas para desempeñar la función que realizaban en esos momentos: inmovilizar al cautivo en éxtasis, restringiendo cualquier movimiento. Había planeado utilizarlas contra la misma persona que ahora lo tenía prisionero. En vez de eso, ahí estaba él.
A Nicholas no se le escapaba lo irónico del asunto, pero no se sentía de humor para apreciarlo.
Ni siquiera se dio cuenta de que había vuelto a desmayarse hasta que una nueva punzada de dolor le atravesó la cabeza de sien a sien. Con una mueca, Nicholas se dio cuenta de que podía moverse; al menos, podía girar la cabeza. Seguía teniendo los ojos vendados, por lo que no podía ver qué había cambiado, pero no costaba adivinarlo a juzgar por la sensación. Su apresador había retirado la banda que le rodeaba el cuello. Aparte de la posibilidad de mover la cabeza, el dolor era mucho más agudo, más inmediato. Con independencia de la frustración del momento, sentía cierto alivio. No lograba imaginarse en qué estado se encontraría en esos momentos si hubiese tenido que soportar el dolor en toda su extensión durante tanto tiempo. No dejaba de resultar interesante; no sabía que las bandas entumecerían las sensaciones además de los movimientos. Valía la pena tomar nota para futuras referencias.
En ese momento, sintió algo frío y húmedo en la boca. Nicholas no había reparado en la sed que tenía hasta que hubo probado las primeras gotas de agua. Levantó la cabeza, buscando el reguero con la lengua. Engulló el agua al tiempo que gritaba por culpa de la agonía que constituía mover la cabeza tan deprisa. El reguero cesó, dejándolo boqueando y tanteando enloquecido con los labios y la lengua.
—Pareces un pescado —se mofó una voz áspera y glacial—. Así, cabeceando de ese modo. ¿No serás mitad pez? Sí, seguro que sí. Tu abuela era una barracuda, estoy convencido.
—Vete a tomar por culo —dijo Nicholas. O quiso decirlo, al menos. Comenzó a toser en cuanto hubo escupido la primera palabra. Cuando el ataque de tos hubo remitido y se hubo sobrepuesto a la oleada de dolor desencadenada por las expectoraciones, probó de nuevo—. Vete a tomar por culo, Carpenter. Los dos sabemos que vas a matarme, así que termina con esto de una vez.
—Así que voy a matarte. Yo no estaría tan seguro. Me has dado todo un misterio que resolver. Quiero cerciorarme de que no me has contado un montón de patrañas antes de decidir qué voy a hacer contigo.
No se lo habré dicho, ¿verdad?, pensó Nicholas. No le costaba imaginarse que Carpenter estuviera refocilándose. Era propenso a comportarse de ese modo, como ahora, con la sobredosis de suficiencia que experimentaba. Intentó ordenar sus recuerdos fragmentados, en vano. El recuerdo de su captura estaba incompleto, faltaban detalles cruciales y la secuencia de causa y efecto era una maraña inconexa. Por mucho que se esforzara por concentrarse, su mente no conseguía reunir nada más esclarecedor que fotogramas aislados de acción. Sabía que se había entrevistado con alguien, ¿reporteros? No, se fingían periodistas, colaboraban con su apresador para meterlo en el templo. Gracias a la curiosidad de Nicholas, su plan había funcionado a la perfección. Otra cosa más por la que maldecirse. Habían atacado, alarmas, disparos, sus hombres que los combatían, intentando protegerle, proteger...
—¡El Corazón! —exclamó, arrepintiéndose de su arrebato. ¡Cierra la bocaza, Nick!
—¿Qué dices? ¿Tu corazón? Sigue latiendo, compañero. —Una pausa, luego la voz más próxima, su secuestrador se inclinaba sobre él—. No, no te referías a eso. ¿El corazón? ¿Qué corazón podría ser ése, muchacho? Verás, con todo el ajetreo, se me olvidó una cosa. Había una especie de... fuerza... en tu templo, ¿no es así? Una especie de algo, un nosequé. Un generador mágico o algo. Sí, ya me acuerdo. Ibas a buscarlo cuando nos tropezamos, ¿a que sí? Me parece que sí, mira cómo te tiembla la barbilla. Me encantaría jugar al póquer contigo. ¿Será eso el "corazón" que has mencionado? ¿Qué hace? Venga, a mí me lo puedes contar. Soy un viejo amigo de la familia, ¿lo sabías?
Nicholas guardó silencio e intentó serenarse. Había cometido otro desliz, pero al menos había sacado algo en claro de él. Parecía que, por lo menos, su apresador no tenía el Corazón. ¿Habrían sobrevivido sus hombres y se habrían llevado el Corazón a la casa? Nicholas sólo podía rezar para que así fuera.
—¿No dices nada? ¿Te las das de fuerte, mudito? Está bien, tío duro, lo haremos a tu manera. Mientras te tenga a mano, puedo esperar lo que haga falta y un poco más.
La rutina del collar y el agua se repitió algún tiempo después. El agua fría hizo que Nicholas reparara en el calor que hacía en la habitación. Cuando hubo recuperado la sensibilidad en el rostro tras la retirada del collar, sintió que sudaba a chorros. Herido y deshidratado, una combinación encantadora. No estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido desde la dosis de agua anterior, ni siquiera sabía cuánto llevaba prisionero. Si tenía en cuenta que parecía que las heridas seguían igual, no más de doce horas, tal vez un día fuera de circulación. A esas alturas ya sabía que su secuestrador no fanfarroneaba, al menos en lo que tocante a saber lo que era Nicholas. Carpenter no habría descubierto las bandas si Nicholas no le hubiese hablado de ellas o hubiera intentando usarlas contra él. Tampoco habría podido saber que tenía que quitar la banda del cuello para que Nicholas pudiera tragar. La estasis no era absoluta; los procesos básicos involuntarios funcionaban con normalidad: la respiración, el bombeo del corazón, etc. Pero no podía tragar, ni podría hablar, mientras el collar estuviera en su sitio.
Y su apresador no se tomaría la molestia de ofrecerle agua si no planeara mantenerlo con vida durante una temporada. Bueno, o tal vez sí. A Nicholas no le costaba imaginarse a aquel bastardo realizando una variante de la tortura china del agua antes de ejecutarlo. Tenía que pensar en una forma de escapar antes de que ocurriera eso. Le costaba horrores concentrarse con aquel dolor de cabeza, por no mencionar la frustración provocada por aquel confinamiento absoluto. No podía mover ni un solo músculo; en cierto modo, aquella agonía era peor que el dolor que sentía en el cráneo. Espera; ¿siento algo en la mano? ¿Podía moverla apenas, o serían imaginaciones suyas, una sensación fantasma? Concéntrate, intenta...
Una llamarada de fuego blanco estalló en su sien, arrancándole un chillido.
—Gritas como una nena, ¿lo sabías? Tengo la impresión de que no me estás escuchando. Presta atención si no quieres que te atice un poco más.
Nicholas oía las palabras de Carpenter como si éste estuviera muy lejos. Parecían diminutas, y había un murmullo de fondo, como si estuvieran cerca del mar.
—Me parece que me has roto el tímpano, gilipollas —musitó. Sus propias palabras resonaron entre los huesos de su cráneo, propiciando una vibración que le arrancó un gruñido estrangulado. Cuando el dolor se hubo calmado lo suficiente como para poder formar un pensamiento coherente, se arriesgó a responder—. Escucha, hijo de puta. Si lo que planeas es mantenerme con vida hasta que te aburras de tus jueguecitos sádicos, no vas por buen camino.
—No sé por qué lo dices. —La voz procedía de algún lugar a su derecha—. Yo te veo de lo más vivaracho. ¿No has oído cómo gritabas? Un moribundo no sería capaz de soltar un alarido tan saludable como ése.
—Creo que tengo una contusión seria. Tal vez se trate de un hematoma cerebral, de una hemorragia interna o qué sé yo. Si no recibo tratamiento, podría morir.
—No me digas. Verás, me hace gracia, porque sé de buena tinta que ya has sufrido heridas mucho peores que ésta y siempre has vuelto a la carga. Lo que me sorprende es que no emplees el método que utilizaras entonces para curarte estos arañazos.
Nicholas no estaba seguro de a qué heridas anteriores se refería Carpenter, hasta que comenzaron a aflorar los recuerdos. Las circunstancias que lo habían llevado a esa situación, para empezar, con el ataque al que lo había sometido Carpenter hacía casi un año.
—Eso era distinto.
—¿Sí? Por fin has cogido el hilo. Explícame por qué era distinto. Ilumíname.
Nicholas compuso un rictus de dolor.
—Si quieres saberlo, tendré que ser capaz de concentrarme durante algo más de un minuto cada vez.
—No te voy a sacar de esas bandas, si te refieres a eso.
—Entonces, dame por lo menos una cantidad de agua decente y algo de comer. Tengo que recuperar las fuerzas. —¿Comenzaba a arrastrar las palabras? Joder.
—Oye, eso sí que suena bien.
Un fragmento de recuerdo pasó fugaz por su cabeza.
—¡Por Dios, Carpenter! Tú tuviste puesta una de estas bandas y te costó liberarte. ¿Cómo esperas que me suelte yo con todas alrededor?
—¿Quién me dice que no tienes... coño, no sé, una especie de orden o algo para que se abran sin más?
Maldita sea, ésa sí que habría sido una buena idea; acuérdate para la próxima.
—Si así fuera, ¿no te parece que ya la habría utilizado?
—A lo mejor estás esperando a sentirte mejor para soltarte —repuso Carpenter, pero Nicholas percibió el tono dubitativo de su voz.
—A lo mejor, pero seguro que no sería ahora. Aunque me liberara, estaría para el arrastre. ¿Qué te impediría volver a barrer el suelo conmigo?
—Bien pensado. Además, sería divertido.
Nicholas estaría mucho mejor ingresado en un hospital, pero el alimento ayudaba. Sentía cómo recuperaba las fuerzas, cómo remitía el dolor de su cabeza. No podía librarse de sus heridas sólo con desearlo, pero se curaba mucho más rápido que una persona corriente. Por agónica que fuera toda aquella situación, seguía teniendo su parte buena. Dado que había comido, su organismo tenía que procesar los desperdicios y, como se vería, su secuestrador era un obseso de la limpieza.
—No sé por qué no te dejo aquí en medio de tu propia mierda —musitó Carpenter, mientras terminaba de limpiar lo que había ensuciado Nicholas.
Tenía puesto el collar, por lo que no pudo soltar ningún comentario hiriente, pero Nicholas se reía por dentro. De hecho, habría jurado que sentía cómo se flexionaban los músculos de su abdomen a causa de la risa. Aborrecía poner en duda su habilidad (estaba seguro de que había creado aquellas bandas para mantener cautiva a una criatura poderosa durante mucho tiempo), pero esta vez se alegraba de haberse sobrestimado.
No tardó en decidir que su apresador debía de haber estropeado las bandas mientras se las colocaba. Habían estado sujetas a una base, y casi se atrevería a asegurar que ya no era así. Por consiguiente, Carpenter las habría quitado por el motivo que fuera y, ¿qué? ¿Las había doblado a su alrededor? Factible, dado que Nicholas las había diseñado para que fueran un poco maleables. Pero el féretro al que habían estado unidas formaba parte del circuito; sin él, la potencia de las bandas estaba menguando. No sabía a ciencia cierta cuánto tiempo tardarían las bandas en debilitarse lo suficiente como para que él pudiera liberarse. Tal y como iban las cosas, no muy pronto.
Así que su secuestrador sabía cómo funcionaban las bandas, pero no conocía todas sus propiedades. Nicholas podría utilizar eso en su provecho. Si consiguiera liberarse... ¿qué? ¿Intentaría doblegar a una criatura con la fuerza de Carpenter sin haberse recuperado antes de su grave trauma craneal? ¿Y qué había de esas personas que habían contribuido a su captura? La mujer y los dos hombres, y algunos más a los que no había visto. Un momento; uno de los hombres estaba muerto... Carpenter le había disparado. El recuerdo cobró nitidez.
Se habían presentado ante las puertas fingiendo que eran periodistas; sabían que estaba vivo y en el interior. En aquel momento no había sabido quiénes eran, y su curiosidad le había llevado a pedir a Gamal que les dejara pasar. Luego las alarmas, el ataque. Eran un cebo, una distracción, para que irrumpieran Carpenter y los demás. Mas ahora, aquello no tenía sentido porque, cuando uno de los hombres (un asiático que se conducía como un policía) había visto a Carpenter, había comenzado a disparar. Carpenter había respondido al fuego y el hombre había resultado muerto. Después de aquello, Nicholas había estado demasiado ocupado defendiéndose de Carpenter como para extraer conclusiones.
Por tanto, parecía que aquellas personas no colaboraban con su secuestrador... a menos que se tratara de una traición, pero Nicholas lo dudaba. Sin embargo, si no comulgaban con Carpenter, ¿quiénes demonios eran? Nicholas relegó aquel misterio; lo acuciaban preocupaciones más inmediatas. Como soltarse y asegurarse de que el Corazón estaba a salvo.
Profanado el templo, su gente no tenía ningún sitio en el que guardar el Corazón sin que fuese detectada su presencia. Sería como una baliza para cualquier ser sobrenatural de la zona que tuviera una pizca de habilidad para sentir auras. Se verían obligados a devolver el Corazón a Egipto de inmediato. Sería antes de lo planeado, pero el peligro de perderlo aumentaba con cada hora que permaneciera allí.
Teniendo esto en cuenta, Nicholas sabía que no podía confiar en sus hombres para que lo rescataran. Comparado con el Corazón, el bienestar de Nicholas quedaba relegado a un lejano segundo plano. Eso no le importaba; volvería a estar bien a la larga, hiciera lo que hiciera Carpenter. De hecho, tal vez redundara en beneficio de Nicholas si lo incitaba a emplear la violencia. El peligro estribaba en no saber durante cuánto tiempo permanecería fuera de juego. No, no podía correr ese riesgo. El Corazón era demasiado importante.
—A ver, ¿de qué iban todos aquellos jinetes de camellos?
—¿Cómo? —Resultaba que a Carpenter le gustaba hablar. De resultas de haber estado fuera de la circulación durante tanto tiempo, lo más probable. Nicholas le daba coba. Le ayudaba a mantenerse consciente, y tal vez le proporcionara alguna oportunidad de escapar. A pesar de todo, Nicholas no había podido evitar fijarse en que, en ocasiones, Carpenter se comportaba como un gilipollas cretino, racista y sexista. Vale, casi todo el tiempo.
—Esos tíos del templo donde estabas escondido. Tu pequeña empresa tenía, ¿qué? Tenía una docena de expertos en seguridad, todos ellos blancos salvo aquel gigantón moreno. Luego desapareces durante un año y regresas con la plantilla totalmente renovada, toda una mezcla de negritos zumbones y moros con turbante.
Estaba recargando las tintas. ¿Intentaría provocarlo? Era posible. Carpenter demostraba ser un bastardo taimado. Se cargó a toda la familia y también habría acabado contigo, se recordó Nicholas. Que no se te olvide. ¿A qué venía aquel interrogatorio acerca de sus hombres? ¿Le preocupaba que pudieran estar siguiendo su rastro? ¿O sería simple curiosidad?
—¿Qué quieres que te diga? Como empresario, creo en la igualdad de oportunidades.
—Ya, eso también tiene su gracia. Hace un año tenías tu pequeño capricho, una empresa de seguridad, pequeña pero boyante. Buena jugada, por cierto. A tenor de las pruebas, todo el mundo piensa que eres un prometedor empresario, pero estás en una situación inmejorable para garantizar la seguridad de tu familia y la de todos sus colegas mafiosos. Tienes la excusa perfecta para codearte con todos los "elementos indeseables", que se diría en mis tiempos. Tráfico de drogas, blanqueo de dinero, ¿sí? La punta del iceberg, seguro. Así que tú y tu pandilla ganabais un montón de pasta, apartamentos en Lake Shore Drive, vacaciones en el Caribe. Con aspiraciones a convertiros en peces gordos algún día, pero alevines por el momento. Desapareces durante diez meses, un año, y el motor sigue en marcha. Ya ni siquiera te necesitan de mascarón de proa, ¿sabes? Luego regresas a la ciudad y fundes unos cuantos millones para agenciarte un templo en el centro del que nadie había oído hablar, además de sabe Dios cuántos más para mejorar la seguridad. Por no hablar de una plantilla integrada por yo qué sé cuántos, aunque parecían al menos una docena. Aunque todo el papeleo está en regla y es legal, dando de alta al Templo de Akenatón en la Seguridad Social y todo, lo cierto es que el dinero procedía de otra parte, y no de la mafia, como yo me había imaginado. Un misterioso benefactor te entrega una suma considerable para que te hagas con el templo, así que llevas a cabo la operación completamente al margen de tu antigua empresa y montas el chiringuito una vez dentro.
Joder, ha descubierto bastante. Parecía que Carpenter no alcanzaba a comprender el verdadero significado de lo que había estado haciendo Nicholas desde su regreso. Dividía su atención entre lo que decía Carpenter y el sordo eco de su voz dentro de la estancia. Luego estaba el repiqueteo seco de sus pisadas. Supuso que se encontraban en una habitación pequeña; paredes de cemento o de ladrillo, a juzgar por la acústica. Si añadía el aire viciado y el ocasional estremecimiento metálico de los conductos de ventilación cada vez que se ponía en marcha una caldera, suponía que se encontraban en un sótano. Eso quería decir que podían estar en cualquier parte del mundo civilizado, pero Nicholas creía que no se equivocaba al asumir que seguían en la zona de Chicago. Carpenter no le daba la impresión de ser un trotamundos, eso sin tener en cuenta el problema añadido de cargar con un cuerpo sujeto con cintas de metal y cinta adhesiva. Que hable, a ver cuánto sabe y en qué se equivoca. A ver cómo puedes aprovecharlo para escapar.
—¿Tienes alguna pregunta que me quieras hacer?
—Tengo un caldero lleno —repuso Carpenter—. Empecemos poquito a poco, hasta llegar a lo fundamental. Aquí va una sencilla: ¿Qué demonios pasa con ese templo? No demuestras ningún interés en nada que no sea americano, luego te vas a sabe Dios dónde durante unos cuantos meses, y vuelves como si fueras el puto rey Tut.
Nicholas soltó la risa a pesar de las punzadas que le inundaron la cabeza.
—No me creerás si te digo que me gustó el garito, ¿no?
—Pues no.
—Vale. —Se atuvo a una alusión que había mencionado su secuestrador—. Si hubieses indagado un poco más, sabrías que estoy haciendo ni más ni menos que lo mismo de siempre: representar a una parte interesada que prefería mantenerse en el anonimato.
—¿Un mafioso quería que compraras un templo egipcio? ¿Para qué?
—Piensa en todo lo que acabas de decirme y averigúalo. —Eso conduciría a Carpenter demasiado cerca de la verdad, pero Nicholas razonó que la respuesta satisfaría al bastardo y lo distraería lo suficiente como para que dejara de investigar—. Tú mismo lo has dicho. Me presento con un puñado de extranjeros, compro un templo étnico y lo pongo de punta en blanco, ¿vale? ¿Y a qué demonios llevo dedicándome desde hace cinco años?
Las pisadas de Carpenter se detuvieron. Nicholas se imaginó que estaba pensando, relacionando todos los elementos.
—Tú... un gángster, no. Un negrata, seguro que no. ¿Te codeas con alguno de los jefazos con turbante? ¿Es eso lo que me quieres decir? No me jodas, Sforza. Tu gente está tan involucrada en el Sindicato Americano que no podríais subiros a sus barbas so pena de muerte. ¿Te crees que me voy a tragar que te has vendido a la puta mafia egipcia? ¿Existe siquiera tal cosa? —Una risotada seca, atronadora—. Un panda de jinetes de camellos con trajes a rayas y ametralladoras. Menuda estampa, ¿eh? Eso es una gilipollez, Sforza.
La respuesta de Nicholas fue rápida pero tranquila mientras los charoles de Carpenter taconeaban en su dirección.
—Te imaginaba un poquito más listo, Carpenter. ¿Quién ha dicho que me haya cambiado de bando? —Improvisaba sobre la marcha, en un intento por endilgarle a Carpenter lo que fuera con tal de cambiar de tema—. No te quepa duda de que hay mercado en Egipto; es la mejor ruta para entrar en Oriente Medio, allí se presentan oportunidades de todo tipo. No te lo creerías. Todo el sistema económico es campo abonado para la corrupción. El Sindicato es como otro negocio cualquiera; tiene que amoldarse a los nuevos tiempos, ¿no? Abrirse a nuevos mercados, y todo eso. El Oriente Medio está patas arriba, pero es justo la oportunidad que estábamos esperando. Alguien hace algún pacto con alguna de las bandas oriundas de allí, yo me dejo caer para tantear el terreno, vuelvo y monto aquí el chiringuito.
Carpenter se detuvo junto a la estrecha cama de Nicholas, callado durante un par de segundos. Nicholas se preguntó qué estaría pasando por la cabeza de su secuestrador. Le había proporcionado una explicación plausible, por no decir inspirada. ¿Se lo tragaría, o decidiría vapulearlo un poco más?
—¿Esperas que me crea que estás metido en alguna mierda del Sindicato cuando no has vuelto a reunirte con los jefes desde que regresaste? No cuela, tipo duro. En ese templo se cuece algo más, con esa pequeña tropa de infantería, el lote completo. Así que, ¿de qué se trata? Cuando veo toda esta porquería egipcia que llevas, no puedo evitar el preguntarme si ahora te creerás que eres un puto faraón o algo así.
Un tintineo y Nicholas sintió un tirón en la base del cuello. Sorprendido de que Carpenter no le hubiera quitado el escarabajo, no respondió enseguida. Su instinto le dictaba cautela. Probó a soltar un bufido de desdén, y la reverberación accionó una carga explosiva en su sien.
—Eso, ahí lo tienes —dijo, con una mueca—. Soy Ramsés, y he vuelto desde la tumba.
—¿En serio? No me extrañaría. —El collar se posó de nuevo en el pecho de Nicholas con un golpe; se reanudaron las pisadas arrastradas cuando Carpenter hubo reanudado su vagabundeo por la pequeña estancia—. Antes dijiste que eras inmortal. No eres ningún vampiro, ni tampoco un cadáver ambulante, como yo. Entonces, ¿qué? No serás una momia. Eso no es más que un fiambre envuelto en vendajes, parecido a mí, ¿no? Pero eso no me cuadra. Estás vivo. No es que finjas, lo estás. Y la pregunta del millón: ¿Cómo demonios es que estás vivo, delante de mis narices, cuando vi cómo te volabas la tapa de los sesos?
Nicholas se maldijo a sí mismo. Aprovecharse de explicaciones mundanas para desviar la atención no le había conducido a ninguna parte. Tendría que habérselo imaginado. Como recién llegado a la nueva realidad a la que se enfrentaba, seguía pensando en términos de antiguas asunciones. Todavía pensaba en Carpenter tal y como se lo pintara su abuela: un matón corto de entendederas de la mafia, sin nada más en la cabeza que armas, delitos de poca monta y brutalidad. Nicholas había asumido que su abuela quería decir que Carpenter era uno de los gorilas del Sindicato de la época actual. Fue a su regreso a Chicago cuando descubrió que el hombre que se hacía llamar Maxwell Carpenter llevaba muerto medio siglo. La nueva vida de Nicholas comportaba el descubrimiento de muchos secretos, entre ellos el tipo de criatura que era Carpenter. Había dejado de ser un mortal; pues claro que habría aprendido mucho acerca de lo sobrenatural. Concéntrate; sobreponte al dolor y procura salvar la situación.
—¿Estás seguro de haber visto lo que crees que viste?
—No me vengas con ésas. Te obligué a apretar el condenado gatillo. Vi cómo se desparramaba tu cerebro por toda la pared.
El dolor lacerante que sentía Nicholas en la cabeza no estaba contribuyendo a engendrar nuevas ideas, por lo que intentó una última jugada desesperada.
—¿Quieres que te diga la verdad? La verdad es que no sé lo que me ha ocurrido. Aquella noche, de repente, me entraron ganas de pegarme un tiro, ¿no? ¿Y fuiste tú? ¿Hiciste que quisiera ponerme una puta pistola en la cabeza? Joder, a lo mejor me hiciste algo más. Lo único que sé es que no morí. ¿Por qué? Ni idea. No recuerdo lo que ocurrió después. Demonio, por lo que sabemos cualquiera de los dos, habrá sido mala puntería, o un proyectil defectuoso, o cualquier cosa que pareció peor de lo que era. No es que haya estado intentando acabar con mi vida desde entonces, ¿verdad?
La voz de Carpenter susurró en su oreja; la rabia, apenas contenida, resultaba evidente en cada una de sus palabras.
—Chorradas. Te estás callando algo y ambos lo sabemos. Como no me digas la verdad, voy a comprobar si de verdad eres tan inmortal como afirmas.
En ese momento, el collar volvió a encajar en su sitio y Nicholas oyó pasos que se alejaban. Un portazo y las pisadas se redujeron a la nada. Nicholas porfió por volver a pensar con claridad. Su herida imposibilitaba todo el proceso. Carpenter ya había averiguado demasiado, sus conocimientos del mundo de lo sobrenatural bastaban para que Nicholas tuviera que devanarse los sesos si quería jugársela.
Al cabo, Nicholas sintió la oleada de dolor cuando fue retirado el collar. Nueva agonía cuando arrancaron la cinta adhesiva que le cubría los ojos. Parpadeó lo mejor que pudo, con las pestañas pegadas a causa de la cola. Una silueta borrosa cobró forma en cuestión de segundos; el rostro de su apresador, Maxwell Carpenter.
No era un semblante agradable. Enjuto, de nariz pronunciada y líneas a ambos lados de la boca que le conferían personalidad. Nicholas sabía que aquel no era el auténtico rostro de aquel hombre, tan sólo el cuerpo a bordo del cual había regresado al mundo de los vivos. El verdadero Carpenter lo miraba desde unos ojos fríos cargados de odio.
—¿Y ahora qué? —grajeó Nicholas. El tenue zumbido que llevara horas oyendo se había convertido en un rugido al desaparecer el collar. Combinado con el dolor de su cabeza, dificultaba aún más la concentración.
—Sigo agotado por lo del otro día y esperaba sacarte a la antigua usanza lo que quiero saber. Puedo ver cómo te estás disipando. No creo que sobrevivas mucho más. Quiero asegurarme de que consigo las respuestas a todas mis preguntas antes de que estires la pata, lo que significa que lo haremos por las malas.
Nicholas no sabía qué pensar de todo aquello, aunque se hizo evidente cuando su secuestrador habló de nuevo. Los ojos de Carpenter restallaban con un fulgor verde cuando ordenó:
—Dime lo que eres.
Un puñal de dolor atravesó el cerebro de Nicholas. Se encontró abriendo la boca para responder, oyó que su voz jadeaba:
—Soy el que no puede morir. Soy Amenti.
Carpenter se apartó, entrecerrando los ojos a causa de la sorpresa y la confusión. Nicholas se esforzaba por mantener su lengua traidora bajo control. Aquella luz verde, el tono gélido de la voz de Carpenter... el bastardo estaba dándole órdenes a su cerebro. Nicholas se había preguntado cómo podría haberle obligado a coger una pistola y ponérsela en la sien, por no hablar de apretar el gatillo. No sabía cómo, Carpenter poseía la facultad de imprimir una compulsión dentro de uno, un impulso tan abrumador que se sobreponía incluso al instinto de supervivencia. Y ahora la estaba empleando para arrancar los secretos que aún guardaba Nicholas de sus labios renuentes.
Su secuestrador se agachó de nuevo, apresando su mirada para ladrar otra orden.
—Dime qué demonios significa eso —impelió Carpenter, con un ojo gris y el otro verde brillante.
La agonía era un relámpago que restalló en el cráneo de Nicholas. Con los dientes apretados, escupió:
—Tú lo has dicho antes, gilipollas. Momia. Inmortal. —Sentía el cerebro a punto de explotar, perdió la visión del ojo derecho. Le pareció ver que la tensión se reflejaba a su vez en el rostro de Carpenter. ¿Por qué demonios no me pide que se lo explique todo en vez de someterme a esta mierda de interrogatorio?
—¿Cómo? ¡Estuviste muerto, igual que yo! ¿Cómo regresaste? ¿Cómo te has convertido en esto?
Nicholas intentó un gesto fútil de desafío, pero la compulsión era irresistible. Las palpitaciones de sus sienes levantaban olas de agonía.
—Hechizo... de Vida.
—¿En el templo? ¿Es eso? ¿Es algo que hiciste en el templo?
El fuego verde lo conminaba a responder a su pesar. ¡Si pudiera conseguir que Carpenter creyera que era cierto! En vez de eso, su boca le traicionó con un:
—No.
—Así que tuvo que ocurrir en alguna otra parte —gruñó Carpenter. Su voz adquirió tintes de urgencia y brusquedad, como si hablara para sí. Como si estuviese intentando pulir los detalles, decidir qué preguntas serían las más adecuadas.
—Se trata de una especie de... de procedimiento o ceremonia; ¿dónde? —Ahondó en Nicholas con la mirada—. ¿Dónde hiciste ese "Hechizo de Vida"?
Los labios de Nicholas se replegaron sobre sus dientes mientras luchaba contra la compulsión. Lo mejor que podría hacer era ser impreciso.
—Egipto —balbució, al cabo, convirtiendo la "E" en un largo lamento agónico.
Por doloroso que estuviera resultando para él, Nicholas sentía que la habilidad que estaba utilizando Carpenter también le pasaba factura. A través de la espesa bruma del dolor, veía cómo su secuestrador acusaba la tensión por momentos. No sabía cómo terminaría aquello pero, si lograba resistir lo suficiente, haciendo cuantas menos concesiones mejor, quizá pudiera agotar a Carpenter. Y luego... ¿qué? No lo sabía, pero era lo único que tenía.
—¿"Egipto"? Ese puto país es enorme, gilipollas. ¿"Hechizo de Vida"? Perfecto. No sé una mierda de hechizos. ¿Cómo funciona? Será... tú eras igual que yo, un cadáver que se alejaba. Ahora estás vivo. ¿Quién lo hace? ¿Tiene truco? Seguro que sí, ¿a que sí? De lo contrario, todo el mundo lo haría. —Carpenter se volvió hacia Nicholas de nuevo, con la desesperación pintada en el rostro—. ¿Tiene que ver con ese "corazón"? ¿Te convirtió eso en lo que eres?
Nicholas gimió, intentó apretar los dientes, pero el calor de la llama verde le abrasaba la mente. En ese momento, algo brotó de su interior, con tanta fuerza que su cuerpo se hundió en la estrecha cama. Una voz, profunda y resonante, manó de sus labios para hablar con una lengua muerta desde hacía milenios. La rabia de aquellas palabras era tan sobrecogedora que fue como si descargaran un golpe físico sobre Carpenter. Éste trastabilló de espaldas; sus ojos delataban confusión, quizá incluso temor.
Una supernova de tormento explotó en la cabeza de Nicholas. Todo empezó a dar vueltas, el rugido de sus oídos aumentó hasta volverse ensordecedor. Su cuerpo se estremeció; las poderosas contracciones comenzaron en su abdomen y ascendieron por su esófago. Sintió la garganta inundada de bilis y el caldo a medio digerir que le diera Carpenter. Intentó moverse, rodar, pero las ataduras seguían siendo demasiado fuertes. Su cuerpo se arqueó y se contorsionó igual que un pez al extremo del sedal. Por fin pudo mover la cabeza, la volvió y lo salpicó todo de vómito al mismo tiempo que intentaba coger aliento. Un ataque de tos se apoderó de él, convulsionado aún más su cuerpo; el fluido, cálido y espeso, le inundó la garganta y manó en todas direcciones. Se produjo un segundo estallido de fuego blanco detrás de sus ojos, desencadenando un espasmo tan poderoso que se sintió propulsado por los aires.
Las palabras no bastaban para describir el dolor que lo desgarraba. Nicholas se libró de tener que pensar en ninguna, puesto que la siguiente llamarada que lo atravesó le condujo a la cresta de una ola de oscuridad que se lo tragó con irresistible finalidad.
Un segundo más tarde, Nicholas Sforza-Ankhotep había muerto.
8
Thea vio cómo Jake se inclinaba hacia delante para recorrer con la mirada el canope que ella había colocado sobre la caja de recaudación en desuso.
—Entonces, ¿tú crees que esto es lo que buscaba Carpenter?
—Es posible, pero lo dudo —dijo Thea, mientras se fijaba en el resto del Stop N Go. Parker estaba intentando convencer a los radiadores para que funcionaran y Dean inspeccionaba todo el lugar como si esperara que estuviese lleno de trampas. Jake y ella se habían sentado en un par de sillas desvene ijadas, cerca de la puerta del supermercado abandonado. Menudo escondite secreto. El invierno había sido muy frío y desapacible, pero Thea se había apresurado a acudir allí desde su cálido apartamento aquella misma tarde. Después de la dolorosa conversación con Margie, se había recreado en sus recuerdos y había pasado el resto del día en su habitación, sin hacer nada. Tampoco había oído que Margie anduviera por la casa, por lo que supuso que su amiga estaba intentando encontrar alguna solución, y no sólo para su resfriado. Por lo menos la policía no había irrumpido para llevársela a rastras.
Se había sentido igual de incómoda al día siguiente, y había desperdiciado casi toda la mañana acostada. Allí seguiría todavía si no hubiese tenido aquel sitio al que escapar.
—Creo que descubriste muchas cosas de él gracias a tu investigación. Carpenter se propone asesinar a todos los miembros de la familia Sforza y, dado que Nicholas Sforza se escondía en el templo, tuvo que entrar para echarle el guante. —Apoyó la barbilla en la punta de los dedos y señaló el vaso con la cabeza—. Me parece que ni siquiera sabía que estaba allí. Tampoco creo que le importara.
—Sí, consiguió lo que quería —gruñó Parker desde el lugar donde se peleaba con uno de los radiadores.
Todos asintieron con la cabeza. El dolor seguía reciente en sus mentes.
—No me puedo creer que nos utilizara, incluso después de que hubiésemos averiguado lo que se proponía —dijo Jake.
—Olvidaos de eso. —Thea zangoloteó la cabeza—. No digo que ésta no sea una situación horrible, que no haya sido un calvario para todos. No digo que no la cagásemos, pero hicimos cuanto pudimos. Intentamos descubrir lo que ocurría, intentamos que no sucedieran más desgracias. Sigo creyendo que nuestra mejor opción, nuestra única opción, pasa por entrevistarnos con ese tal Sforza. Lo que ocurrió fue que Carpenter actuó antes de lo que pensábamos. A ver, pensad en ello. Lleva años planeando esto. Demonios, décadas, ¿vale? Me extraña que consiguiéramos descubrir la verdad sobre él en una semana. Me gustaría creer que nosotros también le sorprendimos a él.
—Como si nos hubiera servido de algo —dijo Parker, mientras acercaba el radiador al centro de la estancia—. Mató a Lilly y a Romeo y secuestró a Sforza. Obtuvo todo lo que andaba buscando y nosotros no hicimos una mierda por detenerlo. Ni siquiera habríamos salido de allí si no hubiese sido por la tormenta de nieve. Anuló la visibilidad, cubrió nuestras huellas y dificultó que los polis se organizaran.
Aquello le arrancó una risita amarga a Dean.
—Sí, tuvimos suerte. Romeo y Lilly han muerto, pero nosotros estamos bien. A Lilly la han tachado de racista asesina, pero a nosotros nos va de cine.
No se podía refutar aquella lúgubre aseveración, pero Thea lo intentó de todos modos.
—Ojalá pudiésemos hacer algo para cambiar las cosas, pero ya conoces los riesgos. Gracias a otros cazadores sabemos que apelar a la opinión pública nunca da resultado. Los malos están demasiado bien atrincherados en el gobierno y en los medios de comunicación. Ojalá pudiéramos decirle al mundo entero que Romeo y Lilly murieron cumpliendo con su deber, que son héroes. Espero que podamos algún día pero, hasta entonces, por lo menos lo sabremos nosotros, ¿de acuerdo? Nosotros y los demás cazadores. Correremos la voz, nos cercioraremos de que todos los cazadores que haya ahí fuera sepan la verdad acerca de Samuel Zheng y Lilly Belva.
—Y Cari Navatt y Wayne Farrell —añadió Jake, en voz baja. La mirada de Thea se empañó a partes iguales por la vergüenza y el recuerdo. Había omitido al marido consensual de Lilly, Cari, y al amante de Dean, Wayne. Ambos habían sido asesinados por zombis. Wayne ni siquiera había sido un cazador, tan sólo había aparecido en el lugar equivocado en el peor momento. Reparó en que era la primera vez que escuchaba su apellido. Ni siquiera en su funeral, tan absorta había estado en sus preocupaciones, en los horrores que la rodeaban.
—No lo hace más fácil, pero gracias. Si pudiera cambiarme por él... bueno, ya sabéis. —Dean pugnaba por contener las lágrimas—. Al menos conseguí ayudar a algunos de nosotros, ¿no?
Thea sintió un cosquilleo en el hombro; vio que Parker se acariciaba el estómago. Los dos habían resultado heridos durante el conflicto, pero el increíble talento curativo de Dean los había restaurado.
—Sé que todos cambiaríamos lo ocurrido si pudiéramos —dijo Parker—. Pero al menos ahora podemos hacer justicia por ellos, ¿vale?
—Vale —repuso Thea—. ¿Cómo lo hacemos? La misma ventisca que cubrió nuestra huida hizo lo mismo por Carpenter. Jake, ayer Parker y tú inspeccionasteis el almacén donde nos reunimos la semana pasada, ¿no? El lugar esta vacío, así que, ¿adonde ha ido nuestro zombi favorito? —Recorrió el viejo Stop N Go con la mirada, sintiendo el derrotismo en todos ellos—. A ver, muchachos, estamos en una situación muy jodida, pero tenemos que ponernos en marcha. No podemos seguir así.
—¿Así cómo? —gruñó Parker, exhibiendo un atisbo de su antigua belicosidad—. Hemos perdido a la mitad de la maldita Brigada van Helsing, la poli nos busca a Dean y a mí, y no sabemos por dónde empezar a buscar al cabrón que nos ha metido en este jaleo.
—Exacto. Si pensamos así, estaremos dejando que Carpenter nos mangonee. Vale, nos manipuló, perfecto. No vamos a dejar que lo siga haciendo. Nos hemos metido en algo donde un error puede costamos la vida, ¿no? Siempre pensé que era un tópico, pero míranos. La pandilla reducida a la mitad en menos de un mes. Tenemos que mejorar si queremos encontrar a Carpenter y rescatar a ese Sforza.
—Tienes razón, Thea —convino Jake—, pero no va a resultar fácil. Como has dicho, Maxwell Carpenter lleva tres cuartos de siglo metido en esto. Ha sido un fantasma con una sola cosa en la cabeza: venganza. Apuesto a que dedicó sus buenos cincuenta años a idear planes de contingencia para sus planes de contingencia, todo ello apuntado hacia la venganza contra la mujer que lo traicionó.
—Ha sido su trabajo a jornada completa durante más tiempo del que han durado nuestras vidas —musitó Thea.
—Exacto. Comparado con eso, aun con nuestra experiencia combinada en la caza de seres sobrenaturales, me extraña que no terminásemos todos muertos.
—Oye, que el hijo de puta no es perfecto —intervino Parker, sorprendiéndolos a todos. Era el aguafiestas de su pequeño grupo, no de los que solían formular comentarios positivos—. Carpenter estaba tan obcecado con este tal Sforza que nos dejó con vida. Lo que significa que todavía podemos conseguir nuestra puta revancha. —Eso ya era otra cosa. Nadie como Parker para soltar una arenga con la venganza como telón de fondo.
Thea asintió.
—Estoy convencida de que tiene a Sforza con vida en alguna parte. Lo que nos hace falta es descubrir dónde y abalanzarnos sobre él antes de que esté preparado.
—Lo que nos deja con otra incógnita —apostilló Jake—. ¿Por qué es tan importante ese Nicholas Sforza?
Se miraron entre sí. Ésa sí que era una incógnita. Nicholas era el nieto de la mujer que Carpenter sostenía que le había traicionado, la mujer responsable de su muerte en mil novecientos treinta y nueve. Annabelle Sforza había llegado a convertirse en uno de los miembros líderes del hampa de Chicago, cargo que le habría correspondido a su amante muerto. Sesenta años después, el alma de Carpenter había poseído un nuevo cuerpo (el de quién, sabía Dios), y había procedido a asesinar a todos los miembros de la familia de Annabelle Sforza. Ella había escapado a ese destino muriendo de causas naturales antes de que Carpenter pudiera ponerle la mano encima. Nicholas era el último; el último adulto superviviente, por lo menos. Carpenter tenía por máxima no matar niños. Curioso retazo de moral, teniendo en cuenta el monstruo que era. En cualquier caso, Nicholas se las había arreglado para sobrevivir al menos a un atentado contra su vida pertrechado por el gángster muerto, antes de desaparecer del mapa. Había resurgido meses más tarde, oculto en el Templo de Akenatón. Seguían sin saber qué había ocurrido con él durante ese intervalo de un año. Tampoco habían determinado cómo sabía Sforza que el templo lo mantendría a salvo de Carpenter... por lo menos, hasta que la Brigada van Helsing irrumpiera en un intento por encontrar algunas respuestas. En cualquier caso, en lo tocante a Nicholas Sforza, Thea no había visto lo suficiente como para extraer conclusiones, pero era evidente que aquel tipo se salía de lo corriente.
—No sé cuál es su juego, pero está claro que no es un asesor de seguridad como los demás.
—¿Lo dices por los tres tiros a bocajarro en el pecho que no le hicieron nada? —Parker entornó la sonrisa.
—Como dije antes, no fue tan sencillo. Las balas lo alcanzaron, pero es como si tuvieran que atravesar una especie de... no sé, un campo de fuerza o algo. Fuese lo que fuera, redujo tanto la velocidad que consiguieron poco más que atravesar la piel y dejarlo sin aliento.
—Un chaleco antibalas psíquico.
—Parece más potente que cualquier cosa que podamos hacer nosotros —apuntó Jake—. Veréis, es posible que sea una especie de, no sé, de mago.
—Tío, esto se enreda por momentos —dijo Parker—. ¿Es que no tenemos bastante con los putos zombis y los vampiros y toda esa mierda?
—Jake, antes dijiste que se suponía que el Templo de Akenatón era un lugar de reunión para místicos, ¿no? —preguntó Thea.
—Ah, sí, pero no pensaba que fuese magia de verdad. Eso explicaría algunas cosas, supongo, aunque sigo preguntándome cómo supo Nicholas Sforza de la existencia de ese lugar.
—Lo siento, pero no creo que vayamos a dar con esas respuestas dando palos de ciego —comentó Dean—. Como ha dicho Thea, concentrémonos en encontrarlo.
—Hay algo más que debemos tener en cuenta —apostilló Thea—. Sabemos que los zombis existen gracias a una pasión que los atormenta, ¿no? Una especie de tarea incompleta o de venganza o lo que sea. Carpenter es el mejor ejemplo, ¿de acuerdo? Su única misión en la vida, o en la muerte, vale, es asesinar a la familia de Annabelle Sforza. Cuando eso haya ocurrido, su espíritu partirá hacia su, este, su recompensa final, ¿no? Así que, si dejamos que acabe con el último Sforza adulto, hará chas y desaparecerá. Problema resuelto.
Se encogió de hombros, azorada.
—No estoy diciendo que debamos, sólo que ésa podría ser la única manera de deshacernos de Carpenter para siempre. Al fin y al cabo, regresó a la vida en un cuerpo robado. Si destruimos la carrocería, ¿qué impedirá que se nos presente de nuevo con otra?
Aquella posibilidad consiguió que todo el mundo enmudeciera por un momento. Jake bizqueó y carraspeó.
—Ésa es, vaya, es una idea inquietante, pero será mejor que lo reservemos como plan secundario, ¿vale? Muy secundario.
—Ya he dicho que no tiene por qué ser buena idea. A fin de cuentas, en lo que concierne a Carpenter, disponemos de todo lo que descubrimos acerca de él... los lugares en los que operaba cuando estaba vivo y todo eso. Sabemos que los muertos ambulantes son criaturas de costumbres arraigadas; sólo tenemos que estrechar el cerco alrededor de su rutina y sabremos dónde se esconde... —Se interrumpió, con el ceño fruncido—. ¿No habéis escuchado algo?
Todos negaron con la cabeza, pero todo el mundo se incorporó.
—¿Qué ha sido? —preguntó Dean.
—Sonaba como si se hubiera caído algo en la trastienda, no sé. —Carpenter los había encontrado antes; era casi seguro que conocía la existencia de aquel lugar. ¿Habría regresado para eliminar al resto del equipo? Era taimado y peligroso, pero nunca se había enfrentado a ellos cuando estaban prevenidos contra él. Thea presintió la sombría anticipación en los rostros de los demás; incluso Jake, que siempre estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda incluso a la criatura más abyecta. Carpenter había demostrado que era un monstruo, y ardían en deseos de descargar justicia sobre él.
Parker cogió el Spas-12 del mostrador y avanzó por el agrietado linóleo hacia la puerta del almacén. Jake, que nunca había sido partidario de las armas de fuego, empuñó el bate de béisbol que se había traído. Dean cruzó la mirada con Thea y se acercó a la puerta principal, cogiendo su MP-5 por el camino. Ella comprobó que la Browning Hi-Power que llevaba en el bolsillo de la chaqueta seguía en su sitio, pero mantuvo las manos libres; en un espacio tan confinado, prefería el combate sin armas a las ráfagas de proyectiles. Mientras seguía los pasos de Dean, concentró sus sentidos hasta alcanzar aquel estado enrarecido que ella había etiquetado como sexto sentido. Cada uno poseía sus propios talentos; la capacidad para sanar de Dean, la habilidad de ocultarse de los seres sobrenaturales de Jake. El suyo le permitía presentir el peligro inminente y, en ocasiones, saber qué era lo mejor que se podía hacer en situaciones determinadas.
Lanzó un grito de sorpresa al verse abrumada por una oleada de energía. Supo al instante de qué se trataba... el canope. Había sentido la misma interferencia psíquica cuando lo encontró en el templo. Era un artilugio potente, pero ninguno de ellos tenía ni idea de qué se trataba. ¡Tendría que haberme acordado de lo abrumadora que es esa cosa cuando me concentro! Aferrándose la dolorida cabeza, se obligó a salir del estado de ausencia en que había entrado hacía un segundo.
Concentrada como estaba en aislar la interferencia de la urna, no reparó en cómo Dean se volvía hacia ella con gesto de preocupación cuando la puerta principal se abrió de golpe delante de él.
El caos se apoderó del escenario en un instante.
Unos hombres cubiertos por pesados abrigos y pasamontañas irrumpieron empuñando pistolas ametralladoras con silenciador, gritando con acento inglés que todo el mundo debía tirarse al suelo, de inmediato. Dean giró en redondo cuando entraron los intrusos, y el más próximo le disparó una ráfaga al ver el MP-5 del grandullón. Dean se cayó encima de Thea a causa del impacto, y ambos fueron a estrellarse contra el mostrador.
Thea se esforzó por despejar la cabeza. El ataque había comenzado mientras ella seguía intentando recuperar sus sentidos normales y la había pillado por sorpresa. Ahora Dean yacía tendido encima de ella, jadeando y desangrándose.
Lo único que podía ver era el techo, y el corpachón de Dean la aplastaba contra el suelo, todo ello empeorado por el hecho de que había algo que se le clavaba entre los omoplatos. No obstante, oía perfectamente. Los jadeos de Dean y las medias frases musitadas atronaban en sus oídos y, al fondo, continuaban los gritos, los disparos esporádicos y los golpes. Parker y Jake estaban haciendo frente a los atacantes.
—¡Dean! Dean, ¿te encuentras bien? —le gritó al oído. Habría bastado con un susurro, pero estaba atenazada por la adrenalina y el miedo.
Su barba le rascó la mejilla cuando asintió con la cabeza.
—Han dado... abdomen. Intento curarme. Llévame... ayudar... a Jake y... —Un ataque de tos se adueñó de él y Thea quedó salpicada de saliva sanguinolenta.
Si alguno de nosotros tenía que llevarse un tiro, al menos que fuera él, pensó Thea, mientras porfiaba por liberarse. Dean podía sanar sus heridas, se recuperaría; rezaba para que su don bastase para ocuparse del balazo que había recibido.
Thea le pidió perdón mientras lo apartaba a un lado y se ponía en cuclillas. Dean hizo un gesto afirmativo con la cabeza; su sonrisa ponía al descubierto los dientes ensangrentados.
—¡Vete! —boqueó.
Thea se giró y vio cómo Parker y Jake mantenían a cuatro hombres a raya. Parker vociferaba, con la escopeta en una mano y una cegadora barra de fuego en la otra. Jake esgrimía el bate como un poseso, con la punta encendida a causa del contacto con el atizador de Parker (intencionado o no, Thea no lo sabía). Los atacantes los apuntaban con sus armas y estaban desplegándose en un intento por rodearlos. No se habían producido más disparos tras los segundos iniciales, gracias a Dios. Eso quería decir que aquellos tipos eran mortales, al menos, dado que los no-muertos sentían poco respeto por las balas. A juzgar por su acento y la tez oscura visible por las aperturas de sus pasamontañas, estaba casi segura de que se trataba de personal del templo. Cómo habían dado con su paradero constituía un misterio a resolver en otro momento.
Echó un último vistazo a Dean antes de acudir en ayuda de Parker y Jake. El grandullón parecía sufrir a causa del dolor, pero le indicó que se marchara con un zangoloteo de cabeza. Al darse la vuelta, vio lo que se le había clavado antes en la espalda. La pequeña urna se había caído del mostrador a causa del impacto. Debía de haber rodado hasta quedar debajo de ella cuando resbaló hasta el suelo empujada por Dean. La recogió, lo que propició un chillido de uno de los atacantes que intentaba superar a Parker. Los demás se sumaron al grito, al que correspondieron a su vez Parker y Jake con sendos alaridos. En ese momento, algo atravesó una de las ventanas tapiadas de la entrada, a la derecha de Thea, volcando las estanterías vacías que habían colocado allí. La tenue luz de las últimas horas del atardecer iluminaron la escena.
Estaban atrapados entre dos frentes, todos ellos vestidos con los mismos abrigos y pasamontañas, todos ellos armados con ametralladoras, y todos ellos vociferando y lanzándose a la carga. Querían el vaso, y no parecían dispuestos a detenerse ante nada. Thea y los demás no habían caído cosidos a balazos porque ambos grupos se habrían aniquilado entre sí a causa del fuego cruzado. Parker disparó una de las cargas de la escopeta, con una mano. El retroceso le arrebató el arma, pero el disparo alcanzó a uno de los atacantes en el hombro; giró en redondo para estrellarse contra una de las paredes. Aquel lugar comenzaba a estar atestado; Thea vio que la proporción ya era de tres a uno. Parker asió su tea con ambas manos y lanzó una estocada; Jake lo imitó con su bate.
Jake, mucho menos fornido que Parker y carente de los instintos bárbaros de éste, fue repelido hasta colocarse a un paso de Thea, mientras hacía cuanto podía por impedir el paso a dos de los asaltantes. Uno de ellos se abalanzó y recibió el impacto del bate en los antebrazos, proporcionándole una vía de acceso al otro cuando Jake se vio vencido por la inercia. El segundo hombre asió el extremo del bate allí donde aún no había prendido y Jake y él se enzarzaron en un breve tira y afloja. Al que acababa de golpear Jake se recuperó y avanzó agachado, por lo que Jake soltó el bate y propinó un feroz puñetazo. El segundo atacante trastabilló de espaldas y tropezó con uno de los radiadores; el bate en llamas rebotó hasta detenerse en un rincón. El puñetazo de Jake consiguió poco más que sobresaltar al primero de los individuos, que se agachó aún más para arrollar a Jake con su carga.
Thea se enfrentaba a tres que venían a por ella a través de la ventana principal; ya se le habrían echado encima si no hubieran tenido que superar el obstáculo de las maltrechas estanterías. Su sexto sentido había quedado inservible gracias a la urna, pero de todos modos aquellos tipos no parecían seres sobrenaturales, por lo que supuso que estaban igualados. Se guardó el vaso en un bolsillo de la chaqueta y agarró el cable de uno de los radiadores que tenía a mano. Pisó con fuerza para apresar el cordón y propinó un violento tirón, arrancando de cuajo el cable. Se apartó del lugar donde Jake se debatía con su oponente y trazó un torpe arco con el pesado radiador. No controlaba de veras el armatoste, pero era grande y estaba caliente, y los tres individuos retrocedieron algunos pasos. Thea lanzó un grito y levantó la mano izquierda, lo que le confirió algo más de control mientras intentaba manejar el radiador como si de un lazo se tratara.
Los hombres no sabían qué hacer; querían la vasija, pero no les entusiasmaba la idea de detener con la cabeza cinco kilos de metal al rojo. A Thea le parecía estupendo; volvió a blandir el radiador, gruñendo a causa del esfuerzo. Sin embargo, la vacilación de los asaltantes demostró ser una finta. Se abalanzaron sobre ella justo después de que el radiador pasara volando ante ellos. Presa del pánico, Thea retrocedió mientras levantaba la mano para sujetar el cable más arriba mientras el radiador volaba a su espalda, acortando el radio del arco y tirando con más fuerza para conferirle mayor velocidad. El radiador se propulsó y golpeó a uno de los desconocidos en la cadera, lanzándolo contra uno de sus compañeros. El primero se desplomó enredado con el radiador, pero el segundo se enderezó y fue a por Thea con más determinación aún. El tercer individuo ya casi se le había echado encima cuando la espalda de Thea chocó contra la barra del supermercado. Se agarró a la cornisa y se impulsó hacia arriba, pataleando como una posesa mientras arrastraba el trasero por la agrietada fórmica. No consiguió conectar ninguna patada, pero tampoco ellos pudieron ponerle la mano encima antes de que desapareciera al otro lado del mostrador.
Los hombres saltaron la barrera en pos de ella; uno de ellos apoyó ambas manos en la superficie para aterrizar a su lado con una voltereta, mientras que el otro hubo de gatear con torpeza para salvar el escollo. Thea apenas tuvo tiempo de coger una de las docenas de estacas que almacenaban allí para sus cacerías de vampiros. Se incorporó deprisa y aprovechó todo el impulso para hundir la madera en el costado izquierdo del segundo tipo. Éste estaba estirado cuan largo era, con un brazo extendido para asir la repisa trasera del mostrador. Su pesado abrigo absorbió el grueso' del ataque, pero lanzó un grito y se cayó cuando la estaca hubo atravesado la carne bajo su axila.
El acróbata exclamó algo en árabe. La madre de Thea había intentado enseñarle el idioma cuando ella era una cría. Había hecho todo lo posible por olvidarlo, en su deseo por ser tan americana como le resultara posible. Aun así, hubiera podido desentrañar casi todo lo que aquellos desconocidos hablaban entre sí de no ser porque la violencia desatada y el peligro de muerte echaban a perder su concentración.
En vez de solicitar que se lo tradujera, Thea lanzó una patada contra el individuo. Resultó que también él conocía un par de trucos, puesto que desvió el golpe y giró sobre sus talones para acercarse a ella y apresarla. Thea se dejó llevar por la inercia del hombre y rodó a lo largo del mostrador, encogiendo las piernas a la altura adecuada para no arrollar a Dean. Sin embargo, el hombre no tenía intención de permitir que volviera a zafarse de él. Cogió la espalda de su chaqueta y tiró con fuerza, al tiempo que la rodeaba con el otro brazo para someterla a una presa mortal. Thea se encontró tendida de espaldas sobre un desvencijado mostrador de supermercado, pataleando en busca de un punto de apoyo mientras la estrangulaba un árabe con pasamontañas. Se sobrepuso al pánico, cambió de táctica y propulsó las piernas hacia arriba, rodando sobre su espalda y sobre la del individuo para aterrizar detrás de él. A punto estuvo de perder el equilibrio cuando pisó el suelo algo más abajo de lo que esperaba y se aferró a su oponente para no caerse. El hombre ya había comenzado a girarse y Thea se había quedado sin proezas físicas de reserva, así que saltó sobre su espalda y le machacó la cabeza contra el mostrador dos o tres veces.
Lo tiró al suelo e intentó orientarse. Le sorprendió ver a Jake siendo lanzado por los aires por su atacante, que acortó distancias con Thea con una expresión de odio en los ojos tan abrumadora que se estremeció. El hombre asió la metralleta que pendía de una correa sobre su pecho y empuñó el arma con fuerza. Thea rebuscó en sus bolsillos en busca de la vasija, con la esperanza de que, al verla, el desconocido se abstuviera de apretar el gatillo. Antes de empezar a tantear, ya sabía que era demasiado tarde. Se produjo el eructo sostenido del fuego automático, seguido de un chasquido mucho menos estrepitoso. Se dio cuenta de que estaba ilesa, y de que había una serie de orificios de bala en el tabique junto a ella... pero el pistolero retrocedía con paso vacilante, cubierto de sangre. Era como si los proyectiles hubiesen rebotado en la pared y le hubieran acertado a él.
Una mano ensangrentada palmeó el otro extremo de la barra y Dean se puso en pie, con la MP-5 humeante aún en la mano. Parecía medio muerto, pálido y extenuado, con el rubicundo semblante ahora macilento, entornados los ojos a causa del dolor. Thea supo que no todo se debía a las heridas físicas que había sufrido; a Dean le atormentaba la idea de haber asesinado a un ser humano.
Al pasear la vista por la barra, vio que Parker se esforzaba por resultar tan mortífero como había demostrado ser Dean. Arremetía con la tea contra todo lo que se ponía a su alcance, sin dejar de proferir alaridos. Sus tres oponentes eran hábiles, pero tenían dificultades para eludir aquella llama al rojo blanco. Parecía que los disparos de Dean les habían dado algo en que pensar, y ver a Thea y a Dean de pie tras Parker, libres de asaltantes, los impulsó a la acción. Al unísono, los tres buscaron sus pistolas ametralladoras.
—¡Mierda! ¡Parker, agáchate! —aulló Thea, tirando de Dean mientras se abalanzaba sobre la luna rota. Parker soltó un alarido y arrojó la tea a un lado al tiempo que él se lanzaba en dirección contraria. La espada flamante comenzó a disiparse, pero aún conservaba una gran cantidad de fuerza y calor cuando se clavó en el pistolero de la izquierda. Los otros dos ignoraron a su camarada caído y accionaron los gatillos de sus armas. Thea escuchó el ahogado tartamudeo de las balas al atravesar los silenciadores, a sabiendas de que aquellos proyectiles candentes podrían destrozarlos en cualquier momento. No van a conseguirlo; falta un metro para...
En ese momento, salió disparada por los aires como si un puño gigantesco la hubiera empujado a través de la ventana rota. Aterrizó de espaldas sobre la nieve, sin estar segura de si no podía respirar porque el impacto le había arrebatado todo el aire o porque acababan de matarla. Parpadeó, procuró enfocar la vista y se dio cuenta de que ya había anochecido; el cielo sin nubes brillaba con una pincelada de luna creciente. Oyó más disparos en el interior y vio unos destellos intermitentes por el rabillo del ojo. Una bocanada se abrió paso hasta sus pulmones y volvió a respirar, engullendo el aire mientras pugnaba por ponerse de pie. Sentía el costado como si Parker le hubiera incrustado su barra de fuego. Se acercó a la ventana con paso vacilante, sin saber qué iba a hacer. Se produjo un segundo de silencio cuando avanzó, hasta que una silueta se abalanzó sobre ella desde las tinieblas. Volvió a estrellarse contra el suelo, patinó sobre el firme helado y porfió por desembarazarse de su asaltante. Más ráfagas cosieron el aire sobre sus cabezas mientras caían, sumándose al delirio.
Asió con fuerza la garganta de su atacante, antes de percatarse de que se trataba de Jake. Éste jadeó aliviado cuando Thea apartó la mano, al tiempo que grajeaba:
—¡Deprisa! ¡Ya vienen!
Por encima del hombro, pudo ver unas siluetas que avanzaban por el interior del edificio abandonado. Escuchó el inconfundible chasquido de los cargadores nuevos al encajar en su lugar.
—¡Dean y Parker! —exclamó, mientras se disponía a regresar adentro.
Jake la agarró del cuello de la chaqueta y tiró, dándole la vuelta. Sus ojos tenían la expresión descarnada de alguien que hubiese visto sufrimiento suficiente como para no olvidarlo en una docena de vidas.
—¡Están muertos, Thea! Han... ¡vamos!
Multitud de figuras manaron del Stop N Go, vociferando y señalándolos. Ninguna de ellas correspondía a alguno de sus amigos. Sólo quedaba Jake. Trastabilló en pos de él, con el costado latiendo de agonía. Buscaron cobijo tras un jeep Grand Cherokee estacionado en el aparcamiento, antes de emprender la carrera calle abajo. Jake le sacaba un paso de ventaja y no dejaba de musitar "vamos" como si de un mantra se tratara mientras corrían. Los gritos continuaban a sus espaldas, pero no se oían más disparos. Seguían fuera de la línea de tiro. Presa de una súbita inspiración, agarró a Jake del brazo y lo arrastró hasta el nicho de un edificio.
—¿Qué haces?
—Van a acribillarnos si seguimos corriendo por la calle. —Desenfundó su pistola y apuntó en la dirección de la que procedían. Apretó el gatillo un par de veces, al azar, antes de apuntar a la cerradura de la puerta. Otro par de balazos, y la ráfaga de la Gloser a quemarropa consiguió destrozar la cerradura. Empujó la puerta con el hombro y Jake entró detrás de ella—. Ahora se andarán con más cuidado, espero. Procurarán ir con más sigilo y nos darán tiempo a salir por piernas por la parte de atrás.
Jake asintió y se adentró en el recibidor. Al igual que el Stop N Go vecino, la antigua correduría de fincas estaba abandonada. Thea no sabía si el tío de Parker poseía ambos edificios (les permitía utilizar el viejo supermercado, sin hacer preguntas), pero le dio las gracias en silencio a quienquiera que hubiese dejado el edificio vacío y sin una reja metálica protegiendo la entrada. El sonido de sus pasos apresurados y de sus respiraciones entrecortadas despertaba ecos en el espacio confinado, que se sumaban al tintineo que sentía Thea en los oídos después de tantos disparos. Por culpa de ese tintineo, le costaba saber si escuchaba el sonido de unas sirenas o si eran imaginaciones suyas.
Ya casi habían llegado a la parte trasera cuando la puerta principal saltó de sus goznes, seguida de la ráfaga corta de una ametralladora. A continuación, gritos en árabe y múltiples pisadas que se adentraban en el edificio. El pasillo discurría en línea recta, uniendo la fachada con la parte de atrás, convirtiéndolos en patos de feria si sus atacantes se decidían a vaciar los cargadores sobre ellos. Thea empujó a Jake con el cuerpo y traspusieron una puerta abierta en un lateral; su costado se convirtió en una supemova de dolor cuando atravesaron la débil barrera de contrachapado que protegía la entrada y se caían al polvoriento suelo. Segundos después, las balas acribillaban la puerta trasera y entraban en la habitación donde se habían refugiado.
—Jesús —susurró Jake—. Te digo una cosa, prefiero enfrentarme a los vampiros que esos gilipollas con armas automáticas.
Al ponerse en cuclillas, Thea se dio cuenta de que la urna ya no estaba en su bolsillo. Debía de haberse caído encima de ella al saltar por la ventana. De todos modos, no creía que sus atacantes dejasen de perseguirlos si se lo mencionaba; lo único que podían hacer era seguir corriendo. Allí, en la pared del fondo... una ventana con vistas al aparcamiento del Stop N Go.
—Ábrela —dijo Thea, antes de volverse hacia delante y disparar unas cuantas ráfagas. No servirían de nada, lo sabía, pero el temor a ser heridos por una bala perdida contendría a sus atacantes durante unos valiosos segundos.
Jake agarró una vieja silla de oficina y la arrojó contra la ventana, provocando una explosión de madera y cristal que a cualquier director le hubiese encantado plasmar en el celuloide. Al cabo de algunos segundos, habían salido del edificio y corrían por el aparcamiento. A Thea se le encogió el corazón al mirar de reojo al supermercado; la luna destrozada y la puerta desvencijada eran como dos ojos desparejos que la fulminaran con la mirada, acusatorios.
Más gritos en árabe la espolearon y aceleró tras los pasos de Jake, que cruzaba la calle como una exhalación. Llegaron hasta Chicago Avenue, pusieron rumbo hacia la parada del ferrocarril, conviniendo sin palabras que aquella era su mejor oportunidad de encontrar una escapatoria, dado que ambos carecían de vehículo propio. Las sirenas de policía ya eran inconfundibles, y Thea vio cómo se reflejaban a lo lejos las intermitentes luces rojas y azules. La inminente llegada de las autoridades no parecía amilanar a sus perseguidores. El griterío había cesado pero, cuando se arriesgó a mirar por encima del hombro, vio a dos hombres que corrían tras ellos mientras que un tercero gritaba algo tras una esquina. Por lo menos han dejado de disparar; deben de estar quedándose sin balas.
—¡Un tren! —jadeó Jake, mientras ascendía con estrépito las escaleras que comunicaban con la estación—. ¡Me parece que lo oigo!
Qué sincronización, pensó Thea. Si pudieran saltar al tren, tal vez tendrían una oportunidad. Irían a algún lugar seguro y solicitarían la ayuda de los cazadores del South Side (demonios, tal vez reclutaran a todos los del medio oeste), y luego buscarían a esos hijos de puta para ajustarles las cuentas. Los cazadores no perseguían a los vivos pero, llegados a aquel punto, Thea estaba dispuesta a hacer una excepción. Ya casi había cubierto toda la distancia cuando oyó otros dos pares de botas que martilleaban los escalones. Jake esperaba en el torniquete, haciéndole gestos con un pase mientras el tren llegaba a la estación. Otra mirada por encima del hombro le desveló las luces cegadoras que se reflejaban en los edificios a escasas manzanas de distancia. La policía llegaba a la escena del crimen.
Sin aliento, con un dolor feroz en el costado y con un dolor de cabeza que amenazaba con partirle el cráneo por la mitad, Thea saltó al interior del tren tras los pasos de Jake. Los dos hombres llegaron a bordo en el momento en que se cerraban las puertas. Claro que sí; ¿para qué iban a darnos un respiro ahora? El puñado de pasajeros del tren sabía reconocer un problema cuando lo veían. Pasaron junto a Thea, Jake y sus atacantes, y traspusieron las puertas que comunicaban con los otros vagones.
Se preguntó si parecería tan aterrorizada y exhausta como Jake; le parecía que sí. Sin embargo, no pensaba darles la satisfacción a aquellos cabrones. Apretó los dientes a causa del dolor que sentía en el costado, dio un paso al frente y se encaró con el primer asaltante. Se cubría con la misma chaqueta y el mismo pasamontañas que sus compañeros, pero su colega y él habían tirado las ametralladoras. A la cruda luz del vagón, Thea pudo ver la piel oscura tras los agujeros de la máscara. Aquellos ojos negros la miraban con furia contenida.
—Venga, payasos —jadeó—. Me dejé la maldita urna en el refugio. ¿Por qué no vais a buscarla?
—Ya tenemos el Corazón —confirmó el hombre, en un inglés con acento pero muy claro—. Tenéis que decirnos dónde está el Amenti. Decídnoslo y viviréis.
—¿Qué cojones es un "Amenti"?
El hombre frunció el ceño y, de un salto, cubrió la mitad de la distancia que los separaba.
—¡Dínoslo!
—¿Acaso no ha habido ya bastante violencia? —intervino Jake, acudiendo al lado de su compañera—. Me parece que estamos en el mismo barco. Lo único que tenemos que hacer es aclarar esta situación.
Thea supuso que había mirado a Jake con la misma incredulidad que demostraban los dos egipcios. Nunca llegó a saber qué habrían respondido puesto que, en ese momento, la puerta del vagón se abrió tras ellos e irrumpieron dos hombres y una mujer. Ella era muy guapa, tal vez se hubiera ganado la vida como modelo en algún momento. Uno de los tipos era grande y rubio, el típico modelo de jugador de fútbol nórdico. El otro debía de estar allí tan sólo para respaldar a sus dos compañeros, a juzgar por el modo en que se mantenía en un segundo plano.
El deslizamiento de la puerta ocupó la atención de los dos egipcios, que se colocaron frente a frente a fin de mantener la vista puesta en sus objetivos y en quienquiera que acabase de aparecer.
—Vaya, ¿de qué va todo esto? —preguntó la mujer, con una tenue sonrisa.
—No te preocupes, no es de tu incumbencia —repuso el hombre que se había interesado por el "Amenti", con la mirada clavada en los dos guardaespaldas de la desconocida.
—¿Quién ha dicho que esté preocupada?
Thea se dio cuenta de que conocía al tipo nórdico; aquel era el animal que había estado a punto de largarse con Margie en la discoteca hacía unos días. Hostias; ¡estamos en un puto tren lleno de vampiros!
—Jake —siseó—. ¡Pútridos!
Los ojos de Jake se desorbitaron detrás de las lentes tiznadas. Thea se concentró para recurrir a su sexto sentido, rezando para que ninguno de los egipcios llevara la urna guardada en el bolsillo. Su percepción se aclaró y se expandió, pero contribuyó poco a proporcionarle una pista de cuál era la mejor manera de salir de aquella. Sin pensarlo, parecía que la mejor opción pasaba por salir por piernas. Jake no poseía unos sentidos aumentados al mismo nivel que ella, pero parecía que hubiese llegado a la misma conclusión. Sin mediar palabra, comenzaron a aproximarse a la puerta corredera más cercana. Los dos egipcios estaban concentrados en los intrusos, pues presentían que constituían una amenaza mayor de lo que habían imaginado. El hombretón rubio vio cómo intentaban escabullirse Thea y Jake y, en un alarde de oratoria, gritó:
—¡Eh!
Dieron media vuelta y empezaron a correr como mejor se lo permitían el agotamiento y las heridas. Los egipcios enmascarados gritaron a su vez y se dispusieron a salir en su persecución. Asimismo, los vampiros entraron en acción; la mujer avanzaba a una velocidad cegadora, dispuesta a adelantar a Thea y a Jake antes de que hubiesen alcanzado la puerta. Concentrada como estaba en la criatura que se cernía sobre ellos, Thea le prestó poca atención al griterío y a los alaridos que procedían del fondo del vagón.
No se hacía ilusiones al respecto de conseguir derrotar a un vampiro, a la vista de su estado físico actual, pero su percepción estaba alerta y había resguardado su mente contra cualquier influencia que pudieran ejercer los no-muertos. No sería abatida con facilidad, y haría cuanto estuviese en su poder para infligir tanto daño como le fuera posible por el camino. Tal vez si ella acaparara la atención, Jake dispondría de una oportunidad para escapar a los sentidos de los vampiros, como ya hiciera en otras ocasiones. Valía la pena intentarlo; no era ninguna mártir, pero se sentía demasiado consumida para pensar en algo mejor.
Como se vería, ni siquiera tuvo la oportunidad. Al mismo tiempo que se tensaba para abalanzarse sobre su oponente, la mujer extrajo un compacto artilugio negro de un bolsillo. Su mano se convirtió en un borrón fugaz cuando lo esgrimió para golpear con él el abdomen de Thea. Una llamarada recorrió su cuerpo y se desplomó de espaldas, con las extremidades presas de temblores.
¿Qué clase de vampiro utiliza un puto táser?, se preguntó, al tiempo que todo se volvía de color negro.
Thea se despertó con el vientre dolorido y el sol aporreándole el rostro. Esto último era más agradable, y podría haber constituido una distracción de sus magulladuras y dolores, de no ser porque los últimos acontecimientos se abalanzaron sobre su memoria con la misma sutileza que demostraría la policía al efectuar una redada en un piso de narcotraficantes.
Boqueó alarmada y se sentó con un gesto brusco, movimiento del que se arrepintió cuando todo se volvió borroso a causa del violento cabeceo. El lado izquierdo de su cabeza palpitaba con saña; como quiera que hubiese aterrizado la noche anterior (por lo menos, asumía que había sido la noche anterior cuando todo se había ido al diablo), debía de haberse fracturado algunas costillas o algo. Cuando se despejó su visión, bajó la mirada para ver que tenía puesta una camiseta nueva, azul marino, con una especie de emblema inscrito a la altura del seno izquierdo. Pellizcó la tela y giró la cabeza. Cuerpo de Bomberos de Chicago, Distrito 1. Recordó que los servicios médicos de urgencias estaban comprendidos dentro de sus obligaciones, lo que explicaría los vendajes que ahora sentía que ahora envolvían la sección de en medio de su tronco. Tanteó las vendas y se percató, no sin cierta sorpresa, de que debía de haber recibido un disparo. Quienquiera que la hubiera remendado había hecho un buen trabajo, aunque no se les había ocurrido darle algo para aliviar el dolor. Vio que todavía llevaba puestos los mismos vaqueros de la noche anterior, aunque las botas habían desaparecido en algún momento entre el entonces y el ahora. También conservaba el sujetador, aunque no le entusiasmaba la forma en que la constreñía.
Había un bulto tendido a un metro de ella, perceptible en la periferia de su visión. Se volvió para encontrar a Jake Washington tumbado boca abajo, con el rostro vuelto en dirección contraria a ella. Su torso ascendía y descendía, pero aquel era el único movimiento que se registraba en él. Le habían quitado el anorak, así como las botas de invierno. Thea miró en rededor, con la esperanza de encontrar sus chaquetas y el calzado, a ser posible junta a una puerta con un cartel de neón bien grande que dijera "Salida". No hubo suerte. Vio que se encontraba en un suelo cubierto por un mullido tripe corto, de un color crema neutral. ¿Una alfombra berebere? No estaba segura, ya que no tenía ni idea de lo que significaba berebere, al menos cuando se refería a una alfombra. La moqueta lindaba con unas paredes de un color arcilloso más oscuro, que le parecieron apaciguadoras a primera vista pero que se volverían tediosas conforme transcurrieran las horas. Dos obras de arte abstracto pendían en sendas paredes, una a su derecha y otra a su izquierda. Aparte de su simetría, los cuadros no tenían nada de extraordinario. Un sofá de cuero marrón descansaba bajo el cuadro de su izquierda. ¿Qué, no podía habernos tumbado a alguno en el sofá? Pues muchas gracias. Una cómoda achaparrada, anodina, con un resplandeciente acabado metálico, ocupaba el lugar correspondiente bajo el cuadro de su derecha. Había una puerta a la derecha de la consola rectangular. El techo exhibía un embaldosado industrial salpicado de paneles fluorescentes. Una puerta barnizada de marrón herrumbroso se erguía a unos cuatro metros ante ella, flanqueada por un par de macetas que alojaban a heléchos de algún tipo, de aspecto espléndido. Thea sospechó que podrían ser de plástico, a juzgar por su apariencia uniforme.
Se giró en el suelo, rechinando los dientes a causa del palpitar que sentía en el costado. Se quedó con la boca abierta al ver de dónde procedía la luz del sol. Sin dar crédito a sus sentidos, pugnó por incorporarse y caminó tambaleante alrededor de la amplia mesa de acero y cristal para asomarse a las ventanas que ocupaban toda la pared. Se pegó al frío cristal y observó la ciudad que se explayaba a sus pies hasta alcanzar el enorme lago del fondo.
Estaba en la Torre Sears.
Tras recuperarse de la sorpresa de encontrarse en el piso que fuera (al menos dos tercios de la altura total, a tenor de la vista), Thea anduvo con paso vacilante hacia el estilizado teléfono blanco que descansaba encima de la mesa. Emitía una señal de línea que se mantenía tras cada pitido provocado por el accionamiento de una tecla. Devolvió el auricular a su horquilla con un golpe y se encaminó hacia la puerta lateral. Daba a un cuarto de baño que contenía un lavabo, un sanitario y un compartimento para ducha de cristal esmerilado. El aseo era tan antiséptico y anodino como el resto de la oficina. Dejó la puerta abierta y se dirigió hacia la otra, antes de detenerse a escasos metros de ella.
¿Qué iba a hacer? ¿Salir corriendo si se abría la puerta, dejar atrás a Jake? Sin embargo, tenía que cerciorarse de que estaban encerrados allí. Si aquella puerta se abría a la libertad, sólo tendría que arrastrar a Jake fuera de allí en cuanto despertara. Se ahorró la molestia de tener que pensar en cómo iba a cargar con Jake cuando el pomo no cedió.
Con el entorno cubierto por el momento, se acercó a Jake para comprobar su estado. Aparte de que estaba salivando sobre la alfombra, parecía encontrarse bien. Thea lo meneó y lo llamó por su nombre hasta que se agitó. Jake soltó un gruñido y enterró el rostro en la alfombra, mascullando algo. Thea le agarró del hombro y volvió a zarandearlo.
—Venga, Jake. Que se nos pasa el día.
Medio segundo después, Jake se erguía de golpe y se ponía de pie de un salto. Se le fue la cabeza igual que le había ocurrido a ella; Thea se colocó junto a él y le ayudó a llegar al sofá. Le dio una palmadita en la cabeza cuando empezó a recuperar el equilibrio, antes de dirigirse a la cómoda.
Había esperado encontrarse un televisor o un estéreo, lo que fuera con tal de averiguar lo que ocurría en el exterior. Al abrir los paneles frontales, descubrió que no se trataba de una cómoda en absoluto; al menos, nada que tuviera que ver con aparatos multimedia. La consola de remate metálico era un mueble bar; tras las puertas se ocultaba toda una gama de licores y vasos de vidrio de distintas formas y tamaños, con una selección de vinos al fondo. La cubierta era una tapa que podía levantarse para revelar cuatro cajones estrechos bajo un mostrador de cristal sobre el que mezclar las bebidas. El cristal permitía ver el contenido de los cajones, paletillas para cócteles y cucharillas alargadas, así como vasos de chupito y otros utensilios del mismo jaez. Thea se rió, lo que detonó una punzada de dolor en su costado.
—¿Qué te hace tanta gracia? —grajeó Jake. Arrastró los pies hasta donde se encontraba su compañera—. Guau, menuda licorería.
Thea asintió; su risa sofocada desembocó en un suspiro de agotamiento.
—¿Ves dónde estamos?
Jake se volvió en la dirección en que señalaba ella con el dedo.
—Hostia... ¿Me estás vacilando? —Se acercó a las ventanas y admiró el perfil de la ciudad—. ¡Esto es increíble! ¡Guau!
—Me alegro de que te guste —dijo Thea. Rodeó la mesa desde el otro lado y se dejó caer en el enorme sillón de cuero situado tras el mueble—. A lo mejor es la última cosa que vemos.
Jake la miró de soslayo, antes de retomar su detenido examen de la ciudad.
—No seas pesimista, Thea. Si quisieran matamos, no se habrían tomado la molestia de traernos hasta aquí.
Teniendo en cuenta todo lo que había tenido que soportar a lo largo de las últimas semanas, Thea no se sentía inclinada a mostrarse optimista.
—¿Ah, sí? Tampoco es que éstas sean unas vacaciones de ensueño.
—Yo no he dicho eso, pero piensa que podríamos estar mucho peor.
—Muertos, por ejemplo. —Vio cómo se abatían los hombros de Jake mientras se apartaba de la ventana y se sentaba en una esquina de la mesa—. Ya lo he probado —añadió cuando vio que su compañero tendía la mano hacia el teléfono.
—Sí, muertos, por ejemplo —musitó Jake, al cabo, mientras volvía a posar el auricular—. O torturados o, yo qué sé, peor. Visto lo visto, no estamos en tan mala forma.
Thea soltó una agria risotada.
—No, ya sé lo que quieres decir —dijo, agitando una mano al ver que Jake abría la boca—. Comparado con el apuro en que podríamos estar metidos, ¿no? Pero Jake, eso no significa que seamos libres de campar a nuestras anchas. El que no estemos muertos, ni nos hayan torturado o hecho cosas peores no significa que estemos a salvo. ¿Me entiendes?
Jake frunció el ceño y asintió con la cabeza. Una de las cosas que más le gustaban a Thea de él era su irreprimible curiosidad, así como su ferviente certeza de que todo podría arreglarse de uno u otro modo. Hacía mucho que se habría vuelto loca de no ser por Jake. Mas, en ocasiones, se enfrascaba tanto en sus hallazgos sobre lo paranormal que perdía de vista el peligro tan real que constituía. Sólo porque algo no fuese maligno (etiqueta bastante subjetiva, para empezar), no quería decir que no entrañase peligro.
En voz más baja, continuó:
—Mira, colega, ahora estamos solos tú y yo, ¿sí? Tenemos que mantenernos unidos si queremos salir de ésta.
—Sí, ya lo sé. —Soltó una risita desprovista de humor e indicó el horizonte con la mano—. Cada vez que pienso que las cosas no pueden empeorar, ocurre algo como lo de anoche.
Jake se desplomó en el sofá tras examinar la oficina, mientras Thea apoyaba los pies encima de la mesa y se sumía en sus pensamientos. Permanecieron en silencio durante un rato, rememorando el drama y el horror del pasado reciente. Thea no tardó en darse cuenta de que estaban esperando a que aparecieran sus secuestradores. Esto es lo que consigues criandote a base de películas y televisión.
En ese preciso instante, Jake preguntó:
—Oye, Thea, ¿quién crees que nos ha traído hasta aquí?
—Los vampiros del tren.
—¿Estás segura?
—Del todo, no, pero sí bastante. ¿Por qué?
Jake anduvo despacio hasta el mueble bar y, tras rebuscar, encontró una botella de tónica.
—¿Por qué iban a encerrarnos en un sitio al que no pueden acceder durante el día? Se diría que un lugar como éste nos conferiría cierta ventaja, ¿no te parece?
Thea frunció el entrecejo, considerando aquel planteamiento.
—Bueno, a menos que sí que puedan moverse durante el día, sólo que no bajo el sol, importaría bien poco dónde nos metieran. Y puede que un edificio de oficinas sea más apropiado que cualquier vivienda; por la noche no habrá nadie por aquí para ver quién entra y quién sale, y no me extrañaría que este sitio estuviera insonorizado. Además, hay que tener en cuenta el factor psicológico. Tenemos el mundo entero ahí mismo, delante de nuestras narices, pero no podemos acercarnos más. Nos tienen cogidos por las pelotas, como diría Parker.
La mención de Parker propició que pensara en Dean, en Romeo y en todos los demás, muertos para siempre. Sólo quedamos nosotros pero, ¿por cuánto tiempo? Carraspeó.
—Entonces, ¿quién crees tú que nos ha dejado aquí? ¿No habrán sido los egipcios?
—No lo sé, pero no creo. ¿Cómo iban a ocuparse ellos dos de un puñado de vampiros cuando ni siquiera podían cogernos a nosotros? Además, no parecía que les importara demasiado capturarnos con vida en el escondite. —Se encogió de hombros—. Es que me extraña todo esto de la luz del día, pero tu explicación tiene sentido.
Transcurrido un latido, añadió:
—¿Cómo sabes que eran egipcios? O sea, de Oriente Medio, seguro pero, ¿así de específico? ¿Reconociste sus acentos o algo?
—No, nada de eso. Es una suposición. Todos los del templo hablaban árabe. Parecía obvio. Es decir, tal vez mi formación adultere la forma en que veo las cosas, pero... ¿por qué? ¿Crees que no eran egipcios?
Jake meneó la cabeza.
—No tengo ni idea. Todos me parecen iguales.
—Tienes suerte de que esté demasiado hecha polvo para darte una patada en el culo, Washington. —Se le ocurrió un pensamiento fugaz—. Lo que me extraña es que no nos hayan encerrado en un polígono industrial... en una fábrica, o en un edificio en construcción o algo, ¿sabes? Un sitio que estuviera aislado, donde podrían librarse de nosotros sin problemas, llegado el caso.
—¿Otro punto a favor de la idea de que no planean eliminarnos? —sugirió Jake, con una sonrisa aviesa.
—Optimista.
—Yo soy así.
Transcurrido un par de horas infructuosas durante las que habían intentado escapar (forzando la cerradura, comprobando las baldosas del techo, manipulando los conductos de ventilación, buscando paneles secretos), Thea y Jake admitieron que estaban atados de pies y manos. Movieron el sofá para que quedase frente a la ventana y se acomodaron para ahorrar energías y esperar. El siguiente puñado de horas discurrió alternándose distintos estadios de preocupación, aburrimiento, irritación, aburrimiento, enfado y vuelta al aburrimiento. Si sus secuestradores tenían a alguien vigilándolos, debían de conformarse con dejar que se sulfuraran. Cuando la sombra de la torre se hubo alargado ante ellos, señalando en dirección al lago, Thea decidió aprovecharse de las limitadas comodidades que tenían a su disposición. Se introdujo en el baño y se quedó desnuda, a excepción del vendaje. Su piel de caramelo estaba jaspeada de manchas amarillas y negras, magulladuras que le cubrían casi todo el cuerpo. Preciosa, chica. Las vendas blancas resaltaban contra su tez; un grueso envoltorio de gasas que la cubría desde el ombligo hasta el nacimiento de los pechos. Tras sopesar los pros y los contras, se quitó el vendaje y lo depositó en la encimera al lado del lavabo.
La herida de bala no tenía buena pinta; se dio la vuelta y, al mirar por encima del hombro, vio que el orificio de salida era más grande y ofrecía aún peor aspecto. Era una herida limpia, al menos, y parecía que quienquiera que se hubiese ocupado de ella era un experto de la sutura. Mientras observaba los puntos, supuso que la cicatriz de la herida de entrada ni siquiera sería apreciable cuando sanara. La de la espalda le serviría para entablar conversaciones interesantes al pie de cualquier piscina. Volvió a encararse con el espejo y su mirada vagó desde la herida hasta el tatuaje de su abdomen. Se había hecho tres tatuajes desde que se uniera a la caza. Cada uno de ellos aunaba los símbolos que empleaban los cazadores con abstracciones de jeroglíficos egipcios. Cruzó los brazos sobre los senos y se agarró el bíceps derecho con la mano izquierda. Se giró para apreciar los tres: en el hombro, en el dorso de la mano izquierda y alrededor del ombligo.
Nunca se le había ocurrido señalar su cuerpo de aquel modo antes de la cacería; debía de existir alguna conexión, aunque era la primera vez que se paraba a pensarlo. Ahora, con el Templo de Akenatón, sus servidores egipcios y el misterioso y poderoso canope... ¿qué relación tenía todo eso con ella? Desde que se viera imbuida con la consciencia para lo sobrenatural, Thea poseía la habilidad de presentir conexiones que otros pasaban por alto. Llámese intuición femenina, llámese cálculo de probabilidades, llámese sexto sentido, llámese precognición... no lo comprendía, pero había aprendido a confiar en ello. No era infalible, no obstante, ni solventaba todas las incógnitas. Y en esos momentos había demasiadas incógnitas como para poder despejar el conjunto. Pronto, sin embargo; Thea presentía que las respuestas pronto caerían en sus manos.
Con paso cauto, entró en el compartimento de la ducha. Se lavó no sin cierta torpeza, debido al cuidado que requería su costado izquierdo y a la certeza de que sus apresadores irrumpirían de un momento a otro. Su herida palpitaba pero sobrevivió, y nadie abrió la puerta de golpe. Salió al cabo de diez minutos, empapada y vigorizada. Las únicas toallas que había eran de mano, pero le bastó con una para secarse todo el cuerpo; dejó la otra para Jake y decidió secarse el cabello al natural. Se le encresparía, pero un precio pequeño a pagar por sentirse limpia. Se lo recogió en un par de sencillas coletas y, ¡presto! Problema resuelto.
Se volvió a vestir, omitiendo el vendaje y la camiseta, tras decidir que sería mejor que Jake la ayudara a cubrirse la herida. Su compañero se ruborizó al verla en sujetador, pero se serenó al reparar en los puntos de sutura. Ciñó el vendaje con la misma fuerza que antes. Cuando se hubo puesto la camiseta de nuevo, salió del cuarto de baño para permitir que lo utilizara Jake y se desplomó en el sofá con una botella de Bombay Sapphire que había tomado prestada del mueble bar.
Jake reapareció unos quince minutos después y le dedicó una mirada que sugería que no le parecía buena idea que empezara a beber, y menos con el estómago vacío. Thea ignoró el reproche.
—¿Jake?
—¿Sí?
—¿Cómo ocurrió? Lo de Parker y Dean, digo.
Se produjo el silencio durante un momento, seguido de un suspiro cuando Jake se reunió con ella en el sofá.
—Ya sabes que no se me da bien pelear. Cuando aquel tío se me echó encima, creí que ahí se acababa todo. Me estaba estrangulando y yo no podía hacer nada. Quiero decir que era un tío, ¿vale? Vivo. No un pútrido al que podría sacudir sin remordimientos. Nuestros poderes no sirven de nada contra los vivos.
—Algunos sí —musitó, pensando en una resplandeciente barra de luz.
—Vale, algunos sí. Otro misterio acerca de en qué nos hemos convertido, cómo funciona todo esto. Quizá los poderes de algunos cazadores sean tan potentes que pueden cargarse cualquier cosa, da igual si está vivo o muerto. Diantre, no lo sé. —Exhaló un suspiro y se revolvió sobre el cuero mullido—. El caso es que hice lo único que se me ocurrió: fingí que me había estrangulado. Estaba cagado de miedo... o sea, imagínate que sigue apretando, ¿no? Ya casi había perdido el conocimiento. Luego me arrastré hasta una pistola cuando aquellos tíos empezaron a disparar. Pensé... pensé que se habían cargado a todo el mundo. Quiero decir que Parker no tenía ninguna oportunidad. Saltó, pero no había dónde esconderse. Le... las balas le alcanzaron de pleno. Por lo menos fue rápido, creo.
Inhaló con fuerza.
—Desde donde estaba tumbado, él era el que tenía más cerca, pero os veía a Dean y a ti por el rabillo del ojo. Tú saltaste por la ventana, es lo único que supe, y Dean... se desplomó a mi lado. Es... estaba allí tirado y sentí cómo emanaba calor de él, cómo brotaba luz de sus ojos, como si estuviera intentando curarse pero era... había demasiados...
El cuero emitió un crujido en el momento que Jake comenzaba a sollozar. Estaba sentado a la izquierda de Thea, por lo que la joven se contorsionó para apoyarle la mano derecha en la rodilla. Él le agarró la mano con fuerza y Thea le ofreció un apretón de consuelo. Transcurridos un par de minutos, Jake continuó:
—El caso es que me sonrió. Sabía que se estaba muriendo, pero encontró fuerzas para sonreír. Me sentí como un cobarde, allí tendido en el suelo, fingiendo, pero no sabía qué otra cosa podía hacer. Luego vi cómo te acercabas a la ventana, y aquellos tíos todavía tenían las armas, y ya no podía soportar la idea de perder a todo el mundo...
Más sollozos. Thea, sin saber qué decir, se limitó a estrecharle la mano.
9
Lo primero que percibió Nicholas fue el asqueroso sabor en su boca. Si hay algo peor que el sabor a vómito es el sabor a vómito viejo, pensó. Le supuso un esfuerzo escupir los rancios pedazos de vómito y sangre coagulada. Permaneció tumbado de costado, inhalando acres bocanadas hasta que hubo reunido las fuerzas suficientes para moverse. Levantó el brazo izquierdo, con el derecho encajonado bajo su cuerpo, con el peso muerto de una extremidad entumecida, y tiró de la masa de cinta que le envolvía la cabeza. Desistió cuando el adhesivo le tiró del cabello. Se pasó la mano por el rostro, siguiendo el rastro de fluidos pegajosos y resecos, y encontró el borde inferior de la cinta pegado en su frente. Dejó de tirar transcurrido un segundo. El adhesivo se había agarrado con fuerza a su pelo; el tirón más leve le clavaba agujas de dolor por todo el cuero cabelludo. Por lo menos tenía los ojos libres. Le costó gran esfuerzo enfocar, pero hizo acopio de fuerzas para explorar su entorno.
Se encontraba de lado sobre un desvencijado colchón, de cara a una habitación pequeña y austera. Carecía de cualquier rasgo distintivo: paredes de piedra gris, suelo de cemento gris, techo marrón de madera, puerta marrón de aglomerado. En el centro, delante de él, había una silueta difusa. Tras parpadear y bizquear, se dio cuenta de que estaba viendo a su secuestrador. Maxwell Carpenter yacía despatarrado en el suelo, inmóvil, con el traje negro a medida salpicado de bilis y excrecencias... por culpa de su vómito, dedujo Nicholas. No podía ver el rostro de Carpenter, pero estaba seguro de que su apresador no se estaba haciendo el muerto. Si Carpenter pudiera moverse, estaba claro que ya habría vuelto a maniatar a Nicholas. Hablando de lo cual...
Era como remolcar un trailer con los dientes, pero consiguió girar la cabeza sobre la sucia almohada para echarse un vistazo. Costaba obtener una panorámica comprensible, dada su postura, pero podía distinguir que la banda que le rodeaba el pecho se había soltado. Al convulsionarse, presumiblemente. Su fuerza era tremenda gracias a uno de los amuletos que Carpenter no había atinado a arrebatarle. Gracias a que el encantamiento de las bandas comenzaba a menguar, sus espasmos habían conseguido liberarlo. En parte, al menos; las bandas que le sujetaban la cintura y las piernas seguían en su sitio, lo que explicaba por qué tenía tan poca sensibilidad allí abajo. Poco importaba aquello, de todos modos, porque se había soltado las manos. Sólo tenía que estirar los brazos y desprender el resto del metal. Tendría que esperar un minuto, en cualquier caso, hasta que hubiese recuperado las fuerzas.
Después de otro momento tendido en un charco de su propia excrecencia, Nicholas se sintió lo bastante revitalizado como para liberarse. Gracias a la energía que le confería el brazalete que llevaba en la muñeca, fue cuestión de minutos que consiguiera desembarazarse de las bandas inferiores. Las asió y las tiró a un lado convertidas en dos retorcidas pajaritas de metal. Hubiese llegado hasta el final y las habría pisoteado para asegurarse de que quedaban inservibles, si le hubieran quedado fuerzas que malgastar. El diseño de aquellos artilugios había formado parte de un astuto plan para aprisionar a Maxwell Carpenter, pero le había salido el tiro por la culata. En el futuro, debería tener cuidado a la hora de construir herramientas que pudieran volverse en su contra.
Hablando del cabronazo que me ha puesto en esta situación... Nicholas supuso que lo mejor sería asegurarse que su apresador estaba fuera de combate. El gesto de levantarse del colchón precisó mucha cautela, puesto que la reciente agonía de las múltiples heridas que había recibido en el cráneo seguía vivida en su mente. Le congratuló comprobar que, aparte de una abrumadora sensación de fatiga que sus amuletos no podían contrarrestar, se encontraba en bastantes buenas condiciones. La misma fuerza que lo había recuperado de la muerte había aliviado la peor parte de sus lesiones. Le dolía la cabeza, así como el pecho y otras partes del cuerpo, pero no era nada que no pudiera curar una buena estancia inmerso en una bañera llena de agua caliente.
Sin verse obligado a tener una súbita dentellada de dolor en el cráneo, Nicholas se movía con más confianza. Se alejó del extenso charco de sangre y vómito que había arrojado, mientras se frotaba el brazo derecho con la mano izquierda para reavivar la circulación de la sangre. No estaba seguro de cuánto tiempo había estado muerto; a juzgar por la pegajosa condición de los fluidos que lo embadurnaban todo, supuso que no más de ocho horas. El desastre le recordó que su boca se había convertido en un osario. Sería demasiado esperar que aquel hijo de puta llevara encima pastillas de menta. También tenía que desembarazarse de la cinta que le rodeaba la cabeza, cambiarse de ropa y darse una ducha. La ducha era perentoria. Pero lo primero era lo primero. Se agachó para examinar de cerca el cuerpo del suelo. Maxwell Carpenter yacía con los brazos en cruz, boca arriba, con el traje a medida abierto para revelar un chaleco a juego y una sobaquera ocupada por una enorme pistola automática bajo cada brazo. Debía de haberse desplomado al tiempo que Nicholas expulsaba los pulmones por la boca. El suelo describía una leve pendiente desde la cama hacia el centro de la habitación, la misma dirección en que apuntaba la cabeza de Carpenter. Parecía como si la sangre hubiese corrido alrededor de sus piernas despatarradas hasta encontrar el dique de su entrepierna. Los ojos muertos de Carpenter miraban el techo, con la sorpresa estampada en el rostro.
Nicholas no se molestó en buscarle el pulso; de todos modos, aquel tipo no hubiese tenido. Así y todo, Nicholas estaba más que seguro de que Carpenter no iba a incorporarse de golpe y porrazo igual que cualquier antagonista de Hollywood para el susto final. Para cerciorarse, desenfundó una de las pistolas de Carpenter, comprobó el cargador, se aseguró de que no tenía puesto el seguro y llenó de plomo el torso y la cabeza del cadáver con una precisión fruto de cientos de horas empleadas en la pista de tiro. El cuerpo se contorsionó, provocando el sobresalto de Nicholas antes de que se diera cuenta de que los responsables eran los impactos de bala. Tiró la automática vacía y sacó la otra pistola de su cartuchera, antes de dirigirse hacia la puerta al otro lado del cuarto. Se abría al resto del sótano; se permitió la satisfacción que le producía comprobar que sus poderes deductivos no se habían equivocado. Esa zona ostentaba el mismo suelo de cemento que la sala anterior, pero sus paredes habían sido recubiertas de paneles de madera. Los tableros ofrecían el aspecto cálido y rico en matices de la madera auténtica, no se trataba de ninguna imitación barata. Otras tres puertas, todas ellas cerradas, quedaban enfrente de unas escaleras que conducían a la planta baja. Emprendió el paseo por los escalones de inmediato, porfiando por alejarse de aquel sótano.
Apareció en una enorme cocina provista de lo último en equipamiento. A tenor del aspecto general, se encontraba en una casa de raigambre; la cocina se había beneficiado de un remozado completo. La escalera estaba emplazada en el centro de una pared interior. La mitad inferior de la pared más alejada de la cocina estaba decorada con paneles blancos de madera, y la superior con una serie de ventanas con vistas a una gran galería. Brillaba el sol, la luz de la mañana se reflejaba en la superficie de un lago helado que tenía aspecto de provenir del otro lado de la casa. Un recibidor que quedaba a su izquierda extendía la dirección opuesta a la galería hacia el resto del edificio, mientras que la puerta de su derecha se abría a un suntuoso comedor.
Nicholas hubo cruzado el recibidor y llegado ante la puerta principal en cuestión de segundos; se apresuró a aventurarse al exterior y una ráfaga de aire helado lo rodeó incluso antes de que supiese lo que estaba haciendo. Quería marcharse de allí cuanto antes, pero pasearse en su estado actual no era buena idea.
Así pues, ¿qué? ¿Iba a subir las escaleras, darse una ducha y cambiarse de ropa mientras en el sótano descansaba un cadáver rebozado en su vómito? Alcancemos nuevas cotas de ironía, pensó, mientras se encaminaba hacia la primera planta.
Se encontraba en medio de la escalera cuando reparó en que conocía aquel lugar. Reconocía el sótano, eternamente inacabado; la gran galería con su majestuosa vista; la impecable cocina de acero inoxidable y el frigorífico de doble puerta; el espacioso recibidor de la entrada con su puerta de cristal plomado; los cuadros que flanqueaban el pasillo; los propios escalones de duramen sobre los que se erguía... Todo aquello le resultaba familiar. Sabía que arriba habría dos dormitorios para invitados con un cuarto principal al fondo que disfrutaba de una mejor vista al lago que la galería de abajo. Recordaba que había otro breve tramo de escaleras que conducía hasta el ático, que había sido transformado en dos habitaciones más.
Hijo de puta. Se encontraba en la casa del lago Ginebra de su difunta abuela. Annabelle Sforza, su nana (Nannabelle, como la había llamado él desde que era un crío), que ya llevaba meses muerta. Aquella casa de verano, como la mayoría de sus posesiones, estaba atrapada en todo tipo de redes legales. Su abuela había sido una mujer meticulosa en vida, y él sospechaba que las denuncias de múltiples testamentos y otras verificaciones notariales no eran sino fruto de las tramas de varias familias criminales que pretendían ponerle las manos encima a la riqueza de Annabelle Sforza. Sus herederos supervivientes apenas contaban; se reducían a parientes muy lejanos y a adolescentes, gracias a los sistemáticos y eficaces esfuerzos de Maxwell Carpenter por exterminar a la progenie de la mujer. Nicholas se dio cuenta de que, al ser el heredero vivo más cercano, tendría todas las de ganar si entrase en escena y lo reclamara todo. No era algo que le preocupara en esos momentos.
No, en esos momentos se sentía perplejo por la osadía de Carpenter. Aquel cabronazo había odiado a la abuela de Nicholas Sforza con una intensidad que había trascendido los límites de la vida misma. Lo había traído de vuelta desde la tumba con un plan de venganza que había resultado en la muerte de los parientes de Nicholas. Y había operado desde uno de los hogares que fuera propiedad de la mujer a la que responsabilizaba de su fallecimiento. Se encontraba a menos de dos horas del norte de Chicago, a orillas de un pequeño lago, y constituía el refugio perfecto cuando la ciudad se convertía un horno insoportable en verano. Sin embargo, no ofrecía demasiadas distracciones durante el invierno, por lo que permanecía vacío y al cuidado de un celador que se pasaba cada cierto tiempo para efectuar algunas comprobaciones. Nicholas sintió admiración por Carpenter, a su pesar. Circunstancias imprevistas aparte, podría haber disfrutado de aquel lugar durante sus buenos seis meses sin que nadie se percatara. Nicholas se preguntó qué otros recursos de su abuela habría estado utilizando Maxwell Carpenter.
Cogió aliento para soltar una risotada de asombro y a punto estuvo de atragantarse a causa de la fetidez que inundaba su boca. Ya estaba bien. Era hora de acicalarse.
Tuvo suerte de haberse forjado una idea aproximada de su aspecto, o se habría espantado al verse reflejado en el espejo del cuarto de baño. Tenía el jersey y los pantalones rasgados, ensangrentados y cubiertos de vómito. Las manos y la cara estaban llenas de arañazos y enrojecidas a causa de la cinta adhesiva con que lo habían maniatado. Las mejillas, la nariz y los ojos constituían una masa de hematomas amoratados, y no le costaba imaginarse que su cabello era un pegote enredado bajo la sucia gorra de cinta. Por lo menos, todo aquello podía camuflarse con maquillaje. Después de haberse limpiado seguía pareciendo un mapache sonado, pero le parecía un precio pequeño a pagar por su libertad. Ignoró la cinta adhesiva por el momento, hurgó en el botiquín y soltó un graznido triunfal cuando hubo rescatado una botella medio llena de Listerine y un viejo tubo de Crest. Se amorró a la botella y el antiséptico le encendió todas las llagas de la boca. Sofocó sus gruñidos de dolor e hizo gárgaras con el enjuague bucal mientras untaba de pasta de dientes un cepillo que alguien había olvidado en la balda. No sabía quién habría sido su dueño, ni le importaba. Aunque hubiera pertenecido a su (ahora difunto) primo Walker, constituiría una bocanada de aire fresco comparada con el pozo ciego que era su boca. Escupió el enjuague y frunció los labios a la vista del espeso escupitajo oscuro que fue a parar al lavabo. Un vigoroso cepillado y otras tres saludables gárgaras con el enjuague bucal después, Nicholas volvía a sentirse como un ser vivo. Podía soportar que lo vapulearan y que lo revolcaran por el lodo, pero sentir la boca sucia era superior a sus fuerzas.
—Vamos allá —dijo. Apoyó las manos en el borde del lavabo y entrecerró los ojos ante el espejo, entre las motas de dentífrico y los salivazos azulados de enjuague que salpicaban el cristal. Una amplia sonrisa ocupó su rostro y la luz fluorescente del baño se reflejó en sus dientes—. Bueno, Mary, ¿tienes un bolso que haga juego con ese sombrero?
La cinta era un grano en el culo y le fastidiaba tener que trasquilarse hasta convertir su mata de cabello en un montón de mechones irregulares, pero tampoco le quedaba otra opción. Quince minutos de cortar y recortar le confirieron el aspecto de alguien que hubiera perdido una pelea con un cortador de césped rabioso, pero la cinta adhesiva había desaparecido, adiós muy buenas.
—Puta cinta adhesiva —musitó, mientras revisaba el erizado desastre que era ahora su cabello. Espera; Nannabelle tenía unas tijerillas para aquel terrier que tanto ladraba...
Las encontró en el trastero de la planta de arriba, viejas y desgastadas por el uso, pero todavía prácticas. Con un último guiño de vanidad, Nicholas se repasó el cuero cabelludo con las tijerillas. Algunos minutos más tarde, no le quedaban más que unas erizadas cerdas negras. Sonrió de nuevo; el cráneo rapado le confería un aspecto amenazador que se sentía dispuesto a aprovechar.
—Muy bien, malote. Deshagámonos del resto de esta porquería y salgamos de aquí cagando leches.
Tras enjabonarse y frotarse a conciencia bajo la ducha, se apresuró a registrar los dormitorios para invitados en busca de ropas de su talla, desnudo y empuñando la automática de Carpenter. Sofocó una risita al imaginarse la estampa que debía de constituir. Una parte de él sabía que se encontraba al borde de la histeria, que se abalanzaba sobre él en caída libre desde el avión que era su enfrentamiento con Carpenter pero, ¿qué otra cosa podía hacer más que dejarse llevar? Encontró una camisa de deporte de los Bears, una camiseta vieja tan descolorida que ni siquiera pudo distinguir el dibujo que exhibiera antaño, unos vaqueros con las rodillas tan raídas que podía verse la piel a través de ellas y unas zapatillas de deporte manchadas de arena. Aseado y vestido, Nicholas volvió a sentir el calor. Aunque ya casi había recuperado las fuerzas y no se estaba extenuando, sudaba como un hijo de puta debajo de la camiseta. ¿Para qué querría poner tan alta la calefacción un tío muerto? La casa entera parecía una sauna. Supuso que ya daría igual.
Una vez solventados sus asuntos personales, Nicholas se concentró en otras tareas más peliagudas. Deseaba salir de la casa y asegurarse de que el Corazón estaba a salvo, pero primero tenía que atar algunos cabos sueltos. Empuñó la .45, decidió no dejar nada al azar y realizar un rastreo exhaustivo de toda la casa, empezando por el ático hasta llegar al sótano. Quería confirmar que Carpenter no tenía a nadie más encerrado en alguna parte (no lo tenía) o que se hubiera incorporado para escabullirse mientras él estaba en la ducha (no lo había hecho). A su pesar, le sorprendió encontrar a Carpenter tumbado en el mismo sitio donde lo dejara. Costaba dudar que la existencia de aquel gilipollas estuviera ligada a la de la familia Sforza, no obstante, teniendo en cuenta cómo había terminado.
—Ya ves, tendrás que admitir que todo esto es de lo más poético —le dijo al cadáver de Carpenter—. La única razón de tu regreso era la venganza, ¿no? Exterminar a mi familia y descansar en paz. Supongo que, a efectos técnicos, lo conseguiste. El caso es que no te esperabas que yo fuera a regresar, ¿a que no? Sin embargo, tendría que haber mantenido la boca cerrada. Si hubiese permitido que me mataras en el templo, tú seguirías siendo un fiambre, pero por lo menos yo no tendría ahora este corte de pelo de mierda. Así es que espero que, después de todo, no descanses en paz, hijo de la gran puta.
Recitado su encomio, Nicholas se puso en pie de un salto, sin que una parte de él siguiera maravillándose de que se sintiera tan animado y lleno de energía después de haber estado muerto, literalmente, hacía apenas unas pocas horas. Se detuvo al pie de las escaleras del sótano, con la mente inundada de ideas. La escena de aquel sótano era algo con lo que no quería que se tropezara nadie; él seguía desaparecido, por lo que concernía a la opinión pública, y redundaría en beneficio de su nueva vida que siguiera así. Además, seguía cabiendo la posibilidad de que Carpenter no estuviera tan muerto, tan muerto de veras, como aparentaba. Lo mejor sería no correr riesgos y cubrirse las espaldas al mismo tiempo. Se le había ocurrido algo que mataría esos dos pájaros de un tiro.
Se resistió a considerar la idea de incendiar la casa de verano de Nannabelle. Tras unos minutos de discusión consigo mismo, llegó a la conclusión de que aquella era la mejor solución. Su faceta más racional sabía que era la única manera de asegurarse que no se produjeran represalias, y su faceta más nostálgica no soportaba la idea de que nadie utilizara aquel lugar después de que Carpenter lo hubiese profanado.
Guardaban combustible en el cobertizo de los botes para abastecer al par de embarcaciones que había allí amarradas. Cargó con dos bidones hasta la casa, tiritando a causa de la gélida temperatura de última hora de la tarde. Se detuvo en la cocina para abrir la espita del gas y luego se dirigió al sótano. Había terminado de vaciar un bidón entero de carburante sobre Carpenter cuando se le ocurrió otra idea. Un rápido registro de los bolsillos del cadáver no obtuvo como resultado las llaves de ningún coche, pero aquello no lo desanimó. Había aprendido a arrancar vehículos sirviéndose de puentes cuando contaba tan sólo trece años de edad; las llaves tan sólo facilitaban el trabajo. Lo que sí que encontró fue una agradable sorpresa: un monedero lleno a rebosar de dinero contante y sonante. Empapado de combustible, pero aún de curso legal.
Subió las escaleras al trote y vertió el contenido del segundo bidón sobre el suelo y las paredes. Estuvo a punto de rociar el abrigo que colgaba junto a la puerta principal, pero cambió de idea y se lo echó por encima. Dejó un reguero de carburante mientras salía de la casa, y se rió cuando vio que Carpenter debía de haber utilizado una pala para despejar todo el camino hasta el garaje. Para tratarse de un cadáver ambulante, estaba hecho un hijo de puta de lo más casero. Las manos, empapadas de combustible, se le enrojecieron a causa del frío, por lo que rebuscó en los bolsillos del abrigo en busca de unos guantes y terminó por encontrar las llaves del coche. Tras lanzarlas al aire con una mano y cogerlas con la otra, dijo adiós definitivamente a la enorme casa blanca.
—Lo siento, Nannabelle. Espero que no te importe.
Sacó una cajita del bolsillo de sus vaqueros, encendió una de las cerillas que había cogido en la cocina y la dejó caer en el reguero de combustible.
Diez minutos después, Nicholas conducía un Lincoln de color azul con el motor trucado por la 1-94 Sur, maniobrando el volante con una mano mientras sintonizaba el dial de la FM con la otra. Le sabía mal lo de la casa; conservaba muy gratos recuerdos de aquel lugar. Pero había sido para bien. Como sabía su faceta más racional, era importante respetar el pasado, pero no era saludable quedarse estancado en él.
Encontró una emisora de rock clásico donde tronaba el "Satisfaction" de los Rolling Stones. Subió el volumen y cantó a voz en grito, sonriendo y tamborileando con los dedos sobre el volante mientras devoraba la distancia que lo separaba de Chicago.
TERCERA PARTE
HIJOS DEL DESTINO
10
El regreso de Beckett a Chicago sufrió un ligero contratiempo. La tormenta de nieve que azotaba el Medio Oeste era la segunda en una semana. Se había perdido la primera por pocos días al irse de la ciudad. Ésta se había estacionado sobre el norte de Illinois, coincidencia que Beckett no estaba seguro de que fuese tal. Frotó el brazalete y decidió sobreponerse a la paranoia.
El vuelo 1042 de American Airlines fue desviado al aeropuerto St. Paul de Minneapolis, donde había descargado la tormenta apenas horas antes. Durante el descenso, se asomó a la ventanilla de primera clase (ya que se había dispuesto a volar, no pensaba verse enlatado junto a una turba de mortales vociferantes y sudorosos) para ver que la ciudad estaba cubierta por un manto blanco. Si bien la mayoría del tráfico comercial se había paralizado por el momento, el aeropuerto desafiaba a la madre naturaleza como mejor podía. Las palas quitanieves habían despejado la mayor parte de las pistas y el frenético personal del aeropuerto porfiaba por manejar las rutas alternativas resultantes. Decidió que no iba a esperar a que escampara. Ya eran casi las dos de la madrugada, hora local; si la tormenta se prolongaba, su vuelo de enlace aterrizaría después del amanecer. Salió del aeropuerto y se adentró en la serena y gélida noche.
Alcanzó la cola de la ventisca al cabo de tres horas. Era mucho más salvaje de lo que se había esperado. Pese a ser inmune a las inclemencias de las temperaturas, seguía sintiendo las furiosas rachas de viento cortante y las pesadas cortinas de nieve. Aquella era tan sólo la retaguardia, ¿cuál sería su fuerza más al sur? Con un gruñido, siguió adelante. Ya había dedicado varias horas a vadear los impulsos de las corrientes, nadando más que corriendo. Aunque su cuerpo no desprendía calor que pudiera fundir la nieve que se apelotonaba a su alrededor, a medida que transcurría el tiempo sus esfuerzos físicos formaron pesados trozos de hielo que repiqueteaban prendidos de su pelaje. Ya había salido corriendo de una amenaza fantasma; no estaba dispuesto a permitir que una tormenta lo demorara por más tiempo. Tras unas cuantas horas más de esfuerzos y resoplidos, durante las que cubrió apenas setenta y cinco kilómetros, hubo de admitir que la furia de la madre naturaleza era mayor que la suya. En alguna parte entre el sur y el centro de Wisconsin, se enterró para esperar a que amainara.
Al anochecer siguiente, emergió a un nuevo mundo. La zona en que se encontraba, una extensión de colinas encadenadas y sotos dispersos, estaba cubierta por un grueso manto de nieve. Lo único que veía a su alrededor era blanco.
La tormenta se había extinguido, pero seguía levantando obstáculos. La tierra se encontraba bajo una capa de nieve que llegaba a alcanzar el metro de altura en algunos puntos. Hacía tanto frío que la nieve no se apelmazaba, sino que formaba livianos montones de polvo que restallaban a merced de los azotes del gélido viento que seguía las huellas del frente tormentoso. No había corteza sobre la que pisar, por lo que, al igual que la noche anterior, se vio obligado a abrirse paso a través, empleando la fuerza bruta en detrimento de la sutileza. Encontró una carretera comarcal que conducía hacia el sudeste e hizo un mucho mejor tiempo siguiendo aquella superficie recién despejada. Unas cuantas horas de viaje lo condujeron a las proximidades de Chicago; cuando comenzó a encontrarse con las comunidades de la periferia, se alejó de los caminos practicables y atravesó los patios y los sembrados circundantes. No tenía sentido que llamara la atención trotando por vías públicas.
Llegada la medianoche del jueves, regresó al molino que había convertido en su guarida. Antes de proseguir con sus planes, decidió dedicar el resto de la noche a comprobar que tenía todos los cabos bien atados. Si sus suposiciones eran correctas, un paso en falso ahora derivaría en su destrucción, o algo peor.
A la noche siguiente, tras haberse alimentado de un ciervo que encontró en el campo cerca del molino, puso rumbo al centro médico de los Hermanos Alejandrinos. Describió un rodeo hacia unos arbustos que crecían al sur y dedicó algún tiempo a excavar en la polvorienta nieve, antes de abrirse paso hacia el hospital y recuperar su forma humana. Tras debatir consigo mismo sobre cuál sería la mejor manera de entrar, escaló el muro del hospital; sus zarpas penetraban con facilidad en el cemento. Empezaba a hastiarle tener que acercarse a hurtadillas, pero su visita anterior había desvelado unas medidas de seguridad nada desdeñables (producto de donativos Cainitas, estaba seguro) y no le apetecía probar las vías de entrada normales.
Sacó un juego de ganzúas de la chaqueta y se dispuso a abrir la puerta de acceso del tejado, azotado por el viento. Aquello dificultaba aún más un trabajo delicado de por sí, pero también ocultaba las huellas de sus pisadas, por lo que le pareció que era un trato justo. Al cabo de algunos minutos, consiguió abrir la robusta cerradura. Abrió la puerta y entró, apresurándose a cerrarla tras de sí. Sospechaba que habría una alarma conectada a aquella puerta, pero esperaba que sólo se accionara al romperse la conexión. Los guardias de seguridad tal vez supusieran que se había tratado de un amago del panel, pero no descartaba que subieran a investigar. Para no correr ningún riesgo, bajó hasta la planta superior, se adentró en un cuarto vacío y regresó con un trapo para limpiar la nieve que había metido en el edificio. Acababa de regresar a la habitación para dejar el trapo cuando oyó que repicaba el ascensor, así como las fuertes pisadas de un guardia. Espió a través de la estrecha ventana de la puerta y vio que se trataba de un hombre distinto al que lo persiguiera la otra noche. Éste, un negro con músculos en abundancia, caminaba con un mínimo de precaución hacia la escalera de acceso del tejado. Se apresuró a bajar por la escalera principal en cuanto hubo perdido de vista al vigilante.
No resultaba sencillo encontrar la habitación donde había estado ingresado William Decorah. Todas las plantas ofrecían el mismo aspecto, y no se había molestado en memorizar el número. Tras media hora de acechar sin ser visto, creyó estar seguro de que había dado con el cuarto. Hacía tiempo que lo habían despejado y ofrecía el mismo aspecto antiséptico y anodino que cualquier otra habitación. Entró para asomarse a la ventana; sí, la panorámica del exterior parecía la correcta. No había rastros físicos que sugirieran que Decorah había pasado siquiera un minuto en aquel lugar, pero a él no le interesaba lo físico.
Se quitó los guantes que afanara del anorak de Decorah y que había recuperado del lugar donde los dejara, entre los matorrales. Los sacudió y palmoteo con ellos para desprender la mayor cantidad posible de nieve derretida, antes de depositarlos sobre la bandeja metálica junto a la cabecera de la cama, juntos, con las palmas hacia arriba. A continuación sacó el cuenco de plata, aunque en esta ocasión no disponía de la sangre del objetivo para verterla en él. Su propia vitae debería bastar, dado que aún corría por las venas del indio... si es que el mortal había llegado a ingerirla. De lo contrario, el hechizo no funcionaría y sabría que se encontraba en serios aprietos. Decidió mostrarse optimista.
El ritual era una variante del que había llevado a cabo para rastrear a uno de los asesinos de Augustus, sólo que ahora lo realizaría impulsado por la necesidad y no porque así lo deseara. Beckett había perdido la pista de Decorah antes de descubrir cuál era su escondrijo. Regresar a aquella barriada con la esperanza de volver a captar el olor sería una pérdida de tiempo; aun sin las dos tormentas que habrían cubierto cualquier rastro posible, había transcurrido una semana y media. El olor se habría vuelto imperceptible incluso a su hipersensible olfato de lobo. Ese ritual reavivaría el rastro de Decorah durante algún tiempo; no perduraría hasta la noche siguiente (carecía de los materiales suficientes para conseguir un efecto potente), pero debería ser más que suficiente para que encontrara a su objetivo. A menos que Decorah hubiese cogido un avión a Belice.
Se cortó las palmas y colocó las manos de modo que imitaran la postura de los guantes. Éstos comenzaron a crepitar mientras la sangre hervía en el recipiente, prendiendo y quedando reducidos a cenizas en cuestión de segundos. Una humareda acre inundó la habitación, disparando la alarma contra incendios y sacando a Beckett de su trance ritual. Manó agua de una espita emplazada en el techo, disipando el humo. El Gangrel profirió un gruñido de frustración. A pesar de todo, al husmear comprobó que el hechizo había surtido efecto, si bien el agua reduciría aún más la duración del ritual. El humo había exprimido el suficiente olor característico de Decorah de sus guantes y la cama como para que Beckett pudiera emprender la persecución. Tendría que ser capaz de seguir el rastro reavivado del indio.
Pero antes, tenía que salir de aquella condenada ducha.
Apenas tuvo tiempo de abandonar el cuarto antes de que llegaran los guardias de seguridad. Dejó huellas de pisadas que conducían a las escaleras, pero confiaba en que su preocupación por descubrir qué había originado el fuego les impidiera reparar en ellas. Aun así, se movió con rapidez, con el olor del indio presente en la nariz, tan vibrante como el neón para los ojos. Aunque sabía en qué dirección se alejaba el rastro, decidió atenerse por el momento al rumbo impuesto por el olor; si se las daba de listo y decidía coger un atajo, lo más probable era que pasara por alto algo importante. Llegó a la planta del sótano (Acceso Restringido: Sólo Personal de Mantenimiento) y recorrió pasillos y escaleras hasta alcanzar un recibidor al que daba la salida para empleados. Decorah se había entretenido frente a varias taquillas, tal vez para conseguir algunas prendas que añadir a su anorak y a las botas.
Segundos después, Beckett salía a la calle. El olor aumentado constituía una tentación irresistible que le impelía a correr tan rápido como se lo permitían las piernas. Cambió a su forma de lobo para cubrir la distancia más deprisa. En cuestión de una hora había llegado a las proximidades de la barriada donde había sentido la presencia con más fuerza, hacía diez noches. El rastro oloroso discurría por la sinuosa carretera de un vecindario poco poblado. El terreno, otrora una vasta granja, se había dividido en parcelas para procurar un par de docenas de propiedades. Casi la mitad ya había sido edificada, por lo que las casas se esparcían al azar y disfrutaban de enormes jardines y de macizos de árboles adultos desde hacía tiempo. Descubrió que el rastro se dirigía hacia lo que antaño había sido la alquería principal, convertida ahora en una parcela dos veces más extensa que sus vecinas, con una casa, un establo y un par de pequeños edificios accesorios. Conservaba una extensión de tierra en barbecho alrededor que se extendía durante cientos de metros, desde la carretera hasta un grupo de árboles. Varias bombillas halógenas colgadas de pértigas, desperdigadas por la propiedad principal,' iluminaban los edificios y sus alrededores. Resultaba evidente que la combinación de espacio abierto y alumbrado estaba pensada para imposibilitar que se acercara alguien sin ser visto.
Se mantuvo fuera del alcance de las luces mientras investigaba la propiedad. La casa era como cualquiera otra de las que se habían levantado en aquella época remota, cuando esa zona había sido el reino de las granjas familiares. Se trataba de una enorme estructura de madera, de color blanco, con dos plantas y un ático tan grande que cabría calificarlo de tercer piso. Un porche cubierto ocupaba la fachada principal; se había añadido otro a la parte de atrás, éste cubierto; aunque ahora, en lo más recio del invierno, se habían cubierto las ventanas con sábanas de plástico. El atardecer tocaba a su fin; se veían luces en varias de las habitaciones que ocupaban la planta baja y reparó en múltiples siluetas que iban de un lado para otro de vez en cuando. Dos personas, por lo menos; tal vez más. Un espacioso sendero ascendía desde la carretera comarcal y proporcionaba espacio de sobra para aparcar entre la casa y el establo. Este estaba pintado de verde oscuro y parecía que se encontraba en buen estado, aunque resultaba evidente que ya no se utilizaba para alojar al ganado de la casa ni para guardar los aperos de labranza. Había un letrero de madera colgado de unos ganchos, apenas visible por encima de la nieve retirada de la carretera. Gracias a su visión preternatural, no le costó divisar las palabras: Halcón Negro, Paisajistas.
Anduvo alrededor de la propiedad y confirmó que, si bien el rastro de Decorah se había apartado de la carretera en un par de ocasiones, el olor más reciente conducía de vuelta a aquella casa. Su reloj interno le dijo que aún faltaban algunas horas para la medianoche. Volvió a adentrarse en el soto y aguardó a que los habitantes de la casa decidieran retirarse para pasar la noche. Las luces de la planta baja se fueron apagando una por una durante el transcurso de las horas siguientes, y Beckett vio cómo, segundos después, aparecía una pareja en el piso de arriba. La luz de la parte trasera permaneció encendida aun cuando se hubieron apagado las luces de la parte de arriba; decidió que debían de dejarla encendida toda la noche y comenzó a avanzar con sigilo.
Mientras se aproximaba, su aguda vista nocturna captó una figura en la ventana del ático, a oscuras. Picado por la curiosidad, retrocedió y describió un rodeo hasta que pudo ver la ventana del ático opuesta; sin duda, otra figura en la oscuridad. Nadie le había salido al paso, de momento, por lo que dedujo que había conseguido pasar inadvertido al atenerse a las sombras. No iba a resultar sencillo acercarse más; aquellas posiciones debían de proporcionarles a los guardias una vista privilegiada de las vías de acceso anteriores y posteriores. Tras meditarlo un segundo más, soltó una risita. Si se tenía en cuenta la disposición del terreno, el establo constituía un enorme punto ciego. A menos que...
Cambió el rumbo para acercarse al establo por la parte de atrás. Se había practicado una ventana salediza en el piso de arriba del granero; captó la variación de matices en la sombra que indicaba que también allí había una persona de guardia. ¿Al menos tres guardias para una empresa de arquitectos? Seguro.
Ni se le ocurrió desistir. Si no conseguía eludir a un puñado de vigilantes mortales, ya podía buscar un sitio bien despejado y quedarse esperando a que saliera el sol.
Su apuesta más segura consistía en acercarse desde la parte trasera del establo. Parecía que Halcón Negro, Paisajistas carecía de vigilancia electrónica, por lo que no tendría que preocuparse de pisar algún alambre ni de cámaras de seguridad. Su forma de lobo era demasiado grande como para pasar desapercibida en campo abierto, y su pelaje negro resaltaba en aquella extensión carente de sombras. Su forma humana le planteaba el mismo problema.
Se aprestaba a convertirse en murciélago cuando se abrió la puerta trasera de la casa. Se quedó inmóvil. Al atisbar por encima del congelado manto de nieve, vio a dos hombres cubiertos por gruesos abrigos y portando armas de fuego que cruzaban el sendero y entraban en el establo. Había algunas ventanas en la planta baja del cobertizo, pero todas permanecieron a oscuras. Beckett continuó esperando. Transcurridos algunos minutos, emergieron dos figuras del establo y se introdujeron en la casa. A juzgar por su porte y por su forma de conducirse, Beckett supo que no se trataba de los dos hombres que había visto antes.
Tenía que tratarse de un relevo pero, ¿qué estaban vigilando? ¿A William Decorah? ¿Habría seguido el rastro de un prisionero, y no el de un hombre libre? ¿Se trataría de un reducto de Brujah? No parecía la clase de sitio que emplearían ellos. Por tanto, ¿vigilarían al "Lobo Pálido" que había mencionado Decorah? A tenor del poder que había sentido que emanaba de aquella entidad, no tenía sentido. La necesidad de conseguir respuestas se volvía más perentoria, pero se obligó a esperar otra hora antes de volver a emprender la marcha hacia el establo.
Tras algunos segundos de sopesar los pros y los contras, Beckett había decidido que acercarse en forma de murciélago tampoco resultaba adecuado. En vez de eso, concentró su voluntad y abandonó toda forma, peso y sustancia. Su cuerpo se disipó y se convirtió en una pequeña nube de niebla que flotaba por encima del suelo. Resultaba difícil moverse en esa condición informe, sobre todo cuando el frío intentaba cristalizarlo. Se debatió como mejor pudo, flotó hacia la parte trasera del establo y se adhirió a la pared para acercarse a la fachada principal. Se introdujo por una pequeña abertura entre la puerta del cobertizo y la techumbre para guarecerse de la lluvia que la rodeaba.
Tardó un minuto en infiltrarse en el interior a oscuras. Dentro, la temperatura era más agradable, y descubrió que podía moverse con más facilidad. En esa forma carecía de vista y olfato, pero se aprovechaba de una especie de radar; la undulación de la niebla emitía sutiles ondas que rebotaban para crear una representación de su entorno. Resultaba efectivo, pero hubiese preferido disponer de una imagen sensorial más completa. También se percató de que ya no captaba el rastro de Decorah. Dado que se había convertido en niebla antes de rodear el establo, ni siquiera sabía si el indio se encontraba allí. No obstante, alguien o algo estaba siendo vigilado. Pensaba averiguar qué secretos ocultaba el cobertizo antes de dirigirse a la casa.
Cerca de él había una habitación, un despacho de Halcón Negro, Paisajistas, supuso. El ventanal inscrito en la pared bien pudiera haber sido de ladrillo a efectos de la extraordinaria percepción de la que disfrutaba en esa forma. Al menos, la inmovilidad del cristal le indicaba que la estancia estaba vacía, dado que una persona que se moviera propagaría unas vibraciones inconfundibles por toda la ventana. Podía pasar por debajo de la puerta sin dificultad, pero decidió investigar antes el resto del establo. Al flotar hacia el interior, percibió un par de camiones y una furgoneta aparcados en el pasillo central. Un ventilador para la nieve, palas y otras herramientas de jardín utilizadas en invierno se apilaban en la parte trasera del camión que tenía más cerca. A lo largo de la pared opuesta a la oficina había un antiguo redil, convertido ahora en almacén de diversos materiales. Más herramientas, supuso Beckett.
Una plataforma ocupaba el centro de la parte posterior, un ascensor abierto que conducía al pajar. A un lado, una escalera había reemplazado a la tradicional escalerilla. Cubrió los suficientes escalones como para sentir a uno de los guardias apostados junto a la ventana de la parte trasera. Descendió y caviló. ¿Estaría el otro vigilando la parte delantera? De momento, no había encontrado nada que mereciera la pena proteger; ¿estaría arriba? Tenía que ingeniárselas para subir sin llamar la atención.
Resultaba difícil desafiar a la gravedad, incluso en esa forma liviana pero, con un esfuerzo de voluntad, se aferró a las paredes y tanteó las tablas del techo de la planta baja en busca de una rendija discreta que le permitiera filtrarse a través. Encontró un lugar prometedor cerca de la parte delantera, y se coló. Sintió que se encontraba en un espacio abierto con mesas y sofisticadas herramientas informáticas. No había nadie, pero sí un tabique a medio camino de la desembocadura de las escaleras que le mantenía lejos de la vista del guardia de la parte posterior. Giró para hacerse una mejor idea de su entorno. Una oficina de paisajistas a la última, ¿o se utilizaría ese equipo con otros fines? En cualquier caso, no parecía que hubiese nada que justificara la presencia de hombres armados.
Fluyó y determinó que la otra mitad no era nada más que un almacén, así como el puesto de guardia para el vigilante. El hombre estaba alerta, pero se concentraba en lo que ocurría en el exterior. Gafas de visión nocturna y un transmisor receptor a su lado, lo que parecía un rifle de caza con mira de largo alcance en el regazo. Curioso; el instinto de Beckett le decía que aquel hombre era más bien un cazador y no un guardia jurado.
Aquel enigma empequeñecía en comparación con el de la mercancía que protegían él y su compañero. Hablando de lo cual, ¿dónde estaba el otro guardia? Había examinado todo el establo. Todo lo que estaba a la vista, al menos.
Descendió y buscó una trampilla secreta. Empezó por la oficina, para luego cruzar el granero en dirección a la parte trasera, flotando por encima de todas las tablas y asomando su vaporosa forma por cada rendija. Encontró la trampilla en el granero de la primera planta. Estaba bien escondida, ajustada entre las tablas y cubierta por fardos de hierba.
Mientras se obligaba a filtrarse por la ranura que separaba la portezuela del suelo, percibió que la puerta había sido reforzada y que había dos cerrojos de seguridad en la cara inferior. No le extrañaría que la puerta (tal vez incluso todo el suelo del establo) estuviese forrada por una chapa de metal. El equipamiento dispuesto en lo alto de la puerta lo desconcertó, hasta que al inspeccionarlo de cerca pudo averiguar que el panel disponía de goznes para abrirse como una rampa y permitir que el ingenio con ruedas se apartara y despejara el camino. Los guardias que salieran tendrían que volver a colocar el equipo encima de la puerta antes de irse.
Una serie de empinados escalones bajos de ladrillo conducían en dirección a la casa. Le sorprendió descubrir que descendían casi treinta metros antes de desembocar en un amplio corredor recubierto de adobe. Avanzó despacio y vio que el pasillo se ensanchaba para morir ante una puerta de acero que no tenía nada que envidiar a la cámara acorazada de cualquier banco. Allí (sentado en una silla delante la puerta, incorporándose alarmado a la vista de aquella bruma que descendía por las escaleras, asiendo un radiotransmisor forrado de plástico contra impactos, esgrimiendo una escopeta de recarga automática) había un guardia.
Al tiempo que el hombre se llevaba el transmisor a los labios e intentaba apuntar con una sola mano, Beckett se abalanzaba sobre él con un rugido, adquiriendo sustancia, tornándose humano y atacando con ambas manos. Con la izquierda asió la muñeca derecha del guardia y tiró, rompiendo el brazo como si de un manojo de espagueti se tratara. El grito del hombre quedó ahogado por el tronar de la escopeta; un haz de calor blanco se estrelló contra la pared mientras el arma saltaba de la maltrecha mano del guardia. La otra zarpa de Beckett era un borrón que se apoderó de la radio con tanto ímpetu que se llevó uno de los dedos del vigilante con ella. Redujo el transmisor a un amasijo inútil, al tiempo que daba un paso a la izquierda y, de una patada, enviaba la escopeta en dirección a la escalera.
No tenía de qué preocuparse; el guardia no se encontraba en condiciones de utilizarla. El hombre yacía encogido en un rincón, junto a la silla tirada en el suelo, con la mano mutilada aprisionada bajo la axila derecha para contener la hemorragia, y con la mano derecha extendida ante él, rota, estremeciéndose al son de su acelerada respiración. Beckett no había pretendido ser tan brutal, pero se había sorprendido tanto como el vigilante. El instinto siempre llevaba las riendas y, a juzgar por el hedor del humo de la escopeta (fósforo blanco Aliento de Dragón, si no le engañaba el olfato), el guardia se tomaba en serio su trabajo.
La sangre fresca se le subió a la cabeza, pero se obligó a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Estaba seguro de que el guardia no había tenido tiempo de encender la radio, pero el disparo podría suponer un problema. Se encontraban a gran profundidad bajo tierra y los ladrillos de adobe habrían amortiguado el estruendo, pero era posible que el guardia de arriba hubiese oído algo. Se arrepintió de haber destruido el transmisor; ya no podía hacer nada al respecto.
Recogió la escopeta por si acaso el vigilante se recuperaba lo suficiente como para pensar en armar escándalo, antes de subir corriendo la escalera en dirección a la trampilla. Pegó una oreja puntiaguda a la trampilla y no oyó nada. Ni vibraciones, ni nada. Esperó durante unos diez minutos antes de concluir que la distancia y el grueso revestimiento habían amortiguado el sonido.
Tras volver abajo, Beckett concentró su atención en la puerta de metal. Tendría que haber pensado en que podría haber alguien al otro lado. En tal caso, no podrían comunicarse con la gente de la superficie, o Beckett estaría abriéndose paso entre carne y hueso. Mientras avanzaba, el guardia (nativo americano, según pudo ver) le miró con los ojos entornados y llenos de dolor antes de sucumbir a la inconsciencia.
Decidió que no iba a despertar al hombre para interrogarlo; lo mejor sería que siguiera moviéndose mientras conservara el elemento de la sorpresa. Examinó la puerta y le propinó un fuerte tirón. Cerraduras. Múltiples cerraduras, igual que la trampilla. Más sólida. En lugar de perder el tiempo intentando forzarlas, buscó en los bolsillos del guardia. Encontró una pesada anilla a la que estaba unida una docena larga de llaves. Desdeñó la mitad juzgándolas inadecuadas para cerrar una robusta puerta de acero por su aspecto, y probó las demás en las dos cerraduras. No tardó en escuchar cómo se corrían los cerrojos y tiró del bloque de metal hacía sí.
Se colocó detrás de la puerta mientras se abría, por si acaso. Nada. Un rápido vistazo confirmó que el corredor estaba vacío. Discurría durante otros tres metros, antes de girar a la izquierda. Empuñó la escopeta y dudó un segundo antes de romper el gatillo. Las armas de fuego no eran lo suyo. Le había dejado a Nola Spier la automática que le arrebatara al ghoul, para que hiciese con ella lo que creyera más conveniente. Beckett confiaba en sus garras, su velocidad y su fuerza. Tras tirar el arma, se adentró en el pasillo; torcía a la derecha tres metros después del primer giro, y luego hacia la izquierda, hasta desembocar en otra puerta, gemela de la que acababa de abrir. Al examinar las llaves comprobó que las cerraduras eran distintas, pero la anilla contenía las llaves adecuadas.
Apoyó la mano en el tirador y la sensación de temor que le había embargado la primera vez que se aventurara en esa dirección se disparó. Vaciló, pero se dio cuenta de que, si bien aún sentía la amenazadora presencia, ahora parecía que una bruma amortiguara el efecto. No sabía si se debía a que "Lobo Pálido" o lo que fuese que acechaba tras esa puerta estaba distraído, o a que el brazalete amortiguaba su percepción sobrenatural del mismo modo que lo escudaba de la de los demás. Se le pasó por la cabeza la idea de que tal vez Nola Spier hubiera creado una baratija inútil y que estuviese a punto de encaminarse hacia su destrucción. En contra de su carácter, se quedó inmóvil, indeciso.
Aquello era ridículo. Había entrado en lugares que inspiraban temor incluso a los antiguos. Se había enfrentado a horrores que sobrepasaban la imaginación y había sobrevivido para contarlo. Había revelado algunos de los secretos más oscuros de su especie. No iba a abandonar ahora, tan sólo porque lo que hubiera detrás de esa puerta le provocara un escalofrío en la espalda.
Beckett abrió el pesado portal de acero y entró.
Del techo pendía una bombilla desnuda que derramaba su tenue iluminación sobre la estancia. La cámara no era grande, quizá seis metros de circunferencia, sin muebles aparte de la mesilla que ocupaba el centro. Las paredes estaban construidas con los mismos materiales que las del pasillo, adobes de tamaño tan uniforme que parecían fabricados en serie. Las paredes se adornaban con tapices de piel y colgantes de cuentas, así como con pictogramas y tallas. Contaban la historia visual de un gran guerrero y maestro, de una figura marfileña rodeada por un halo resplandeciente.
La historia de la figura que yacía tendida en la mesilla de madera tallada a mano. La historia de Lobo Pálido.
El cuerpo era tan blanco que casi refulgía. El lustroso cabello negro, arreglado en dos gruesas trenzas, enmarcaba un rostro anguloso, benigno y feroz a partes iguales. Un sencillo taparrabos constituía todo su atuendo. La figura era nervuda, casi macilenta; sus exiguos músculos implicaban fragilidad. Sin embargo, eso era una mera ilusión; Beckett sabía que la criatura que tenía ante sus ojos podría destrozar la puerta de acero que él acababa de abrir como si de una hoja de papel se tratara. No temía que eso fuera a ocurrir; el cuerpo irradiaba una sensación de permanencia tal que costaba imaginar que pudiera incorporarse. Resultaba más sencillo imaginarse a una montaña yéndose de paseo.
Sabía que, a cierto nivel, la figura que tenía ante él no estaba dormida, ni lo había estado nunca. Ahí estaba la fuente de esa consciencia, persistente a la vez que sutil, que flotaba sobre la ciudad. Su poder era tal que podía sentir su entorno, incluso manipular, aun inmerso en un reposo que ya debía de durar siglos.
En ese momento, sintió que la inmensa solemnidad y quietud de la criatura experimentaba un leve cambio, una lenta ascensión para reunirse con su consciencia ya activa. Su semblante recordaba a una apacible extensión oceánica bajo la que un inmenso leviatán estuviera abriéndose paso hacia la superficie. La bestia seguía siendo un espejismo bajo las olas, pero continuaba aproximándose, era la fatalidad encarnada.
Mientras observaba a Lobo Pálido, pensó en lo estúpido que había sido al creer que una bagatela de plata y piedra podría haberlo protegido del escrutinio de algo tan antiguo. Empero, aun cuando se hubiera asomado al umbral de su consciencia, Beckett sabía que aún no había sido detectado. El amuleto de Nola Spier mantenía a Beckett a salvo de la influencia de la criatura, protegiéndolo lo suficiente como para acercarse a la cabecera del ser. Su aura difusa no merecía más atención que la de un ratón de campo. Sin embargo, presentía la fragilidad de esa seguridad. El ratón estaría a salvo tan sólo mientras el lobo mantuviese su atención en el ciervo de la llanura. El ratón se convertiría en un aperitivo si incurriese en la necedad de corretear bajo el hocico del lobo.
Tras echar un último vistazo en rededor, Beckett salió de la estancia.
Ahora que había confirmado sus sospechas acerca de Lobo Pálido (aunque seguía sin saber qué papel desempeñaba el antiguo vampiro en las maquinaciones sobrenaturales de la ciudad), Beckett se dispuso a planificar su siguiente paso.
Se detuvo junto al guardia que permanecía inconsciente en la salida, con los labios fruncidos en un gesto irritado. Le sorprendía que una criatura tan poderosa disfrutara de una protección tan ineficaz. Al dedicar otro instante a sus cavilaciones, decidió que en realidad no era tan ineficaz. El terreno era liso y estaba bien iluminado, vigilado por guardias emplazados en posiciones elevadas; la trampilla estaba bien escondida y resultaba complicado entrar sirviéndose de medios mundanos o sobrenaturales. Incluso ese guardia habría supuesto un contratiempo si hubiese dispuesto de algunos segundos para prepararse.
Criados de Lobo Pálido aparte, quizá fuese la descomunal presencia de la criatura la mejor de las protecciones. Quienquiera que entrase en su vasto radio de influencia tendría que liberarse de su control, tan sutil como potente, antes de pensar siquiera en acercarse. Sólo alguien lo bastante estúpido (o curioso) se atrevería a intentarlo. Alguien como Beckett.
No había sido sino gracias a una tenaz investigación y a sus cualidades sobrenaturales que Beckett había conseguido encontrar el escondite de Lobo Pálido. Sólo gracias a su extraordinaria combinación de poderes y habilidades había conseguido infiltrarse tan lejos sin ser visto.
Quedarse ensimismado pensando en la seguridad de un Matusalén era tentar al destino. Se desperezó y se encaminó hacia la trampilla. Le abrumó la fatiga cuando volvió a convertirse en niebla. Tendría que alimentarse cuando se hubiera alejado de aquel lugar. Dicho y hecho, no tardó en dejar atrás la guarida del antiguo y se transformó en un lobo dispuesto para la caza. La búsqueda de sustento no estuvo exenta de distracciones, puesto que inundaban su cabeza las implicaciones de lo que había descubierto hasta la fecha. Mortales cazadores de monstruos, suspicaces clanes de vampiros, un misterioso muerto ambulante y, ahora, un antiguo vampiro. Aunque todavía no conseguía establecer la conexión entre todos esos factores, sabía que era cuestión de tiempo. Era inmortal; tenía todo el tiempo del mundo.
11
Carpenter no se encontraba en buena forma. De hecho, su patética existencia estaba a punto de irse al garete. Era gracias a la navaja que portaba encima por lo que seguía en la tierra de los vivos. Se había traído consigo el artefacto de las tierras sombrías; el mero hecho de que pudiera cruzar la celosía que separaba el reino físico del espiritual atestiguaba su poder. Carpenter era un gran aficionado al poder, pero procuraba no confiar demasiado en nadie ni en nada a parte de él mismo. Sabía que la navaja servía para muchas más cosas que para lo que la empleaba él. Hacía tiempo que sentía un hambre que emanaba de ella y que amenazaba con devorarlo a él si no se andaba con cuidado, por eso la guardaba como poco más que arma de repuesto. Teniendo en cuenta lo que había tenido que soportar durante las últimas horas, sabía que no se equivocaba al resistirse a su tentación. Por desgracia, no le quedaban demasiadas opciones.
Gracias a su vínculo espiritual con la familia Sforza, Carpenter fue devuelto de golpe al inframundo mientras se desangraba Nicholas Sforza. La abuela de ese macarra, Annabelle, había traicionado a Carpenter, había provocado su muerte. Carpenter se había vengado regresando de la tumba y asesinando a toda la rama familiar de la mujer. Ella tendría que haber sido la última, pero había fallecido antes de que pudiera ponerle la mano encima. Nicholas se había convertido en el último Sforza, y había demostrado que era mucho más difícil de matar de lo que Carpenter había esperado. Por tanto, Carpenter había secuestrado a Sforza y lo había encerrado para descubrir de dónde sacaba tanta energía ese mierdecilla. Las seductoras pistas que iba dejando Nicholas a su alrededor habían inspirado en Carpenter un sentimiento que hacía mucho que no experimentaba: la esperanza. Había sido testigo de cómo Nicholas Sforza se volaba la tapa de los sesos, no en vano... había sido él el que le había obligado a hacerlo. Había visto como el tío se levantaba después de haber sufrido una herida mortal y se marchaba tan campante. Y ahora había descubierto que Sforza lo había conseguido porque, de algún modo, era inmortal. Era una... momia. A Carpenter le entraban ganas de reír sólo con pensar en esa palabra pero, le diera el nombre que le diese, había visto la evidencia de la inmortalidad de Nicholas Sforza con sus propios ojos.
Si aquel hijo de perra podía convertirse en inmortal, Carpenter estaba dispuesto a descubrir la manera de subirse al mismo carro.
Estaba decidido a resolver el misterio de la extraña existencia de Nicholas Sforza antes de que llegara su fin... pero el muy bastardo había cogido y se le había muerto, como hiciera su abuela. Conforme la fuerza vital de Sforza transponía la celosía del mundo de los vivos, la de Carpenter se iba con ella. Mas Carpenter no estaba preparado, no quería regresar a las tierras de las sombras; todavía no, ni nunca, si podía evitarlo. El inframundo era un infierno, un caos de emociones y pesadillas desatadas, un abrasador holocausto de horrores. Aunque no fuese más que un cadáver ambulante, su existencia era mucho mejor que la de cualquier fantasma incorpóreo.
La navaja lo mantenía activo. La maltrecha y vieja navaja tampoco quería que él regresara. Actuaba a modo de ancla para su espíritu ante las embestidas de la feroz tormenta espiritual que rugía a su alrededor, aplastándolo con sus olas psíquicas mientras la corriente psíquica tiraba de él con ávida ansiedad. Había sentido cómo el alma de Sforza se consumía hasta desaparecer, hundida y perdida para siempre en el olvido. Ahí recaía también el destino de Carpenter, si llegaba a perder su asidero. Carpenter había sentido en ese momento la siniestra energía del arma, una maldad que apelaba a él. Tras haberse abierto a ella en su débil estado, no podía ni soñar con resistirse a todo su poder. Pero la alternativa era el olvido, y Carpenter se negaba a considerar esa opción.
En algún momento durante la demoníaca eternidad que Carpenter había pasado aferrado a la navaja, dedicó un instante a preguntarse: ¿Cómo podía ser que Sforza fuese inmortal, como afirmaba? Había muerto. A menos que se tratara de alguna argucia. Si así fuese, no conseguía imaginarse qué era lo que esperaba conseguir con ella ese macarra, pero iba a pagar el pato. El alma de Sforza había sucumbido al olvido, mientras que Carpenter tal vez lograra engañar a la muerte un poco más... si es que conseguía resistir.
Se sentía como si llevase mil años luchando, pero el azote de la tormenta espiritual terminó por amainar hasta disiparse. Regresó al cuerpo del que se había apropiado, pero la sujeción era raquítica. Le parecía que una ráfaga de viento podría desprender su alma. Tenía que levantarse, tenía que coger lo único que quedaba en el mundo capaz de anclarlo de veras. Decirlo era más fácil que hacerlo. Incluso pensar le suponía un esfuerzo, como para moverse. No había conseguido más que recuperar la visión de sus ojos muertos cuando se llevó otra sorpresa. ¡Nicholas Sforza se había levantado! Estaba destrozado y empapado de sangre, pero se movía.
Así que era cierto... ¡era inmortal! No imposible de matar, al parecer, pero sí inmortal. Carpenter alabó su astucia. De no haber sido por la navaja, la muerte momentánea de Sforza habría bastado para enviarlo de cabeza al vacío. No tenía ninguna intención de permitir que aquel bastardo se saliera con la suya, eso estaba claro. Volvería a envolver a ese macarra con esas bandas metálicas que tenía, y por Dios que en esa ocasión descubriría el secreto. Recurrir a la fuerza necesaria para moverse resultó ser más difícil de lo que esperaba, era como vadear un río de melaza. Había conseguido aunar la energía suficiente para parpadear cuando se encontró mirando la boca del cañón de su propia automática. El alma lanzó un rugido y las balas acribillaron al cadáver que poseía. El daño amenazó con arrancarlo de su frágil asidero; una vez más, Carpenter tuvo que recurrir a las tinieblas arremolinadas de la navaja para resistir.
Aquel cuerpo era ahora un amasijo sanguinolento; sus partes más vitales (el corazón y la cabeza) habían quedado reducidas a pulpa por culpa de los proyectiles. Carpenter se asió a la fuerza de la navaja en un desesperado intento por hacer del cadáver un receptáculo habitable de nuevo para su espíritu. Le costaba canalizar la energía; sanar parecía que fuese un concepto alienígeno para la fuerza que imbuía al arma, como si lo único que conociese fuera la muerte y la destrucción. Condensó la misma fuerza de voluntad que le había ayudado a sobrevivir al infierno durante sesenta años y consiguió doblegar a la energía oscura.
Tardó algún tiempo, pero funcionó. Se puso de pie en cuanto sintió que el cuerpo podía moverse. Estaba hecho un harapo, pero al menos respondía. Podía sentir a Sforza en las proximidades; su alma era una baliza que Carpenter podría distinguir a medio mundo de distancia. Sin embargo, no hizo ningún intento por seguir al bastardo. No estaba en condiciones de reducir al macarra. Tenía que escapar, recuperarse, idear el mejor plan de ataque. Había llegado ante la puerta de su impremeditada celda cuando una tremenda conmoción estremeció toda la casa. Salió volando por los aires, sintiendo el aire que silbaba a su alrededor. Rodó para hacerse a un lado y vio una lengua de fuego que bajaba por la escalera hacia el sótano, a menos de seis metros de distancia. El fuego se propagaba por el suelo, en su dirección, siguiendo un reguero de gasolina... ¡gasolina de la que él estaba empapado! Carpenter cerró la puerta de golpe y levantó la cama para asegurar la entrada. La improvisada barricada no detendría al fuego por mucho tiempo, pero hasta el último segundo era fundamental. Un rápido vistazo en rededor no reveló gran cosa que pudiera ser de utilidad. A menos...
Cobró forma un plan desesperado. Carpenter abrió la navaja y se acercó corriendo a la pared a la derecha de la puerta. Era muro seco, igual que las demás paredes interiores del sótano. La navaja penetró en él igual que el cuchillo del proverbio en la mantequilla. Trazó una equis apresurada y se abalanzó sobre la pared para irrumpir en la lavandería adyacente. El esfuerzo lo dejó exhausto, lo que indicaba lo débil que estaba. Si dispusiera de toda su fuerza de no-muerto, Carpenter podría haber atravesado una pared como aquella sin ayuda de ningún tipo... demonios, sin detenerse siquiera. No se entretuvo en lamentaciones; el fulgor de la pared más alejada señalaba que el fuego había traspuesto la puerta y el colchón. Se alejó a gatas del boquete, antes de volverse para ver el infierno en que se había convertido la estancia. Su cadáver no podía oír muy bien, pero se imaginaba los chasquidos y los crujidos, el feroz crepitar de las llamas... Con esfuerzo, apartó la mirada, perturbado por la sugestión que ejercía el fuego sobre él.
Por lo menos, como cadáver, no le hacía falta respirar. Sin tener que preocuparse por la inhalación de humo, se tomó un minuto para planear su siguiente paso antes de cargar contra otra pared. Lo primero era deshacerse de aquellas ropas empapadas de combustible. Se arrancó el traje en un arrebato de pánico y cruzó la lavandería en dirección al lavabo industrial. Aunque su mente le gritaba que se marchara, se tomó su tiempo para salpicar de agua su cuerpo desnudo. Sabía que debía de ofrecer un aspecto espantoso (heridas recientes de bala en el rostro y en el pecho, amén de una miríada de viejas cicatrices entre las que se incluía un balazo en el vientre que se negaba a sanar y una mano mutilada), pero consiguió suprimir su fobia al desorden por el momento. Siempre y cuando no se tropezara con un espejo, todo iría bien. Incluso con los sentidos embotados de un cadáver, sentía el calor del edificio en llamas a su alrededor. Al mirar por encima del hombro, vio que el dorso de la puerta cerrada de la lavandería se estaba ampollando por culpa de la temperatura que se había alcanzado en el hueco de la escalera. El fuego ya había penetrado por el agujero que había abierto al otro lado de la habitación y roía la pared interior y el techo como si estuviera buscándolo a él.
Hora de marcharse. Alzó la mirada hacia la estrecha ventana sobre el lavabo industrial del sótano, pero el condenado agujero era demasiado pequeño. Una capa de nieve oscurecía parte del cristal. Al reparar en el ángulo de inclinación de la nieve, tuvo otra inspiración. Corrió alejándose del fuego que avanzaba hacia él, en dirección a la pared más alejada. Se trataba del dorso de un muro exterior levantado con piedras, con otro ventanal en lo alto, en el que no se veía nieve alguna. Trazó otra equis en la pared sirviéndose de la navaja; el filo traspasó la piedra con la misma facilidad que atravesara antes el muro seco. Por si acaso, grabó una cruz en el mismo sitio, componiendo un asterisco; no dudaba de la navaja, pero su cuerpo ya estaba demasiado maltrecho y no confiaba en que fuera capaz de soportar más de una embestida contra la pared.
Las llamas ya casi se le habían echado encima. Retrocedió todo lo que se atrevió hacia ellas para coger carrerilla. Tras protegerse el rostro con los brazos, Carpenter se abalanzó de cabeza contra la pared de piedra.
Salió por la parte trasera de la casa en medio de una ducha de piedra, nieve y mortero. Su impulso lo alejó un metro de la apertura, antes de que la gravedad se adueñara de él. Resbaló por la pendiente hasta detenerse a medio camino del lago. Pugnó por agazaparse, se giró y miró hacia la casa. El lugar era un infierno. La parte trasera estaba abierta en canal, las vigas calcinadas se asemejaban a un esqueleto. Escombros humeantes jaspeaban la colina a su alrededor y una lluvia de cenizas y hollín lo empapaba todo. Las llamas eran cegadoras, pero pudo distinguir el boquete que había practicado en el sótano de la casa, debajo de la galería.
Nicholas Sforza le había prendido fuego a la casa de su abuela con más meticulosidad de la que hubiera visto Carpenter en cualquier pirómano. Sintió que le embargaba una extraña sensación; con cierta sorpresa, se dio cuenta de que se trataba de orgullo.
Carpenter presentía que Sforza se alejaba hacia el sur, y no se le ocurría nada mejor que hacer que avanzar en la misma dirección. Caminó (trastabilló, más bien) aturdido por el camino que atravesaba el vecindario; el aire invernal no era más gélido que el frío que sintiera en los huesos desde que se había levantado de la tumba. Todos sus sentidos físicos estaban atrofiados, no sólo el tacto. Confiaba en su consciencia espiritual para percibir su entorno. En esos momentos, poner un pie delante del otro exigía casi toda su atención, por lo que no escuchó el rugido que se abalanzaba sobre él, no reparó en que se atenuaba hasta detenerse sobre la carretera resbaladiza a causa de la nieve, no se percató de que se abría una puerta y de que un hombre corría hacía él. El gemido de sorpresa que profirió el hombre al ver el horror ensangrentado que eran el rostro y el pecho de Carpenter no hizo mella en su consciencia. Giró la cabeza con leve curiosidad. Su brazo se movió mucho más rápido.
Carpenter vio que su mano actuaba por su cuenta mientras se acercaba el hombre; vio cómo la navaja se abría y cercenaba la cabeza. Un leve temblor recorrió su brazo... procedente de la navaja, según pudo comprobar. Su yo espiritual vio una nube negra que emanaba de la navaja para rodear al cadáver fresco a sus pies. Un grito insonoro restalló en la mente de Carpenter, un grito de angustia cuando la navaja consumió el alma del hombre que acababa de asesinar. Que la navaja acababa de asesinar. Carpenter había perdido el control de su brazo durante la fracción de segundo que había durado el arco mortal.
Era la primera vez que el arma actuaba por cuenta propia. Lo que resultaba aún más inquietante, era la primera vez que se comía un alma. Ahora palpitaba con energías renovadas, con un poder que ofrecía a Carpenter. Era como si el utensilio se hubiera despojado de todo su glamour para revelar por vez primera su verdadero aspecto. La navaja era la manifestación física del olvido, la nada definitiva capaz de arrancarle el alma. Ni se le habría ocurrido robar aquella maldita cosa si hubiese sabido de lo que era capaz. No se engañaba al respecto de lo que era él, pero aquello que empuñaba destilaba un pánico que lo estremecía hasta la médula. Una vuelta de hoja en la dirección equivocada y se acabó lo que se daba. Por desgracia, no le quedaba otra elección más que servirse de cualquier herramienta a su disposición por el momento.
Con dedos cautos, volvió a guardar el filo entre las cachas antes de examinar al hombre muerto tirado en la nieve. Era mayor, corpulento, pero de tamaño bastante similar al de Carpenter; debería de valerle la misma ropa. Rechinó los dientes ante la idea de cubrirse con una camisa de franela y un peto, pero tenía poco donde elegir. Conservaba en el recuerdo la docena de trajes a medida que guardaba en Chicago. Ésa sería su primera parada en cuanto saliera de allí y hubiese recuperado el martillo. Tras observar de pasada que parecía que la navaja había cauterizado la herida tras infligirla, Carpenter arrastró el cuerpo hasta el coche, que resultó ser una enorme camioneta Dodge. Disponía de una segunda hilera de asientos, pero no juzgó conveniente transportar un cadáver putrefacto en la parte de atrás. Abrió la lona que cubría la zona de carga de la camioneta y metió dentro el cuerpo. Luego la cabeza, que rebotó sobre el firme forrado de plástico.
En ese momento escuchó las sirenas de los equipos de rescate y contra incendios que se acercaban. El denso penacho de humo negro que se levantaba de la residencia de verano calcinada había alertado a algún vecino de la ciudad vecina al lago Ginebra. Se apresuró a terminar de volver a cerrar la lona, llegó como pudo a la carlinga y puso el motor en marcha. Su oído era tan malo que no acertaba a distinguir la dirección desde la que se escuchaban las sirenas. Se arriesgó y puso el rumbo que creía contrario. Su instinto demostró que no se había equivocado; no se cruzó con nadie hasta que hubo llegado a la carretera principal del condado. Ya casi había alcanzado la 1-94 cuando un par de vehículos de la policía pasaron junto a él, con las sirenas a todo volumen. Carpenter puso el intermitente a la derecha y enfiló la rampa que lo conduciría a Chicago.
Cuando la emoción de su huida de la casa en llamas se hubo disipado, Carpenter volvió a sentir el inexorable tirón del olvido. La navaja le prometía la seguridad de su abrazo, pero él no tenía intención de volver a sucumbir a esa tentación. Sus beneficios a corto plazo ya habían resultado ser cuestionables; su alma anhelaba más de aquella energía oscura, igual que un adicto ansia otro chute. No estaba dispuesto a doblegarse ante aquel impulso. Con una torva sonrisa, se imaginó que eso sería, literalmente, lo que ocurriría.
Empero, aun sin rechazar el canto de sirena de la navaja, ¿no debería estar anclado de nuevo su espíritu? Al fin y al cabo, Sforza volvía a estar vivo. Meditando al respecto conforme devoraba los kilómetros, llegó a la conclusión de que no podía ser tan sencillo. El vínculo espiritual permanecía; ése no era el problema. El que casi hubiera sido arrancado del mundo físico no era algo a lo que pudiera dar la espalda así como así. A eso había que añadir el traumatismo masivo que había sufrido su cuerpo; no era de extrañar que le costara consolidarse. Un zombi sólo era tan fuerte como el cuerpo que lo alojaba, y el de Carpenter se encontraba en un estado lamentable en esos momentos.
Concentró sus pensamientos en lo único capaz de restaurar toda la energía y el poder de los que había disfrutado antes... el martillo. Era el símbolo de aquello en lo que se había convertido y, después de Annabelle Sforza, era el lazo más fuerte con su vida. Sin embargo, no quería arriesgarse a llevarlo encima. Aunque constituyera un ancla mucho mejor que esa maldita navaja, si un enemigo llegara a ponerle las manos encima podría utilizarlo para controlarlo... o podría destruirlo, destruyendo a Carpenter en el proceso. Había guardado el martillo en el lugar más seguro que se le había ocurrido, donde su espíritu se vería atraído si perdía la posesión de su cuerpo pero, de alguna manera, conseguía eludir el olvido.
En la tumba de la única mujer a la que había amado: Annabelle Sforza.
12
Cuando Beckett se hubo despertado a la noche siguiente, encontró a una joven (una cría, casi) esperándolo fuera del molino. Se guarecía del frío con numerosos jerséis viejos y chaquetas llenas de remiendos. Unas manoplas harapientas y sucias le cubrían las manos. Su cabello era una prueba grasienta y enmarañada de la vida en las calles. Tenía el rostro rubicundo a causa de la prolongada exposición a la intemperie, y los ojos azules empañados por la desesperanza. El acre hedor del sudor rancia y la carne desaseada la envolvía. En otros tiempos, la habría llamado pilluda callejera. En cualquier época, la habría tildado de patética.
Tras confirmar que no se encontraba acompañada, salió. La joven no se sorprendió al verlo, sino que se limitó a asentir con un tosco cabeceo y, sin más preámbulo, dijo:
—Se supone que me tienes que seguir.
—¿Te ha enviado Khalid?
La muchacha asintió. La suposición no tenía ningún mérito, tan sólo tenía que fijarse en su atuendo. La joven cabeceó de nuevo, antes de emprender la marcha entre los montones de nieve reciente hacia la boca de una alcantarilla que pasaba por debajo de la carretera.
Era lo bastante pequeña como para adentrarse en la tubería encorvándose apenas. Beckett se vio obligado a gatear. Pensó en transformarse, pero desechó la idea. No estaba seguro del grado de familiaridad con las costumbres de su especie que poseía aquella cría. En cualquier caso, sería mejor conservar las energías hasta que supiera a qué tenía que atenerse. Se guardó los guantes en un bolsillo, metió las gafas en otro y siguió a su guía.
No tardaron en llegar a una encrucijada de tuberías pertenecientes al antiguo alcantarillado rural, y luego a unos conductos aún más viejos, avanzando hacia el este y luego hacia el sur. Beckett sospechaba que muchos de los túneles por los que se arrastraban no aparecerían en los mapas de ningún inspector. Algunos parecían excavados a mano... o a garra, si se tenía en cuenta el grado de deformidad de algunos Nosferatu.
Al cabo de unas pocas horas, durante las que lo más parecido a una conversación que mantuvieron fueron los ocasionales gruñidos de esfuerzo de la muchacha cuando tenía que arrastrarse por algún fastidioso lodazal medio congelado, la joven se detuvo al pie de una escalerilla que conducía a una tapa de alcantarilla. Se apoyó en el sucio corredor, con una mano rodeando el peldaño más bajo y con la otra señalando hacia arriba.
—¿Se supone que tengo que subir?
La muchacha asintió con la cabeza, antes de dedicarle una mirada de impaciencia al ver que Beckett no mostraba interés en acercarse a la escalerilla. No creía que fuese una trampa, pero no iba a entrar ahí a ciegas. Ya se había arriesgado bastante al seguir a un pedazo anónimo de escoria humana. No tenía sentido convertirse en un completo idiota.
—Tú primero, querida.
La muchacha frunció el ceño y musitó algo, pero trepó por los escalones. Era demasiado enclenque para abrir la tapa de la alcantarilla; al cabo de algunos minutos, llamó a alguien, irritada. Segundos después, unos dedos taparon la tenue luz que se filtraba por los agujeros de la tapadera e izaron el metal. Con una sola mano, al parecer. Los Nosferatu eran unos cabrones muy fuertes.
Una silueta se asomó al agujero después de que saliera la joven. Una voz desapacible llamó:
—¡Por el amor del Cielo, Beckett! ¿Qué clase de caballero estás hecho, que obligas a una muchachita inocente a meterse en vete a saber tú qué peligros?
Beckett siguió a la muchacha. Quien había hablado se hizo a un lado y le tendió una mano cuando hubo llegado arriba. La criatura que sujetaba la mano de Beckett era una masa de greñas enmarañadas y de verrugas. Beckett no pudo fijarse en el rostro del vampiro; tampoco le apetecía. Apartó la mano y miró en rededor del cuarto cuando hubo coronado la escalerilla.
Se trataba de un rectángulo irregular, con una esquina truncada por ladrillos y piedras. Beckett supuso que allí era donde se abriera antes la entrada original del sótano. Un viejo alambique roto y unos cuantos barriletes maltrechos se hallaban apilados delante de los escombros, lo que dejaba una superficie despejada de unos cuatro metros en el resto de la cámara. Ocho cajas hacían las veces de sillas improvisadas, dispuestas en torno a la boca de alcantarilla situada en el centro de la habitación. La masa de verrugas cubierta de pelo se acomodó en una de las cajas; Khalid al-Rashid ocupaba otra.
Beckett saludó con la cabeza al primogénito y escogió una caja que le convertía en el tercer vértice de triángulo equilátero de no-muertos. Un tenue estremecimiento sacudió el lugar; quizá un camión que pasara por las cercanías, o tal vez el tren elevado.
—Gracias por la advertencia la otra noche en el museo. De lo contrario, no habría esperado que Critias se mostrara tan beligerante.
—No estaba seguro de que fueses a tomar mis palabras por lo que eran. Tu percepción es tan aguda como me había imaginado.
Beckett pasó por alto el cumplido.
—Me preguntaba cuándo te pondrías en contacto conmigo, aunque he de admitir que me ha extrañado un poco la invitación.
—Ya hacía tiempo que deseaba hablar contigo, pero has resultado ser muy esquivo.
Beckett no vio ningún motivo por el cual debiera decirle al primogénito que había pasado la última semana a medio país de distancia. Que creyera que poseía una táctica especial para ocultarse a los ojos de los siempre vigilantes Nosferatu.
Khalid miró de soslayo a la joven antes de continuar. A su vez, ésta le dedicó a Beckett una mirada de desconfianza antes de volver a meterse en el agujero.
—Se nos ocurrió que podríamos dejarte un mensaje, pero las notas son muy impredecibles. Se pueden cambiar de lugar, o pueden estar escritas por una mano distinta a la que las firma. —Khalid hizo un ademán ausente, como si admitiera el peligro inherente al que se exponía uno ante la palabra escrita—. Habría dispuesto que Bean se reuniera contigo, pero bien pudieras haberte ido antes de que él se levantara y, una vez en marcha, resulta difícil dar contigo. —Lo que era su forma de decir que sabía muchas cosas acerca de Beckett, aparte del enigma de su reciente desaparición, y que podría convertir la continuidad de su existencia en un problema si así lo deseara—. Has venido a esta ciudad en un momento tumultuoso —prosiguió el Nosferatu, repitiendo sin saberlo las mismas palabras que pronunciara Inyanga hacía casi dos semanas—. No creo que tu llegada esté desligada de los demás acontecimientos en curso.
—¿No iremos a tener otra discusión acerca de la colaboración entre Gangrel y mortales?
Khalid movió la cabeza una fracción de centímetro, a modo de negación.
—Me consta que no es ése el caso, si bien no se descarta la posibilidad. De existir tal unión, se trataría más bien de un grupo reducido y no del clan al completo. Pero no, no me refería a eso, sino a una lucha que se libra desde hace siglos, un conflicto que amenaza con estallar de nuevo.
—¿Qué significa eso, exactamente? —Beckett estaba acostumbrado al talante críptico de los Nosferatu, pero eso no significaba que no le aburrieran los rodeos.
—Estoy dispuesto a compartirlo contigo, pero antes debo saber qué te ha traído hasta aquí, por qué has venido a Chicago ahora, y no en cualquier otro momento.
—Tú mismo has dicho que no crees que mi visita sea pura coincidencia. Eso implica que ya tienes una idea de lo que estoy haciendo.
—Sé mucho acerca de quién eres y de lo que te propones hacer, Beckett, pero las decisiones que has tomado de un tiempo a esta parte bien pudieran obedecer a motivos de los que ni siquiera tú estás enterado.
—Muy bien. —Beckett vio que no iban a llegar a ninguna parte a menos que fuera él el que indicara el camino—. Sabes quién soy, sabes cuál es mi mayor interés. He venido para hablar con Inyanga, con la esperanza de que ella me ofreciera más información acerca del origen de nuestra especie.
El grotesco semblante de Khalid permaneció impertérrito ante la mención de la primogénita Gangrel.
—¿La has visto?
—Dímelo tú.
—A despecho de nuestra reputación, los Nosferatu no lo sabemos todo —repuso Khalid, con el fantasma de una sonrisa.
—Ya. Sí, la he visto, y accedió a compartir conmigo lo que sabía. A cambio, quería que yo investigara a estos mortales que nos dan caza.
—Ah.
—Sí.
—¿No te pareció extraña su petición?
—Lo cierto es que no. Como ya le dije a ella, me sorprende que no haya más de los nuestros ahondando en este misterio... Hmm. No dejaba de mencionar una "tormenta espiritual" que había provocado algo que tenía que ver con el ganado que ahora se dedica a la caza. He oído rumores acerca de un cataclismo que ha arrasado el mundo de los espíritus, pero ésa no es mi especialidad.
Beckett frunció el ceño conforme iban encajando las piezas. Fantasmas, espíritus sin reposo, muertos ambulantes, almas atormentadas ligadas aún a sus formas físicas, el cadáver que huía de la propiedad de Augustus y el apartamento en llamas...
—Sí, eso ya me lo imaginaba. Es lista, y ha acumulado una gran cantidad de conocimientos a lo largo de las épocas. —Una pausa; el Nosferatu miró a Beckett con ojo crítico—. ¿No fue ella la que te pidió que vinieras? —Beckett negó con la cabeza—. ¿Te esperaba?
El Gangrel se lo pensó.
—Es difícil estar seguro, pero no lo creo.
—También Critias se sorprendió al verte. Por lo que tus actos siguen... —Khalid interrumpió sus murmuraciones y volvió a concentrarse en Beckett—. ¿Has notado si tus actos, desde que llegaste aquí, se han visto afectados por coincidencias inusitadas?
—Y tanto que inusitadas, sí. —Aquello se volvía interesante, sobre todo a tenor de lo que había descubierto la noche anterior—. ¿Por qué, qué sabes de eso?
—No son coincidencias, claro que no. Esta "tormenta espiritual", qué término más apropiado, ha despertado numerosas cosas que llevaban mucho tiempo dormidas.
Resultaba complicado extraer algo de la ruina que era el rostro de Khalid, pero a Beckett le pareció percibir una expresión delatora. Así pues, ¿sabía el Nosferatu algo acerca de Lobo Pálido, o extraería Beckett esa conclusión en función de su reciente descubrimiento? Decidió lanzarle el cebo al antiguo y ver adonde le conducía.
—"Ha despertado numerosas cosas", ¿eh? ¿Me estás diciendo que la tormenta ha despertado a algunos antiguos? Hace años que se escuchan rumores sobre los Matusalenes, incluso sobre Antediluvianos que surgirán de la tierra para consumirnos a todos y desencadenar el fin de los tiempos. —Adoptó un gesto de escepticismo y un tono aleccionador—. Está en nuestra naturaleza el miedo a la destrucción definitiva, Khalid. En la versión más poética, vendrá de la mano de los antiguos que engendraron las distintas líneas de sangre. Forma parte de nuestra mitología, mi buen amigo. Te concedo que existan algunos Cainitas apolillados en alguna parte, pero les preocupan otros asuntos antes que las ridiculas rencillas que nos ocupan a nosotros.
—Admito que esas criaturas no tendrían paciencia para nuestras actividades nocturnas —repuso Khalid, confirmando tácitamente que, en efecto, estaba hablando de los antiguos—, pero eso no significa que no tengan planes para nosotros el día en que decidan interesarse por el mundo moderno.
Lo que implicaba que Khalid tenía una teoría para la influencia que estaba ejerciendo Lobo Pálido, lo que a su vez podría explicar cómo se relacionaban los demás elementos que había reunido Beckett. Decidió que lo mejor sería mostrarse escéptico. Parecía que Khalid quisiera influenciarlo de algún modo, y mostrarse reticente propiciaría que el Nosferatu se mostrase más comunicativo que si se limitaba a decir sí a todo igual que un sicofante.
—¿Por qué iban a perder el tiempo pensando en el mundo moderno? Piensa en lo distintos que somos tú y yo de criaturas más jóvenes, como este muchacho tuyo, Bean. Tenemos que esforzarnos para parecer humanos, no sólo en apariencia, sino en nuestros ademanes, nuestras reacciones, todo. Hemos trascendido hasta tal punto lo que fuimos en su día que debemos concentrarnos para recuperarlo. Los cambios que han experimentado Bean y otros de su generación resultan inconsecuentes en comparación.
—¿A esto lo llamas "inconsecuente"? —intervino Bean, aleteando con dos brazos peludos (al menos, Beckett supuso que serían sus brazos).
—Pecamos de soberbia al creer que los vampiros milenarios se interesan por nosotros —continuó Beckett, ignorando las gesticulaciones de Bean—. Si la tormenta espiritual ha despertado a algún antiguo, dudo que se moleste siquiera con nosotros.
Resultaba difícil saber si Khalid estaba frunciendo el ceño o si sonreía, teniendo en cuenta el disparate dental que era su boca.
—Tu punto de vista no carece de mérito, Beckett, pero en este caso sé que te equivocas. Dos antiguos llevan utilizando esta ciudad como tablero de ajedrez desde que se emplazó el primer mercado a orillas del río Chicago, y nosotros somos sus peones.
¿Dos antiguos? Beckett se preguntó cuántos niveles de misterio estarían implicados. Compuso un rictus de extremo escepticismo.
—Chicago. ¿Dos antiguos? ¿Una pareja de Matusalenes lleva tres siglos peleándose aquí? ¿Para qué querrían esta ciudad?
—Ah, la ciudad no tiene nada que ver con su lucha. El conflicto es personal.
—Vale. Partamos de esa base. ¿Qué relación guarda eso con la tormenta espiritual y con los mortales?
—Antes de centrarnos en ese tema, has de entender una cosa. Estos seres son viejos... antiguos, como tú has dicho. Del mismo modo que sugieres que nosotros estamos por encima de no-muertos como Bean...
—¿A qué coño viene esto de "vamos a emprenderla con Bean esta noche"? —protestó el lacayo de Khalid—. Estoy aquí, no sé si os habéis dado cuenta.
—...también ellos están por encima de nosotros. Su consciencia, sus habilidades no tienen parangón. Han dispuesto de siglos para construir sus respectivos centros de poder por toda la región, para reclutar a los agentes más capaces. Sus planes son complejos, sus movimientos y contramaniobras son sutiles en grado sumo. Es por medio de una sutileza comparable... no, ha de ser superior... que uno podría escapar a su atención para, de ese modo, permanecer lejos de su alcance.
Beckett se había esperado algo por el estilo; se alegró todavía más de haber visitado a Nola Spier.
—Me sugieres que controlan a todos los vampiros de esta ciudad salvo a ti.
—Estoy casi seguro de que sigo libre de su influencia... aunque admito que siempre queda la sombra de la duda. Lo que debe preocuparte es que, si saben que estás aquí, lo más probable es que uno de ellos ya ejerza su control sobre ti.
A Beckett, la idea de que hubiese dos vampiros milenarios batallando en Chicago seguía pareciéndole absurda, pero tenía que reconocer que los hechos dispares que había descubierto hasta la fecha indicaban que estaba ocurriendo algo fuera de lo ordinario. Había comprobado de primera mano que existía uno de esos antiguos, había sentido su insidiosa influencia. No resultaba descabellado imaginarse a un Matusalén reuniendo soldados bajo su bandera de ese modo, una vez aceptada la premisa inicial. El problema seguía siendo que todavía no sabía a qué se debía su conflicto. Khalid sugería que él sí estaba al corriente y, mejor aún, parecía que estuviese dispuesto a revelarlo. Beckett sólo tenía que convencerlo de que no estaba bajo el control de uno de esos antiguos.
Se contuvo antes de responder; aunque sabía dónde se encontraba uno de los Matusalenes, seguía sin conocer la identidad del otro. Así pues, ¿habría caído ya bajo el yugo de ése? No lo creía. Se sentía más bien como si siguieran sus pasos en vez de estar siendo manipulado. Eso implicaba un intento por conseguir el control, pero negaba que dicho control ya existiera. Mas la sensación parecía menos pronunciada desde su regreso; tal vez el brazalete lo ocultara de ambas partes. En cualquier caso, eso Khalid no lo sabía. ¿Debería contárselo al primogénito Nosferatu, o guardarse esa información? Se decantó por lo último; nunca estaba de más morderse la lengua cuando se trataba con otros Cainitas.
—Me sigue haciendo falta algo más que tus conjeturas pero, por el momento, asumamos que lo que dices es cierto. ¿A qué obedece contármelo si ya me he convertido en su víctima?
Bean soltó una risita; Khalid lo acalló con una mirada.
—No creo que lo seas, al menos aún no. Sus percepciones operan a un nivel distinto al que entendemos nosotros. A menos que uno de ellos te hubiese llamado de forma específica, y no creo que lo hayan hecho, tardarán algún tiempo en reparar en tu presencia.
Beckett se tranquilizó. La presuposición de Khalid no era del todo exacta, pero bastaba para que el Nosferatu le considerara digno de mayores confidencias. Si había alguien que supiera cómo encajar todas las piezas que había reunido Beckett, sería este maestro de los secretos.
—Es por eso que te cuento esto —continuó Khalid—. Como dije antes, creo que sigo libre de su influencia directa... al igual que uno o dos más, incluido Bean. —Bean aleteó con un apéndice—. Durante muchos años, eso ha bastado. Lo cierto es que, durante algún tiempo, no pensé mucho en su existencia.
—¿Qué es lo que ha cambiado? —Al tiempo que formulaba la pregunta, la respuesta se hizo evidente—. La tormenta espiritual.
—Sí. Menelao y Helena se enfrentan desde hace milenios. El territorio que se convertiría en Chicago fue el escenario de su última y colosal batalla. Ambos yacieron aletargados durante décadas después de aquello, recuperándose de graves heridas y expandiendo sus sentidos enrarecidos para proseguir la contienda en un nuevo nivel. Durante todo este tiempo, su poder ha estado igualado. Esto les ha obligado a actuar con cautela y sutileza. Un movimiento demasiado agresivo, un paso en falso, y se abre una brecha en tu guardia, ¿no es así? Como resultado de esta táctica, el peligro de un conflicto a gran escala era ínfimo. Se han producido ocasionales estallidos de violencia a lo largo de los años, pero nada que reportara serias consecuencias. Creo que la tormenta espiritual ha alterado el equilibrio, aunque todavía no sé cómo.
Beckett había tropezado con las identidades de varios Cainitas durante sus años de investigación. Menelao y Helena le resultaba vagamente familiares, pero las historias de odios antiguos abundaban entre los de su especie. Tendría que comprobar sus archivos en busca de información pero, por el momento, estaba seguro de que Khalid le había contado la verdad, tal y como él la conocía. La pregunta era, ¿qué relación había entre esos dos y Lobo Pálido? No parecía plausible que hubiera un tercer Matusalén en Chicago; su mera presencia inclinaría la balanza a uno u otro lado. Apostó por suponer que Lobo Pálido era un alias de Menelao (ya que no por otro motivo, Helena era una mujer, y el ser que él había visto la noche anterior no lo era). Había nativos americanos que lo protegían; bien pudieran haberle concedido un nuevo nombre a Menelao en el pasado. Sospechaba que la decoración que había atisbado en la guarida subterránea de Lobo Pálido explicaba el alcance de la relación entre el antiguo y cualquiera que fuese la tribu que llevaba años velando por él, aunque dudaba que llegase a disfrutar de la oportunidad de estudiarla.
Beckett se cruzó de brazos y se reclinó hacia atrás, como si aceptara a regañadientes la historia de Khalid.
—Lo siento pero, aunque me crea todo lo demás, sigo sin comprender por qué pelean.
Khalid se encorvó, como si se sintiera decepcionado.
—Al parecer, tan poderosos y superiores como son, continúan refocilándose en un ciclo de odio banal.
—¿Estás diciendo que más de dos mil años de conflicto se explican porque se caen mal?
—Irónico, ¿verdad? —comentó Bean, mientras intentaba deshacer un nudo de su pelaje. A Beckett no le parecía que la ironía tuviese nada que ver, pero tenía sentido, por patético que sonase. El poder de los dioses malgastado en venganzas.
—Así que tenemos a unos Matusalenes resentidos y a una tormenta espiritual que rompe el equilibrio de un modo que aún no has podido determinar. —Beckett sospechaba que Khalid tenía una muy buena idea de cuál era el motivo, pero decidió pasarlo por alto por el momento—. Una vez más, ¿qué tienes que ver esto conmigo?
—Yo creía que era Augustus Klein. Llegó aquí al mismo tiempo que el otro, y tal vez lo habría sido si no se hubieran movilizado las fuerzas para destruirlo. En cualquier caso, estoy casi seguro de que tú eres el catalizador. Tu historial, tus estudios... demasiada coincidencia para ser verdad.
—Vuelves a perderte en acertijos. ¿El catalizador de qué? ¿Qué otro?
El silencio se prolongó por espacio de medio minuto mientras Khalid se debatía sobre si estaría tomando la decisión acertada al confiar en Beckett. En la sala imperaba la calma, rota tan sólo por los tics de Bean y por los ojos escarlatas de Beckett, que escrutaban el amasijo que era la cara de Khalid. Al cabo, tras reafirmarse, el primogénito Nosferatu le devolvió la mirada al Gangrel.
—El ganado no es nuestro único rival al fin de los tiempos. La tormenta espiritual ha despertado a otra fuerza, criaturas de una época olvidada hace mucho. Los Matusalenes están dispuestos a dirigir a estas entidades contra los demás como harían con cualquier otra arma, aunque eso pudiera ponerlos en peligro de ser destruidos por aquellos a los que manipulan. Estoy hablando de los verdaderos inmortales. Estoy hablando de las momias.
13
Nicholas Sforza-Ankhotep estuvo de regreso en Chicago cuando comenzaba a anochecer. Su rostro magullado se había ganado alguna que otra mirada de extrañeza por parte del personal que atendía las cabinas de peaje de la autopista, pero un encogimiento de hombros y un "se me fueron los esquís contra un árbol" resolvieron la papeleta.
No se molestó en visitar el Templo Ortodoxo de Akenatón. Si cualquiera de los suyos había sobrevivido al ataque, habrían abandonado el lugar poco después. Quizá las autoridades hubiesen detenido a alguien, pero todos sus papeles estaban en regla y ninguno de ellos era tan estúpido como para llevar encima armas semiautomáticas (eso esperaba, al menos). A esas alturas, ya habría liberado a todos los que hubieran retenido para su interrogatorio; cualquiera que permaneciera custodiado se las tendría que apañar por su cuenta. A Nicholas no le preocupaba que hablasen en ningún caso; los hombres de aquella secta Eset-a eran más devotos que él.
Aun cuando el templo siguiera funcionando, no tenía ningún interés en regresar allí. No debido a la violencia que se había desencadenado en ese lugar recientemente (aunque no estaba seguro de si había sido recientemente o no, dado que seguía sin saber qué día era), sino porque el templo había sido antaño una fortaleza para enemigos de su especie. Le había encantado apoderarse de aquel sitio, pero no podía compararse con la satisfacción que había sentido al recuperar el Corazón de aquellos patéticos usurpadores.
No, pensaba bien poco en el Templo de Akenatón y en su patético culto. Tampoco estaba demasiado interesado en parar en alguna parte para comer (había empleado parte del dinero empapado de gasolina de Carpenter para comprar tres menús en el McDonald's de la interestatal. Regresar a la vida despertaba el apetito). No, en esos momentos, lo que le interesaba era comprobar que el Corazón estuviera a salvo, descubrir cómo les había ido a sus hombres y saber la fecha. Más o menos en ese orden.
Recorrió las calles de Skokie con precaución. Ya había estado antes en el refugio; lo cierto era que lo había escogido él. Pero, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido, quería asegurarse de que el lugar era seguro antes de hacer su aparición. Carpenter había sido eliminado de la ecuación, pero Nicholas seguía sin saber quiénes eran los falsos reporteros o qué querían de él... a menos que se tratara del Corazón, lo que era posible. Satisfecho al fin tras comprobar que no había moros en la costa, aparcó el Lincoln a un par de manzanas de distancia y se acercó andando hasta la casa.
El edificio era tan anodino como pudiera imaginarse... lo que era, claro está, premeditado. Con la ayuda de los demás, había dispuesto una serie de trampas y alarmas en las ventanas y en las puertas, por si las moscas, y tuvo que concentrarse para cerciorarse de que no pasaba ninguna por alto. No le extrañó ver que Ibrahim estaba esperándolo, Mac-10 con silenciador en ristre, cuando se plantó en el recibidor. Lo que le sorprendía era que Ibrahim fuese el único que había salido a recibirlo.
—¡Amenti! ¡Estás a salvo! —exclamó Ibrahim, en cuanto se hubo abierto la puerta. A Nicholas le satisfizo comprobar que el hombre no se había dejado abrumar por el júbilo hasta el punto de no comprobar si entraba alguien más detrás de él. Ibrahim exhibía un vendaje que le cubría la cabeza, y tenía el rostro tan magullado como Nicholas.
—¿Qué te tengo dicho acerca de los títulos? —repuso Nicholas, frotándose los brazos para entrar en calor. La noche se prometía gélida—. ¿Te encuentras bien? ¿Te hiciste eso peleando en el templo? ¿Dónde está todo el mundo, ya de paso?
Los hombros de Ibrahim se derrumbaron igual que una choza de madera frente a una avalancha.
—No lo sé, Amenti —respondió, ignorando la renuencia de Nicholas a ser llamado por su título, como siempre—. Todavía no han regresado.
—¿De dónde tenían que regresar? —Contuvo el aliento mientras se preparaba para recibir la respuesta que más temía.
—Están buscando el Corazón.
Pese a esperárselo, seguía siendo un mazazo. Había confiado en que la razón por la que sus hombres no habían evitado que Carpenter huyera con él fuese porque estaban demasiado ocupados poniendo el Corazón a buen recaudo.
—Me cago en la puta. Así que, ¿ni siquiera sabéis dónde está?
Ibrahim parecía aún más desolado que hacía un segundo.
—Lo sabíamos, Amenti. Los servidores del diablo sin sangre se lo habían llevado. Fuimos a recuperarlo... pensamos que tú también estarías con ellos. Pero no era así. Cuando intentamos recuperar el Corazón... hubo problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Se produjo una pelea, pero rescatamos el Corazón. Después, antes de que pudiéramos irnos, unos ghuls nos tendieron una emboscada. Los combatimos como mejor pudimos, pero eran demasiado feroces. Cogieron el Corazón y se marcharon, y tuvimos que escapar de la policía.
Ghuls... vampiros. Como si no hubiese tenido bastante con Carpenter.
—Así pues, ¿tú crees que estaban conchabados?
Ibrahim se encogió de hombros, ignorando la respuesta. El movimiento le hizo torcer el gesto.
—Tal vez. Duri y Saled llevan todo el día fuera, intentando descubrir dónde lo guardan ahora.
Eran demasiadas las preguntas que carcomían la cabeza de Nicholas.
—Muy bien, un momento. Si esos dos están buscando el vaso, y tú estás aquí, ¿dónde están los demás? Gamal, Abdul y los otros.
—Lo siento, Amenti. Sólo quedamos nosotros. —Ibrahim agachó la cabeza, avergonzado.
—¿Sólo tres? —Nicholas se desplomó en un sofá desvencijado—. Demonios, pero si ayer... ¿qué día es hoy?
—Es... sábado, me parece.
—¿Ya? ¡Jesús! Perdona, es una manía. —Se frotó las sienes—. ¿Cómo es posible que hayamos perdido a una docena de hombres en tres días? Está bien, da igual. Tengo una idea. ¿Cuándo intentasteis recuperar el Corazón? ¿Anoche? ¿Cómo demonios se os ocurre ir por la noche?
Ibrahim arrastró los pies y carraspeó.
—A Omar le pareció que lo mejor sería aprovechar la oscuridad. La sorpresa sería mayor, habría menos testigos...
—Habría más ghuls y quién sabe qué más para dar al traste con todo. Entonces, Omar...
—Cayó en la lucha, Amenti.
—Bueno, a ver si en el otro mundo le sirve de algo la lección que ha aprendido. —Nicholas pensó por un segundo, antes de palmearse las rodillas e incorporarse—. No es momento de lamentaciones, ¿vale, Ibrahim?
—¡No, Amenti! —Incluso un gesto tan sencillo como ponerse de pie con determinación era suficiente para enardecer al hombre.
—Voy a cambiarme de ropa. ¿Duri y Saled están en contacto con la célula? Bien. Supongo que hace un rato que no transmiten; esperemos que no se deba a que Anubis se los haya llevado para reunirse con Omar en los Campos Benditos. —Al reparar en la expresión atónita de Ibrahim, Nicholas levantó las manos en ademán conciliador—. Era una broma, ¿vale? A ver, ¿te dijeron si iban a permanecer incomunicados?
—No, Amenti —dijo Ibrahim, respondiendo con una débil sonrisa al intento de Nicholas por quitar hierro a la situación. Para tratarse de un asesino y ladrón entrenado, estaba hecho un sentimental.
—De acuerdo; llámales, que vengan aquí. Tenemos que idear un plan de ataque mejor que corretear por la ciudad con la esperanza de tropezamos... —Una oleada de adrenalina colocó a Nicholas de un salto junto al teléfono en cuanto sonó—. ¿Diga?
La voz al otro lado de la línea dijo un par de palabras en árabe, antes de detenerse en seco y preguntar, en inglés:
—¿Amenti? ¿Eres tú?
—¿Saled? ¿Dónde demonios estáis?
Se produjo un nervioso griterío; en una mezcla de árabe e inglés, Saled informaba a Duridar de que su líder había cogido el teléfono.
—¡Osiris nos ha bendito de nuevo ahora que has regresado!
—Vale, vale. Dejaos de eso. Ibrahim me ha puesto al día; ¿qué me contáis vosotros?
—Ame... esto, Nicholas. ¡Lo hemos encontrado! ¡Es cierto, hemos encontrado el Corazón!
14
Carpenter llegó al cementerio de Oak Woods una o dos horas antes del ocaso. Tras aparcar la camioneta en la calle sesenta y siete, entró en el campo santo con un andar apresurado que era casi una carrera. Aquel lugar parecía más un parque natural que un cementerio. Los sotos arbolados y los estanques le conferían un aspecto bucólico del que no disfrutaba la mayoría de los cementerios. En visitas anteriores, había llegado a ver incluso animales salvajes (conejos, zorros y demás) que se paseaban por el suelo consagrado. Ahora, tras dos tremendas tormentas de nieve, Oak Woods estaba cubierto por un manto blanco. Al parecer, el personal de mantenimiento no había conseguido más que excavar un puñado de senderos principales en la nieve tras la segunda ventisca. Carpenter cogió el que le parecía que conducía más cerca del mausoleo de los Sforza. El obelisco a Big Bill Thompson, dibujante de cómics y alcalde corrupto de Chicago durante gran parte de la pertenencia de Carpenter a la mafia, se alzaba en las proximidades, proporcionándole un buen punto de referencia para orientarse. Aun sin él, podría haber encontrado la tumba de Annabelle Sforza incluso dormido... si es que todavía necesitara dormir, al menos. Había visitado Oak Woods a menudo durante los meses siguientes al fallecimiento de la mujer, viéndose atraído una y otra vez hasta su mausoleo, donde había llegado a pasar horas enteras. La cercanía de su cuerpo y del martillo era un tónico para él. Aparte de las emociones básicas de los vivos (la cólera, el dolor, el miedo), era el único sustento de Carpenter, lo que le proporcionaba la fuerza para conservar el control sobre el cuerpo que había poseído. Además de la navaja, claro estaba.
Aun cuando la nieve cubriera muchas de las lápidas, pudo percatarse del sorprendente número de monumentos erigidos como sarcófagos. Constituían una elección muy popular en las secciones más adineradas de Oak Woods, ahora que se paraba a pensarlo. Gracias a su reciente encuentro con el nieto de esa zorra, tenía a Egipto metido en la cabeza. A los egipcios les preocupaba la muerte. Y esas momias, conservadas para que durasen para siempre, ¿verdad? Así que, en efecto, veía cómo los fragmentos de la explicación de Nicholas Sforza cobraban sentido. La pregunta era: ¿Cómo había transformado ese "Hechizo de Vida" a un consejero de seguridad y mafioso en una momia inmortal? A pesar de las protestas del macarra, Carpenter presentía que el "Corazón" tenía algo que ver. Recordaba el poderoso halo que emanaba del objeto, recordaba cómo había pensado que podría tratarse de una fuente de poder, de un motor de algún tipo. Sí, quizá fuese así como lo había logrado el chaval. Tal vez Nicholas Sforza necesitara ese "Corazón", igual que Carpenter necesitaba su martillo. Pero, ¿qué importancia tenía Egipto? Si ese mierdecilla no se hubiese muerto en aquel preciso momento... En fin, había vuelto a levantarse y rondaba por ahí, así que lo único que tenía que hacer era capturarlo de nuevo y descubrir todo el pastel.
Pero antes, el martillo y recuperar su fuerza. Carpenter sentía que el tirón de su ancla arreciaba conforme se acercaba al mausoleo. Lo llamaba, su canción ahogaba los susurros de la navaja.
El sendero describía una curva a unos cincuenta metros de la cripta. Carpenter se metió en la nieve que le llegaba a las pantorrillas y avanzó hacia un mausoleo que su memoria veía con mucho más detalle que sus lastimados ojos. La cripta de los Sforza era un amplio bloque de granito orientado hacia el oeste, con un par de alas semicirculares que se curvaban desde la fachada principal. Las alas de granito constituían una especie de recibidor al aire libre que le conferían al visitante una sensación de aislamiento. Dos escalones bajos sitos entre un par de pilares romos comunicaban con las estrechas puertas de cobre del mausoleo. Los celadores recibían un bonito salario para evitar que el metal se oxidara. Las puertas refulgían a la luz del sol poniente, sin un solo matiz verdoso que empañara su superficie. El nombre "SFORZA" aparecía labrado en el dintel encima de las puertas, con una elaborada cruz esculpida que se erigía en el tejado. Carpenter vadeó la nieve virgen en dirección a las puertas. Se detuvo, renuente a estropear la belleza del lugar de descanso de Annabelle. En ese momento resurgió la antigua rabia, el recuerdo de su traición le otorgó fuerzas. Incluso débil como estaba, era lo bastante fuerte como para romper la endeble cerradura. Las puertas de cobre se abrieron con una sacudida y una polvareda de nieve se volcó sobre el interior de la entrada.
La cripta no era demasiado espaciosa, sólo lo suficiente para meter un ataúd en cualquiera de los seis nichos dispuestos en la pared del fondo. Carpenter conocía todos los nombres que aparecían inscritos en paneles de mármol; había sido él el que pusiera allí a dos de los residentes. Los dos de arriba correspondían a Antonio y a Carlotta Sforza, suegros de Annabelle (fallecidos hacía tiempo pero, en opinión de Carpenter, el único Sforza buena era el Sforza muerto, por lo que no tenía nada que objetar). Los dos de abajo pertenecían a Peter y a Therese Sforza, hijo y nuera de Annabelle (obra suya). La placa del centro a la izquierda era para Gianni Sforza, Johnny el Palo, el hijo de perra que decía ser amigo de Carpenter, el cabrón que se quedó mirando cómo mataban a Carpenter, el mierdecilla que, ni corto ni perezoso, se había casado con el amor la vida de Carpenter. Aunque desearía haber sido el responsable de la muerte de Johnny, tenía que conformarse con que aquel mierda estúpido hubiese sufrido una justicia poética; lo habían castrado cuando le encontraron cepillándose a la hija menor de edad de un pujante advenedizo.
Carpenter no les dedicó más que un vistazo a las demás; su atención se centraba en la placa del centro a la derecha, el último lugar de descanso de Annabelle Sforza. Aplicó la mano derecha a la piedra, empuñando la navaja y escarbando para soltarla, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.
—Maldita sea —masculló, intentando apartar la mano. Tuvo que emplear la otra (a falta de dos dedos, desaparecidos cuando algún cabrón había hecho estallar la pistola que empuñaba) para agarrarse el antebrazo derecho antes de conseguir retirar la navaja de la piedra. Un trozo de mármol se cayó al suelo con un repiqueteo sordo. Apretó los dientes a causa del esfuerzo que le costó cerrar la navaja y volver a guardarla en el bolsillo del pantalón. Aquella cosa estaba ansiosa por ayudarle, y eso no le gustaba ni un pelo.
El mero hecho de encontrarse cerca del martillo bastaba para que el cuerpo de la zorra lo fortaleciera. No estaba seguro de poder retirar el mármol él solo, pero sí de que no pensaba servirse de aquella lúgubre cosa que le llamaba desde el bolsillo. Se acercó al panel de la cripta y se sobresaltó al ver que su mano derecha volvía a empuñar la navaja. Maldijo, con la maltrecha forma que poseía estremecida de pavor. Con un grito de esfuerzo consiguió apartarse y bregó durante cinco minutos antes de volver a guardar el filo en su mono. La habría tirado lejos si pudiera, pero sabía que no era lo bastante fuerte. Se había embebido de su esencia tenebrosa; ahora formaba parte de él, y no podía librarse de ella. Al menos, no por el momento.
Dedicó algunos minutos más a asegurarse de que había recuperado el control de sí mismo, antes de acercarse de nuevo al panel de la cripta. Una buena parte del mármol se había roto, facilitando así un asidero para sacarlo del todo. Dejó que la piedra se cayera sobre el suelo del mausoleo y metió la mano para acercar el ataúd hacia él. Lo extrajo a medias y abrió la mitad de la tapa, con manos trémulas a causa de la ansiedad.
El cadáver putrefacto de Annabelle Sforza lo miraba. Había fallecido siendo una anciana, con la carne fláccida y consumida. Desde su muerte, hacía meses, la carne se había secado y tensado sobre los huesos, parodiando la tersa belleza de su juventud. Los labios y los párpados tiraban de los hilos, finos como cabellos, que los mantenían cerrados; el maquillaje funerario resaltaba con todo relieve. Carpenter se ensimismó en su contemplación, acariciando la piel correosa. Sus dedos llevaban muertos demasiado tiempo para sentir ninguna textura, pero su alma percibió una carga similar a la electricidad estática. Bajó las manos para tirar del vestido negro. Allí, entre los pechos atrofiados, como una parodia de la cruz que rodeaba el cuello de la difunta, se encontraba el estropeado y sucio martillo.
Carpenter había escondido la herramienta debajo del vestido durante el funeral, pensando que era el lugar de descanso más apropiado. Volvió a sonreír ante aquel recuerdo y se tomó su tiempo para disfrutar del cuadro, antes de coger el martillo.
De nuevo, la navaja en su mano, trazando un arco para partir el marrillo en dos. Carpenter profirió un alarido e impulsó su cuerpo a un lado, desviando la trayectoria justo a tiempo. La hoja restalló con un brillo untuoso cuando se clavó en el brazo de Annabelle y en el costado del féretro. Carpenter giró con violencia, volviéndose para golpear el ataúd con la espalda. La navaja tiró de su brazo y arremetió de nuevo. En esa ocasión, Carpenter aprovechó el impulso para asir el martillo con la mano izquierda cuando la navaja se levantó para asestar la puñalada. En cuanto hubo tocado el manido mango de madera, la energía lo atravesó como si hubiera agarrado un cable pelado. La hoja centelló y se hundió en el centro del torso del Annabelle. Habría ahondado aún más sin esfuerzo, de no ser porque la mano chocó contra las costillas. Al tiempo que su brazo derecho extraía la navaja, Carpenter descargó un torpe golpe con la zurda. El martillo trazó un arco irregular y su manchada cabeza metálica se estrelló de soslayo contra la hoja.
Apenas habría bastado para mellar un metal normal, muchos menos aquel acero de ultratumba. Sin embargo, un estremecimiento se apropió del martillo y de la navaja por igual, como si hubiera atacado un peñasco con una almádena. Los temblores recorrieron ambos brazos y se propagaron por su cuerpo, junto a una llamarada de dolor que le traspasó el brazo derecho. Su cadáver apenas podía sentir el dolor, pero éste era lo bastante intenso como para arrancarle un chillido estrangulado.
Trastabilló y se habría caído si no se hubiera tropezado con la pared del mausoleo. Un doloroso cosquilleo se había apoderado de sus dos brazos y se sentía como si acabara de resistir veinte asaltos frente a un oso pardo. Mientras el martillo insuflaba energía a su cuerpo, intentó dilucidar qué había ocurrido. Resultaba evidente que la maldita navaja cobraba más fuerza de voluntad a cada hora que pasaba pero, ¿por qué querría destruir el martillo? Era su último ancla con el mundo de los vivos, y el más poderoso; su destrucción lo arrojaría de regreso al infierno, para siempre; y la navaja le había salvado el culo hacía menos de doce horas. A no ser...
—¿Quieres librarte de la competencia, no es así? —espetó a la navaja, que aún vibraba—. Eso no va a ocurrir, maja. No te creas que no te estoy agradecido por haberme sacado antes las castañas del fuego, pero no te olvides de quién es el que manda aquí. Como vuelvas a darme problemas, usaré esto para convertirte en un montón de chatarra. —Se sentía estúpido hablando con un objeto inanimado; se calló, con el ceño fruncido.
Sospechaba que destruir la navaja con el martillo redundaría en su perjuicio; quizá incluso lo devolviera al inframundo. Estaba dispuesto a correr el riesgo, si la alternativa era que lo controlara otra entidad.
Parecía que la navaja leyera sus pensamientos. Los temblores que le recorrían el brazo cesaron y no sintió resistencia alguna cuando volvió a guardar el filo en el mango y se metió el artilugio en el bolsillo. Mientras enderezaba como mejor podía el estropeado cadáver de Annabelle, pugnó por entender el grado de absurdidad que había adquirido la situación. Cuando se hizo evidente que no iba a llegar a ninguna parte ni enderezando ni pugnando por entender nada, desistió. Empujó el féretro astillado de vuelta a su nicho y decidió no molestarse en volver a colocar la piedra labrada.
—No sé cómo podrían empeorar las cosas —masculló, mientras se encaminaba hacia las puertas del mausoleo.
Cuando vio a los cuatro zombis que le esperaban entre las alas de piedra de la cripta, Carpenter decidió que a partir de ese momento mantendría la maldita boca cerrada.
Se figuraba que no debería sorprenderse. Desde que regresara de entre los muertos, se había visto acosado de vez en cuando por otros cadáveres ambulantes. Daban con él siempre que permanecía en un mismo sitio durante algún tiempo. Solía mudarse con frecuencia, por lo que todo quedaba en un incordio sin mayor importancia. Acudía a ese sitio con la suficiente regularidad como para que se hubieran quedado esperando a que se dejara caer.
El cuarteto plantado en medio de la nieve cumplía todos los requisitos del arquetipo; avanzado estado de descomposición, el estereotipo perfecto del zombi putrefacto. Carpenter había llegado a la conclusión de que él constituía una excepción a la regla de su especie, puesto que su cuerpo se encontraba en bastante buen estado como para pasar por vivo, y su mente aún era aguda y capaz de pensar por sí misma. Los otros con los que se había encontrado eran poco más que impulsos encerrados en un montón de carne descompuesta. Aunque, en ese preciso momento, Carpenter no ofrecía mucho mejor aspecto que aquellos cuatro tíos. Tres tíos y una tía, en realidad. Vaya, o lo que antes habría sido una tía. Se figuraba que ya debía de dar igual el sexo al que pertenecieran.
Nunca había entendido qué demonios querían aquellos seres de él. Tampoco es que anduviera por ahí en busca de coleguitas zombis con los que ir de marcha, así que, ¿por qué mostraban tanto interés los demás? Asqueado, había volado por los aires al primer zombi con el que se había encontrado. Para Carpenter, todo un maniático del orden y la limpieza, la proximidad de un cadáver podrido era un insulto para sus sentidos. Se había alejado de la pareja siguiente tras intentar iniciar una conversación, en vano. Tras meses de repetirse la misma historia, había comenzado a preguntarse si aquellos seres podrían resultar de alguna utilidad, al fin y al cabo. Si bien no eran demasiado comunicativos, aceptaban las órdenes con mucha seriedad. Había enviado a algunos tras unos vivos que cazaban seres como él. Los cazadores habían terminado por machacar a los zombis, pero aquello había bastado para que perdieran la pista y él pudiera perpetrar sus planes sin interferencias. Si bien carecían de la consciencia necesaria para ejecutar labores complejas, Carpenter había descubierto que funcionaban de maravilla como carne de cañón.
Los seres permanecían parados, observándole con evidente expectación. Despacio, una sonrisa comenzó a ensancharse en el destrozado rostro de Carpenter.
—¿Qué muchachos, queréis venir a dar un paseo?
Carpenter medio esperaba que le ordenaran que se detuviera en el arcén. A juzgar por los desagradables ruidos que emitían los seres que viajaban en la parte trasera de la camioneta mientras sabía Dios qué le estaban haciendo al cuerpo decapitado, creía que sería todo un espectáculo ver cómo reaccionaba un policía.
—¿Quiere mirar debajo de la lona, agente? Adelante, no se prive.
Se sentía de maravilla. La navaja seguía dándole escalofríos, pero se diría que habían alcanzado un acuerdo, por el momento.
Malévolos instrumentos para el afeitado aparte, se sentía revitalizado tras haberse reunido con el martillo. Éste descansaba en el asiento junto a él mientras conducía la camioneta hacia su refugio más cercano. Casi había recuperado toda su energía, se daba cuenta, pero todavía tenía que terminar de cerrar sus heridas. Tendría que esperar hasta que estuviera en algún lugar donde pudiera concentrarse sin distracciones. Sin contar los necesarios vistazos al retrovisor mientras conducía, no se hacía una idea real del aspecto que tenía, pero sabía que no era bueno. Ahora que había satisfecho su necesidad de anclarse en el cuerpo, su manía por el aseo y el orden volvía a la carga. Tenía que conseguir ropa decente y restaurarle a su físico su condición original. O algo aproximado, por lo menos. Poco podía hacer con la mano izquierda; era capaz de devolverle la integridad al cuerpo, pero no regenerar partes perdidas. Luego estaba el disparo en el estómago. Nicholas Sforza le había traspasado con algún tipo de bala mágica el día que Carpenter lo capturó. La herida se resistía a cicatrizar y supuraba sangre añeja y otros fluidos corporales. Había confiado en que el martillo le concediera la fuerza para sanar esa herida pero, al parecer, no había sido así.
Era de noche cuando llegó a una casucha en Cicero en la que no habría puesto el pie en ninguna otra circunstancia... que era en parte lo que lo convertía en un buen lugar para guardar las cosas que necesitaba. Carpenter no sabía muy bien qué debía hacer con los seres de la parte de atrás de la camioneta; no quería que fuesen dejando partes del cuerpo por toda la casa, pero tampoco le hacía gracia que se pasearan por el vecindario asustando a la gente. A despecho de su obsesión por la limpieza, los sacó del vehículo y los condujo al interior. Ordenarles que se quedaran en la cocina le hizo sentir como si se las estuviera viendo con una manada de perros alborotadores, pero lo importante era que escucharan.
Se dirigió al cuarto de baño, donde se despojó de la ropa de trabajo del muerto y examinó sus heridas con ojo crítico. La porción inferior de su cara era un amasijo irreconocible (eso explicaría por qué su voz se había visto reducida a un áspero graznido), y un apiñado racimo de orificios le rodeaba el corazón. Todos habían cicatrizado gracias a la energía que extrajera antes de la navaja. Cogió el martillo y concentró su voluntad en las otras heridas, que se cerraron ante sus ojos. Permanecieron algunas evidencias, muescas que podrían confundirse con las cicatrices resultantes de un caso grave de acné en su juventud, o cualquier otro accidente de antaño. Su presencia le irritaba pero, comparada con los agujeros abiertos que mostraban porciones de su materia cerebral, podía soportarlo.
Por mucho que se concentrara, la herida de su estómago seguía tan descarnada y enrojecida como si acabase de recibir el balazo. Lo único que podía hacer era vendarla. El disparo en las tripas aún le dolía, pero el dolor era aguantable. Si descubría (cuando descubriese) el secreto de ese Hechizo de Vida, todas sus heridas sanarían. Al fin y al cabo, ¿no había regresado a la vida Nicholas Sforza después de sufrir daños aún más graves?
Como si pensar en ese hombre hubiera accionado un interruptor, sintió la presencia del macarra, no muy lejos. En alguna parte al nordeste. Había pasado por delante del mocoso mientras regresaba del cementerio de Oak Woods; parecía que Sforza se ponía en marcha.
Carpenter estaba agotado a causa del esfuerzo que le había supuesto mantenerse aferrado al cadáver. Habría preferido emplear un día en aunar energías antes de volver a perseguir a Nicholas Sforza, pero lo embargaba una sensación de urgencia; la primera vez había tardado meses en ponerle la mano encima a ese macarra, y eso que por aquel entonces se encontraba en mucha mejor forma. No, sabía que tenía que actuar ya. Tenía el martillo y la condenada navaja, así como cuatro máquinas de matar que podría azuzar contra quien se pusiera en su camino. Y, desde luego, aún conservaba su natural carácter taimado y su astucia sin par. Debería bastar.
15
Thea se despertó de sopetón, con el costado palpitando mientras porfiaba por incorporarse en el sofá. Oyó los chirridos y los crujidos del cuero cuando Jake se movió junto a ella. Afuera era de noche; la media luna se sumaba a las brillantes estrellas en el cielo raso. Se maldijo por haber pensado que la ginebra sería una buena idea, y por no haber dormido la siesta durante el día; y también por haberse dejado arrastrar a esa pesadilla, para empezar.
El fornido vampiro rubio estaba plantado ante ellos, apoyado en la ventana, con el gesto torcido y una escopeta recortada en la mano.
—Uuuuy, pero mira qué cosita más mona —bromeó, con socarronería, cuando Thea se hubo sentado. La joven sintió deseos de propinarle tal puñetazo que le hiciera atravesar el cristal.
Pronto, se prometió. Pronto recibirás lo que te mereces.
—Venga, Graham; que se muevan —intervino una voz femenina. En el reflejo que creaban las luces de la estancia sobre las ventanas Thea vio a la mujer (la vampira) del tren, la que había empleado un táser contra ella.
También ésa se llevará lo suyo.
Jake se había puesto de pie, curioso y precavido a partes iguales. Ayudó a Thea a incorporarse y ambos rodearon el sofá a una brusca orden del rubio, Graham. La mujer se encontraba cerca de la puerta del despacho, con las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero amarillo chillón, supervisando sus movimientos. Levantó una mano cuando hubieron cruzado media habitación y los miró con ojo crítico. Thea habría apostado a que sostenía el táser dentro del otro bolsillo, listo para saltar a la menor contrariedad.
Con una mueca en los labios, más propia de un padre que desaprobara las acciones de su progenie que de un depredador sobrenatural, el vampiro anunció:
—Estas dos semanas han ido de culo, así que hacedme caso si os digo que no estoy de humor para tonterías. Vamos a sentarnos para charlar un rato. Sólo os pedimos dos cosas: que cooperéis y que respondáis sin rodeos.
Thea le sostuvo la mirada, procurando devolver los mismos puñales que le lanzaban a ella los ojos de la criatura.
—Suena estupendo, para vosotros. ¿Qué sacamos nosotros de eso?
—No estáis en condiciones de negociar —dijo la vampira; apartó la mirada para posarla en la recortada de su compañero. Thea se extrañó de que la pútrida hubiera desviado los ojos primero; captó un atisbo de emoción, pero fue demasiado breve como para discernirlo con claridad.
Sin duda, el comportamiento de aquella mujer era extraño. Lo cierto era que ambos vampiros se conducían de forma insólita. Thea sintió que el hombre, Graham, se revolvía inquieto a sus espaldas; si no se hubiese tratado de un no-muerto, habría jurado que estaba nervioso. Y la mujer de la chaqueta de cuero amarillo no soportaba mirar a los ojos a Thea ni a Jake más que durante algunos segundos.
—Así que no lo estamos —repuso Thea, que todavía intentaba comprender lo que ocurría—. Pues yo diría que estamos en unas condiciones inmejorables para negociar. Queréis algo. Ya habéis invertido mucho tiempo y esfuerzo cuando podríais habernos matado sin más pero, ¿y si fueseis a sacrificarnos después de que os hayamos contado lo que queréis saber? Me parece que voy a mantener la boca cerrada y dejar que me matéis ahora mismo. No es que quiera morir pero, si así os fastidio, me daré por satisfecha. —Envalentonada por la fuerza de sus propias palabras, avanzó un paso—. Podéis apostar a que no caeré sin plantar batalla.
La mujer retrocedió para mantener la distancia entre ellas, antes de entornar los ojos y dar dos vigorosas zancadas para clavar un dedo en Thea.
—Mira, bonita, somos los putos no-muertos, ¿te enteras? Te podemos arrancar las respuestas como quien escurre una bayeta. Disponemos de décadas para enseñarte mil calvarios antes de que empieces siquiera a pensar en morir. Así que, si quieres comprobar lo que ocurre cuando me cabreo, sólo tienes que seguir así y cerrarte en banda.
Dicho lo cual, la mujer se hizo a un lado. Graham ladró una orden, señalando la puerta con la escopeta para enfatizar.
—Hostia, Sylvia —dijo, mientras se dirigían al recibidor—, no veas cómo me pones cuando te mosqueas.
Fue en ese momento cuando Thea se dio cuenta. La forma en que los vampiros se mantenían tan alejados de sus cautivos como les era posible; los movimientos nerviosos y azogados; y, en ese preciso instante, el tono tenso en la voz de Graham. ¡Los vampiros tenían miedo de ellos! La idea era casi irrisoria aunque, bien pensado, tenía sentido. Al fin y al cabo, ella y el resto de la Brigada van Helsing eran responsables de la destrucción de un buen número de monstruos no-muertos a lo largo del último año. Y eso sólo en Chicago. Había otros equipos de cazadores dedicados a lo mismo por todo el mundo. A Thea le parecía que nunca se iban a quedar sin cosas que pinchar en la estaca, pero los monstruos debían de estar acojonados.
Si estaba en lo cierto, tal vez pudiera aprovecharse de la situación. Tenía que descubrir qué era lo que querían los vampiros para trazar un plan de acción. Quería hablar con Jake, hacerse una idea de qué le parecía a él todo aquello. Captó su mirada mientras recorrían un anodino pasillo de paredes blancas y pasaban por delante de puertas inclasificables, pero lo único que pudo ver era que él estaba tan asustado y furioso como ella.
Al menos a tenor de sus presunciones, Thea suponía que casi todo lo que había dicho esa tal Sylvia eran baladronadas. Efectivas, por cierto, pero baladronadas al fin y al cabo. Si eran capaces de descubrir lo que buscaban por medio de la tortura, de extrañas habilidades vampíricas o de lo que fuera que había querido insinuar, ¿para qué iban a molestarse en hacerles preguntas? A menos que "sala de conferencias" fuese un eufemismo para "cámara de torturas", pero no se lo parecía.
Thea decidió que ya iba siendo hora de emplear su sexto sentido. Suponía que iba a necesitar todas las herramientas a su alcance para lo que se avecindaba.
Los condujeron a través de un par de colosales puertas de madera que se abrían a una sala de conferencias en una esquina. La decoración variaba muy poco de la monótona oficina en la que habían pasado el día. Una lujosa alfombra en tonos pastel cubría el suelo; las paredes ofrecían una tonalidad algo más oscura. Las luces del techo estaban apagadas; la iluminación empotrada en los laterales creaba una atmósfera cálida y acogedora. Las puertas ocupaban gran parte de una de las paredes, mientras que un enorme tríptico dominaba la pared opuesta. Thea apartó la mirada de los tres cuadros tras dedicarles un breve vistazo. Parecían pertenecer a una curiosa mezcla de estilos, entre barroco y cubista y, si bien no lograba distinguir el motivo, el efecto general era perturbador. Una gran pantalla plana de televisión se alzaba en una esquina, y lo que tenía toda la pinta de ser una máquina de karaoke ocupaba otra. Paseó la mirada por el perímetro, conforme su atención se veía atraída por la figura sentada tras la impresionante mesa de duramen.
Al otro extremo se hallaba sentado un hombre corpulento de aspecto cultivado, vestido con un traje a medida. Ofrecía el aspecto de un tío anciano y afable, porte que Thea se imaginaba que era el resultado de décadas de práctica, más que de una bondad innata. Tampoco le cabía duda de que era un vampiro. La pequeña urna egipcia descansaba encima de la mesa, a un metro de él. Su aura, sin el impedimento de barreras físicas, era tan potente que Thea se estremeció. Achacó el mareo a la debilidad resultante de su herida y se concentró en tamizar el aura. Había tenido escaso éxito la primera vez que la viera, inmersa en el caos y la muerte. En tales circunstancias, resultaba difícil concentrarse en cualquier actividad. Ése no era el entorno más relajado que pudiera imaginarse pero, sin la amenaza inmediata de la violencia para distraerla, Thea pudo distanciarse en parte del halo de la urna.
Jake y ella se sentaron frente a la cara izquierda de la mesa, de espaldas a la ventana, con el canope al alcance de la mano. Ya había alcanzado un control razonable de sus sentidos. Sus percepciones operaban en una escala de magnitud que se salía de la norma humana, por lo que pudo ver las oleadas de probabilidad que emanaban tanto de su amigo como de la urna. Al bajar la mirada, también percibió importantes emanaciones que escapaban de su cuerpo. La chispa de la esperanza se avivó hasta convertirse en una llama firme. Si lograra intuir el significado de todos aquellos potenciales y encontrar la relación con el miedo que sentían los vampiros, tal vez consiguiera que Jake y ella salieran de allí con vida.
La figura que presidía la mesa permaneció inmóvil hasta que hubieron ocupado sus asientos. Después, tras dedicarles un breve vistazo a cada uno de ellos, hizo un ademán con la cabeza en dirección a Graham. El vampiro sonrió y salió de la estancia. Thea sintió que Jake la miraba, preguntándose si deberían decir algo para romper el silencio. Permaneció impertérrita, con las manos enlazadas sobre la pulida superficie de la mesa, concentrando su atención en el tatuaje enroscado en el dorso de su mano. Era una amalgama de los símbolos de los cazadores que significaban "victoria" y "guerra", y del jeroglífico egipcio que simbolizaba "poder". Recordó que el tatuaje había cobrado vida con un extraño y reconfortante calor la última vez que se enfrentara a los no-muertos. ¿Habría sido una sensación fantasma, un efecto secundario de los cambios que había ejercido sobre ella la caza? ¿O acaso su subconsciente había creado una especie de... protección, un símbolo de poder? Y, en tal caso, ¿para qué servían? ¿Qué eran capaces de hacer los demás tatuajes que tenía?
El ensimismamiento de Thea se interrumpió de improviso cuando Jake emitió un grito estrangulado de abatimiento. Levantó la mirada hacia la puerta y se sintió desfallecer. La persona que entraba de la mano del vampiro Graham era su mejor amiga, Margie Woleski.
Beckett se había visto sorprendido por el giro de la conversación.
—Momias.
Khalid asintió.
—Constituirían una seria amenaza para nosotros, de no ser por lo limitado de su número. En la antigüedad, muchos de los inmortales rivalizaban incluso con los Cainitas más poderosos. Algunos entre nosotros hemos llegado a preguntarnos si el primero de su especie, Usr, nombre que los griegos transformarían en "Osiris", podría igualar incluso la majestad del gran Caín.
—Sí, algo de eso he oído. Algunas leyendas afirman incluso que Osiris llegó a convertirse en vampiro, pero que su esposa Isis lo sometió a un gran ritual, un "hechizo de vida" para librarlo de la maldición.
Khalid lo miró; sus ojos desparejos relucían.
—¿Qué... no estarás diciendo...? —Beckett zangoloteó la cabeza—. En serio, Khalid. Esto no es más que una metáfora, una leyenda racial, igual que la de Caín.
—Ya sé que dudas de la existencia del primero de los nuestros. Quizá Osiris no sea sino una leyenda. En cualquier caso, te digo que los inmortales existen; yo mismo los he visto.
—De acuerdo, te lo concedo. ¿Qué relación guardan con lo que está ocurriendo en esta ciudad, y con los Matusalenes que has mencionado?
El rostro del Nosferatu se retorció para formar algo aproximado a una sonrisa.
—Hace algunos años, un culto de escasa influencia migró a Chicago. Llámese el Culto del Disco Sol o los Seguidores de Akenatón, el nombre importa poco, del mismo modo que el grupo en sí era irrelevante. Su patética entrega al misticismo más rudimentario encubría propósitos más serios... algo ridículo, dado que los miembros del culto desconocían lo que era la auténtica magia. La ironía es aún mayor: trajeron consigo un objeto de abrumador poder, algo que guardaban celosamente, no para su propio uso, sino porque pertenecía a sus enemigos jurados... los inmortales. Siglos atrás, esos sectarios habían escondido el objeto en lugar de aprovecharse de su potencial. En aquella época pretérita, el culto poseía una mayor comprensión de las artes místicas. Emplearon ese conocimiento para conseguir un poderoso efecto mágico que impidiera la detección del objeto, oculto dentro de un féretro de piedra. —Khalid señaló hacia arriba—. Surtió efecto, puesto que el culto llegó a Chicago sin que nadie reparara en su presencia. Ni siquiera los dos antiguos que gobiernan esta ciudad desde su concepción. Sospecho que sintieron algo, pero ninguno de ellos descubrió lo que tenían delante. Son poderosos, que no omniscientes. Por su parte, los sectarios habían olvidado gran parte de las antiguas enseñanzas, y mucho de lo que recordaban se alejaba de la verdad. Ya no sabían lo que portaban con ellos. Era una piedra sagrada, y no ahondaron más en su historia. Alrededor de ella construyeron un templo en honor de su falso dios y, con el paso de los años, se convirtieron en estudiosos de lo mundano y de lo trivial.
Beckett contuvo su impaciencia. La antigua criatura iba a revelar cómo enlazaban todos los hilos sueltos en su debido momento. Si lo interrumpiera no conseguiría más que postergar el desenlace.
—Este objeto era una de las grandes reliquias de los inmortales, que les había sido robado mucho antes de que tú o yo nos convirtiéramos en lo que somos, antes incluso de que nuestro primo Critias recibiese el Abrazo. Los inmortales nunca crecieron hasta volverse numerosos, aunque desconozco el motivo. Los pocos que había buscaban éste y otros tesoros perdidos, pero estaba demasiado bien escondido. Llegadas estas noches modernas, nadie podría haberse imaginado que sus siglos de periplos habían concluido aquí, en el corazón del Nuevo Mundo. —Khalid soltó una risita seca, como si acabara de contar un chiste privado—. Luego vino la tormenta espiritual. Cambió a los inmortales, de alguna manera que aún he de discernir. Mis compañeros de clan rumorean que las momias proliferan, sus filas aumentan como nunca se había visto en todos sus milenios de existencia. Los inmortales pretenden beneficiarse de su gran número para recuperar lo que les fue arrebatado. Cuando supieron que la reliquia se ocultaba aquí, cuando rompieron el sello de la piedra sagrada, todos los que poseían la sensibilidad adecuada para percibir su presencia se percataron de ella.
—Como Menelao.
Khalid asintió con la cabeza.
—Su rival se ha concentrado en numerosos planes específicos por toda la región; parece que Menelao posee una mayor amplitud de miras. He llegado a creer que llevaba años aguardando, como si esperase que ocurriera algo. Tal vez sospechara desde hacía tiempo que el objeto estaba aquí, y se ha tomado su tiempo. Ahora que ha sido revelado, exhorta a sus agentes para que se hagan con él...
—¿Te refieres a Critias? ¿A los Brujah?
—Sí. —Otra sonrisa tortuosa—. Si bien el docto Critias no sospecha que es la marioneta de su sire, según creo entender.
Otra sorpresa.
—Espera. ¿Menelao convirtió a Critias en vampiro?
—Y lo trajo aquí milenios después para que, sin saberlo, se convirtiera en su teniente mientras él reposaba a salvo.
—Menudo embrollo... Muy bien, entonces, ¿por qué se interesa tanto un Matusalén por la reliquia de una momia?
—No estoy seguro. Lo único que sé es que se trata de un objeto de tremendo poder.
Beckett asintió. A juzgar por la pausa casi imperceptible en la respuesta de Khalid, estaba seguro de que el primogénito Nosferatu sabía bastante bien lo que era aquel artefacto y lo que era capaz de hacer. Al parecer, Lobo Pálido no es el único interesado en ponerle las zarpas encima.
—Cuando dijiste que estaba en un edificio de oficinas, no pensé que te refirieras a este edificio de oficinas. —Nicholas Sforza-Ankhotep meneó la cabeza, mientras observaba la ventana de la fachada. Habían estacionado la furgoneta Ford azul oscuro orientada hacia el oeste en West Adams, justo antes de South Franklin. El Lincoln robado azul celeste estaba aparcado detrás de ellos. La Torre Sears, una inmensa masa oscura recortada en la noche invernal, se erguía a menos de media manzana de distancia.
Duridar se encogió de hombros y se pasó un Camel sin encender de una comisura de los labios a otra.
—¿Cuál es la diferencia?
Nicholas se pellizcó el puente de la nariz. Gracias a algunos medicamentos que había almacenado en la casa refugio, la hinchazón y las magulladuras habían desaparecido de su rostro. Sentía algunos pinchazos de vez en cuando, aunque bien pudieran deberse a tener que soportar la actitud lacónica terminal de Duri.
—La diferencia es que en este sitio no se puede entrar así como así. Con más tiempo y recursos, podría hacerlo pero, ¿nosotros cuatro, aquí y ahora? Ni hablar.
—Alguna vez tendrán que llevárselo de ahí, ¿no? Si no quieres entrar, esperaremos a que lo saquen.
Nicholas dudaba desde hacía mucho de la dedicación de Duri a los Eset-a, el culto que había venido con Nicholas para recuperar el Corazón. Duridar Saad ni siquiera era nativo... no todos los miembros de los Eset-a tenían que serlo, claro está; lo importante era la fe. No se encontraba uno con demasiados escoceses que se sintieran atraídos por un culto que adoraba a las momias. Duri era árabeamericano y, junto a Nicholas, había ayudado al resto del equipo a amoldarse a las nuevas costumbres cuando llegaron a Chicago. Había demostrado su temple una y otra vez, siempre con la misma actitud imperturbable, de aburrimiento, incluso. Empero, Nicholas no lograba evitar el pensar que Duri se había metido en esto más por la acción que debido a cualquier dedicación espiritual. Qué más da. El caso es que tiene una puntería endiablada, y me llevo mejor con él que con cualquiera de los demás.
Acarició el amuleto que le había dado Saled, un escarabajo sobre una banda de oro que encajaba en la muñeca. No hacía falta que fuese tan elaborado, pero con su renacimiento había desarrollado una vena artística que no sabía que poseyera. Lo cierto era que antes nunca había tenido ninguna vena artística. Venía con el resto del paquete. En cualquier caso, el escarabajo, tallado en jade verde con incrustaciones de oro, giraba igual que la aguja de una brújula, tomando el Corazón como norte verdadero. Nicholas había añadido otra característica: las antenas de oro del escarabajo señalaban a una relativa altura. En ese momento, la cabeza del escarabajo apuntaba hacia la Torre Sears, y sus antenas de oro señalaban hacia arriba en un ángulo brusco. El Corazón estaba allí dentro, sin duda. En algún lugar en las alturas, lejos de su alcance. Se sintió tentado de irrumpir sin más e ir a por todas, pero tendría que cubrir demasiada distancia tan sólo para encontrarse con que la policía (y quién sabía qué más) ya estaría esperándolos para cuando hubieran bajado.
—Vamos a tener que hacerlo así —dijo Nicholas, al cabo—. Un edificio, de noche, nos habría venido bien... una disposición ordenada, nadie cerca, sin tráfico en la zona. Pero, ¿este sitio? No daría resultado.
Se revolvió en el asiento para mirar a Duri, Ibrahim y Saled. Los faros de un vehículo que se acercaban iluminaron sus rostros; parecían unos chiquillos a los que les acabaran de decir que Santa Claus no era real. Bueno, al menos Ibrahim y Saled; Duri se limitaba a seguir dándole vueltas al cigarrillo entre los labios.
—Muy bien, éste es el plan. Duri, tú y Saled regresaréis a la casa en el Lincoln y dormiréis un poco. Ibrahim y yo montaremos guardia en la furgoneta. Nos turnaremos cada seis horas. En cuanto parezca que el Corazón se pone en movimiento...
El resto de la frase se perdió en el horrendo estrépito de la camioneta que había dado un volantazo para estrellarse contra su furgoneta.
Thea Ghandour pasó de la sorpresa al temor en cuestión de un latido. Margie poseía la misma mirada vidriosa que aquella vez que Graham había intentado sacarla de aquella discoteca, hacía una semana. Su piel ofrecía la misma tonalidad pálida y mortecina que el día de su enfrentamiento con Thea en el apartamento que compartían.
Thea, con el estómago revuelto, se preguntó si habría sido la gripe lo que había aquejado a su compañera en aquella ocasión.
—Siéntate, encanto —dijo Graham, al tiempo que conducía a Margie hasta una silla frente a Thea y Jake. La mujer se mostró dócil y se sentó con todo remilgo, con las manos recogidas sobre el regazo. Miraba a Thea sin dar muestras de reconocerla.
—¿Qué demonios es todo esto? —exclamó Thea, sobreponiéndose al impulso de cruzar la mesa de un salto y arrancarle la cabeza de cuajo a aquella escoria aria de vampiro.
—Una reunión amistosa —repuso una voz apacible y etiquetera a su izquierda. La estirada figura del traje se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en la mesa. Dirigió una estudiada mirada de serena inquisición a Thea y a Jake. Al contrario que ocurría con los otros dos pútridos, Thea no sentía que de aquel emanara nerviosismo alguno—. Nos gustaría conocer las respuestas referentes a algunos asuntos en los que os habéis visto implicados recientemente. A sabiendas de que podrías mostraros reticentes a ofrecer detalles, nos pareció oportuno ahorrarnos algo de tiempo y problemas ocupándonos de vuestra adorable amiga.
—Margie, ¿te encuentras bien? ¿Qué te han hecho?
—Oye, que está perfectamente. ¿A que sí, encanto? —Graham se agazapó junto a Margie, le pasó un robusto brazo por encima de los hombros y la acercó hacia sí. La joven se volvió al escuchar la voz del vampiro, con el rostro iluminado por la misma adoración que sentiría un perro por su dueño—. ¿Lo ves? Perfectamente.
La mano de Jake estuvo sobre el brazo de Thea un segundo antes de que ésta saliera disparada de su asiento.
—Vale, seamos razonables —dijo el cazador—. La amiga de Thea no tiene nada que ver con todo esto. Podéis enviarla a casa. Prometo que cooperaremos en la medida de lo posible.
—¡Qué actitud más admirable, jovencito! —El tono era lisonjero, pero Thea no vio ni pizca de conformidad en los ojos del viejo vampiro—. Pero prefiero asegurarme. Ya habéis demostrado que sois un grupo sobrado de recursos y voluntad; la presencia de la señorita garantiza vuestra colaboración. Tenéis mi palabra de que, si nos satisfacen vuestras respuestas, será puesta en libertad.
Algo en la forma en que estaba construida aquella frase hizo sonar las alarmas en la cabeza de Thea. Sin embargo, en ese preciso instante no podía hacer nada sin conseguir que los matasen a todos, por lo que procuró poner freno a su genio y seguir el ejemplo de Jake.
—De acuerdo, muy bien, antes de que respondamos a vuestras preguntas, yo tengo una —anunció Jake.
—Me parece bien.
—En aras de facilitar el diálogo, me gustaría que nos dijeras tu nombre.
La sonrisa indulgente de un abuelo.
—Desde luego. Perdón por mis modales. Podéis llamarme Critias.
Jake le devolvió la sonrisa, como si fueran colegas de toda la vida, pero Thea sintió que le temblaba la mano con que sujetaba su brazo.
—Gracias, Critias. Yo me llamo Jake, y ella es Thea.
Thea sospechaba que aquel viejo bastardo ya sabía quiénes eran, pero todo formaba parte de aquella falsa cortina de cortesía. Pese a todas las sonrisas y educada palabrería, Thea sentía que la tensión alcanzaba el punto de ruptura, lo bastante poderosa como para relegar la energía latente de la urna a un segundo plano.
—Bueno, ¿y qué es lo que quieres saber? —preguntó Thea, intentando amoldarse al tono distendido, sin éxito.
Critias guardó silencio por un momento. Thea sintió dos potenciales distintos que emanaban de él mientras recorría la estancia con la mirada. Cuando sus ojos se hubieron detenido en el centro de la mesa, uno de los dos hilos de posibilidades se desvaneció. Apuntó un dedo cuajado de nudos al canope que reposaba encima de la mesa, a una distancia equidistante de todos ellos.
—¿Sabéis lo que es eso?
—Una vasija funeraria de alguna clase, empleada en ceremonias de momificación —respondió Jake. Thea soltó un gritito sobresaltado. Ella no se lo había contado; tampoco sabía de qué se extrañaba. No en vano llamaban a Jake "ratón de biblioteca".
Critias negó con la cabeza, cariacontecido, como si tuviera delante a un pupilo indisciplinado.
—Por favor, no te las des de listo.
—¿Cómo dices?
—No me refiero al vaso, muchacho, sino a lo que hay dentro.
Jake miró a Thea, que se encogió de hombros; no esperaba que la respuesta resultara de más ayuda que la anterior.
—No lo sabemos. Lo llaman "el corazón".
—¿Ah, sí? —Una amplia sonrisa arrugó el semblante del viejo vampiro, tan desprovista de calor que Thea se estremeció—. Y, dime, ¿a quién le habéis robado este "corazón"?
—Pues, a nadie. Es... en fin, fue pura casualidad. Ni siquiera sabíamos lo que era. Todavía no estamos seguros.
—No, claro que no. —El viejo vampiro actuaba como si fuese demasiado educado para llamarles mentirosos a la cara—. Y, a ver, ¿de qué tendrías que "estar seguros"?
Thea y Jake intercambiaron las miradas; ninguno de ellos sabía qué significaba aquella pregunta.
—¿Cómo? —dijo Jake.
—Venga. —Critias dedicó una mirada de desengaño a Thea, mientras con una mano señalaba en dirección a Margie—. Tu amiga nos ha contado lo de tu aventura en Chinatown la primavera pasada. También ha confirmado tu implicación en el asunto del templo, por si no tuviéramos delante la prueba. De lo más interesante, debo decir. Siento curiosidad por saber en qué más andas metida. Me gustaría saber cómo has aprendido a hacer lo que haces... y quién te lo ha enseñado.
Thea miró a Margie. Estaba ausente, con la boca abierta como si la hubieran drogado, mientras el vampiro le susurraba algo al oído. Graham reparó en que Thea los miraba y esbozó una sonrisa que era toda dientes, paseando la lengua por la afilada punta de un colmillo. Empero, la sombra de temor en aquellos ojos desorbitados desmentía su amenaza. Thea sintió que la sangre atronaba en sus sienes; se contuvo con sus últimas hebras de voluntad. Todavía no; todavía no.
—Vaya —dijo Jake—, esto se vuelve peliagudo. Antes de que nos centremos en eso, querría señalar que nosotros tenemos tanto interés por conoceros como vosotros por saber más de nosotros. Si hubiese alguna manera de que pudiéramos llegar a un acuerdo...
—Me importa un bledo cuáles sean vuestros "intereses", salvo en lo que se refiere a conocernos —espetó Critias; su compostura se convirtió en una sutil onda de ferocidad en el estanque de su plácida conducta—. Nos diréis lo que sabéis acerca de nuestra especie y dónde lo habéis aprendido, así como a quién le habéis arrebatado este artefacto. De lo contrario, en fin...
Conforme el antiguo vampiro seguía hablando, Graham se acercó a Margie para depositar un ruidoso y húmedo beso en su cuello. La muchacha se arrulló y soltó una risita, como si de una adolescente dándoselas de sexy se tratara. Cuando Critias dejó la frase en el aire, Graham clavó un colmillo con la fuerza suficiente para arrancarle una gota de sangre a la pálida piel de Margie.
Thea no se dio cuenta de que se había incorporado de un salto, no reparó en que Sylvia se movía a su espalda. Se había apoderado de ella el súbito impulso de actuar, que la había arrancado de su asiento... para detenerse en seco cuando se hincó en su hombro la presa del vampiro, semejante a un cepo. Se escuchó un chasquido, un centelleo, y Thea perdió la vista en el ojo derecho. Oyó un chillido y sintió que liberaban su hombro. Parpadeó para despejar la neblina, se giró y vio que la mano izquierda del vampiro estaba en llamas... al igual que su hombro. Thea contuvo el aliento y palmoteo sobre las llamas, que ya comenzaban a extinguirse. Sylvia no tuvo tanta suerte. En cuestión de segundos, el fuego devoró su mano y se propagó por el brazo. La cimbreña vampira se alejó de Thea con tal fuerza y velocidad que fue a estrellarse contra la ventana, originando una telaraña de grietas que se adueñó de uno de los enormes cristales. Rebotó contra la ventana reforzada igual que una pelota de pimpón y, sin dejar de gritar, abandonó la sala de reuniones dejando a su paso una estela de humo.
Vale, ya iba siendo hora, pensó Thea.
Beckett escuchó un zumbido proveniente del amasijo de pelo sentado junto a Khalid. No se percató de que se trataba de un teléfono móvil hasta que Bean hubo sacado el artilugio de alguna parte y se lo hubo acercado a la maraña jaspeada que parecía ser su cabeza.
—¿Diga?
Khalid miró a Bean de soslayo, aunque Beckett no supo decir si le irritaba la interrupción o si sentía curiosidad por saber quién estaba al otro lado de la línea.
—¡Hostia!... Joder... ¡Me cago en la puta! Vale, espera. —Bean interrumpió su sarta de obscenidades y, aparte, susurró a Khalid:— Arriba pasa algo. Hannah dice que la pava acaba de prenderle fuego a Sylvia.
—¡No estará llamando desde la sala de reuniones! —saltó Khalid.
Bean volvió a dirigirse al teléfono:
—¿Desde dónde llamas, guapa?... Aja. Vale. —A Khalid:— Pues no. Se... este... se ha acojonado un poco por lo del fuego y se ha ido pitando al recibidor. Está segura de que no la ha visto nadie; es sólo que se le ocurrió pedir ayuda, ya sabes, sin que nadie la oyera.
—Muy bien. Que vuelva a acercarse todo lo que pueda para supervisar los acontecimientos. Dile que, por encima de todo, no debe revelar su presencia a los cazadores. Vamos para allá. —Mientras Bean transmitía la orden, Khalid se dirigió a Beckett:— Por eso te hemos llamado esta noche. Menelao envió anoche a sus agentes para apoderarse de la reliquia que te he mencionado, así como de aquellos que la poseían.
Las distintas piezas del rompecabezas empezaban a encajar pero, aun así, Beckett preguntó:
—¿Quién lo tenía?
Khalid respondió mientras se dirigía hacia la boca de la alcantarilla.
—Estaba en poder de uno de los inmortales de la zona. Hace días que desapareció, después de que se lo arrebataran unos mortales, los cazadores que estás investigando.
Interesante coincidencia. Beckett había planeado seguir el rastro de los cazadores esa misma noche, antes de encontrarse con la pilluela que estaba esperándolo. Tocó el amuleto que colgaba de su cuello y se sorprendió al ver que el dedo de Augustus yacía inerte. Había estado tan preocupado descubriendo quién era Lobo Pálido, y luego se había enfrascado de tal modo en la conversación con Khalid, que no lograba recordar cuándo era la última vez que había sentido cómo se movía. Quienesquiera que fuesen esos cazadores, el que había estado siguiendo Beckett ya no formaba parte de su equipo.
—Vamos. —La voz de Khalid interrumpió su ensimismamiento—. Debemos apresurarnos si queremos evitar un desastre.
Nicholas vio la brusca maniobra de la camioneta demasiado tarde como para dar la voz de alarma. El vehículo patinó sobre la carretera helada y se estrelló detrás del asiento del conductor. Ibrahim y Saled ocupaban el asiento trasero, pero no se habían ajustado los cinturones de seguridad. El impacto los alejó del lugar donde la inmensa camioneta había atravesado el centro del Ford, empujándolo contra la acera hasta empotrarlo contra el edificio.
El parabrisas de la furgoneta sobrevivió al impacto, por lo que Nicholas pudo ver con claridad la zona de carga de la camioneta, inclinada hacia él. La cubierta de plástico se rasgó para revelar cuatro horrendos seres putrefactos.
—Esto no puede significar nada bueno —musitó Duri, con voz de media sorpresa. Tenía el lado izquierdo de la cara ensangrentado a causa de la rotura de la ventanilla pero, por lo demás, parecía ileso. No obstante, se diría que le había abandonado el sentido común, puesto que metió la mano en la riñonera que le rodeaba la cintura para sacar una granada. Nicholas ni siquiera pudo proferir un alarido antes de que Duri tirara de la espoleta y lanzara la granada a través de la ventanilla rota hacia el suelo de la camioneta. Hecho lo cual, saltó entre los asientos en dirección a la parte posterior de la furgoneta, al grito de:
—¡Todos a cubierto!
Nicholas se aplastó contra la puerta del copiloto; su fuerza aumentada fue más que suficiente para arrancarla de sus goznes. Apenas había espacio para deslizarse entre el costado de la furgoneta y el edificio. Conforme iba cayendo, vio de refilón a dos de las putrefactas abominaciones bregando en el firme de la camioneta, mientras las otras dos se ponían a cubierto. En ese momento, un rugido se apoderó de la noche, seguido de un segundo cuando estalló el depósito de combustible. Fue pura suerte o azar que el tanque de la furgoneta no explotara a su vez. El Ford se estrelló contra él, y fue la fuerza que le confería el amuleto lo que evitó que se convirtiera en una mancha contra la fachada del edificio. Una lengua de fuego restalló sobre el techo de la furgoneta, seguida de una oleada de calor y un atronador estrépito cuando la camioneta se desplomó sobre el suelo. Para rematarlo, del cielo cayó una lluvia de trozos de carne y pedazos de metal.
Nicholas, con los oídos repicando, empujó la furgoneta lo suficiente para escabullirse.
—¡Arriba y a por ellos, muchachos! ¡Al menos cinco adversarios, todavía ninguna baja! —aulló. La furgoneta no era un carro blindado pero, con la cabina de la furgoneta actuando de parapeto contra la explosión, las paredes metálicas del Ford deberían haber protegido a sus tres últimos hombres. Sin embargo, no había forma de saber cuánto tardaría en prender el depósito del Ford.
Del interior provinieron apagados gritos de confirmación mientras Nicholas extraía la Glock de su sobaquera y asía el colgante negro con forma de escarabajo que llevaba al cuello. Enroscó la cadena alrededor de la mano izquierda, de modo que el escarabajo apuntara hacia el exterior, y cruzó la mano con que empuñaba el arma sobre la muñeca izquierda. Estaba a punto de asomar por la parte delantera de la furgoneta cuando oyó que una de las puertas traseras se abría de golpe y restallaban los estampidos de unos disparos. No el sofocado repiqueteo de los Mac-10 con silenciador que utilizaban sus hombres, sino los roncos esputos de una pistola.
No tuvo ocasión de comprobar cómo se encontraban sus hombres, puesto que un cadáver en llamas se abalanzó sobre él desde debajo del amasijo ardiente que era la camioneta. Nicholas cayó de espaldas, gritando, maldiciendo y disparando. Ladró una orden y fue recompensado por un relámpago blanco y una rayo abrasador que brotó del escarabajo para destrozar la cabeza del zombi y parte de su torso. Nicholas permaneció tendido en el frío asfalto durante un segundo para recuperar el aliento, antes de arrojar a un lado el escarabajo, ennegrecido y fundido. Era un potente amuleto de un solo uso, que había pretendido guardar para el caso de que se encontrara con un vampiro. Supongo que no me puedo quejar, pero será mejor que deje el otro para más tarde.
Él seguía bien pero, ¿qué era de Duri, Saled e Ibrahim? No había oído ningún disparo después de la ráfaga de la pistola, a menos que se hubieran producido mientras él vaciaba la mitad de su cargador. No, ese silencio no presagiaba nada bueno. Rodó de costado para pasear la mirada por el suelo debajo de la furgoneta. Ningún pie; tampoco vio nada al otro lado de la camioneta en llamas. ¿Qué demonios, dónde estaba todo el mundo? Al menos, pudo Ver otros dos cadáveres incendiados en la carretera. Tenía que tratarse de zombis; en el peor de los casos, eso implicaba que quedaban otros tres o cuatro. Y ni rastro de sus hombres. Menuda putada.
En ese momento, escuchó el repiqueteo del metal al abollarse y recuperar la forma y se maldijo por idiota. Al mismo tiempo que se giraba, supo que era demasiado tarde. Una Colt automática le apuntaba desde el techo de la furgoneta, sin que él hubiera empezado siquiera a mover su Glock.
—Joder, pero qué fácil me lo pones —dijo Maxwell Carpenter.
Thea tenía que admitir que, aparte de comprender que sus tatuajes canalizaban de algún modo su misteriosa naturaleza de cazadora, sabía tan poco acerca de lo que había ocurrido como los propios vampiros. Ya resultaba evidente que las criaturas le tenían un miedo cerval a Jake y a ella, a juzgar por el modo en que se habían apartado de ellos después de que una de los suyos hubiera prendido como una tea. Estaba decidida a aprovecharse de la conmoción mientras durase.
Se abalanzó sobre la mesa y dio una larga zancada encima de ella para propinarle una patada a Graham de pleno en la cara. La cabeza del vampiro saltó hacia atrás y él fue a estamparse contra la pared. El impacto magulló el talón de Thea, pero fue la falta de tracción de la pulida superficie de madera lo que constituyó el problema más grave. Patinó sobre su pie descalzo y perdió el equilibrio al intentar acercarse al borde opuesto de la mesa. Sus piernas se elevaron por encima de su cabeza y se estrelló contra la caoba, en un fútil intento por amortiguar su caída.
Oyó el grito de Jake como si se encontrara a kilómetros de distancia; lo primero era recuperar el aliento. Coge a Margie y sal corriendo, quería exclamar. ¡Salid de aquí! Lo único que consiguió fue exhalar un aliento ininteligible. El dolor de su herida de bala entró en juego, obligándola a encogerse sobre sí misma. Sólo me faltaba que la caída hubiera abierto los puntos.
Sin dejar de engullir aire, reparó en una luz brillante que entraba por las ventanas ante las que se encontraba Jake, y en que el viejo vampiro continuaba retrocediendo. Allí, delante de sus narices, tenía el canope. Medio metro hacia la izquierda y se habría caído encima de él. Thea compuso un rictus de dolor e intentó despejar la vista, levantarse y proteger a Margie; tampoco es que una patada fuese a dejar fuera de combate a un vampiro.
Una mano se cerró en torno a su pierna, con tal violencia que sintió cómo se aplastaban los huesos de su tobillo. Un segundo después salía disparada de la mesa, no sin antes haber cogido el vaso. Tal vez consiguiera aplastarle la puta cabeza a aquel cabrón con ese armatoste. Voló por los aires, en dirección a la pared. Se dejó rodar, hundió el hombro derecho en el yeso y se cayó al suelo. Aturdida, pugnó por recobrar el sentido. En el momento en que todo volvió a encajar en su sitio con dolorosa claridad, vio que Graham se abalanzaba sobre ella, con los colmillos desnudos.
Beckett se encontraba en el ascensor exprés de la Torre Sears, en dirección al piso setenta y tres, viajando más rápido de lo que hubiera creído posible. Había resultado que el subsótano donde se había entrevistado con Khalid formaba parte de una zona construida a lo largo de muchos años justo al otro lado del río Chicago. Habían cruzado un túnel de servicio que conducía al interior de la Torre Sears y, desde allí, una pasarela enlazaba con el ascensor; ascensor del cual Bean poseía la llave de seguridad, desde luego.
La velocidad de su avance había dificultado la conversación, por lo que Beckett esperó hasta que hubieron entrado en el ascensor.
—¿Qué desastre es éste que esperas evitar?
—Ya te he explicado el statu quo que existe en esta ciudad entre Menelao y Helena, ¿no? Si cualquiera de esos dos antiguos lograra anular el poder o la influencia del otro con un rápido movimiento, no vacilaría y descargaría toda su fuerza contra su rival con un golpe devastador. Por sí solo, eso tendría escaso impacto sobre nosotros. Sin embargo...
—Si tenemos en cuenta que estamos hablando de uno de los lugares más poblados de Norteamérica, los daños colaterales serían considerables —concluyó Beckett.
Khalid asintió con la cabeza.
—Exacto. No me atrae la idea de ver cómo mueren miles, quizá decenas de miles de mortales. Aun cuando las bajas fuesen lo de menos, esa acción pondría al descubierto nuestra existencia.
—Ah. Y, la posesión de ese artefacto, ¿podría inclinar tanto la balanza?
—No me cabe duda.
No, seguro que no.
—¿Qué papel desempeñan los cazadores en todo esto?
—Ahí radica otro de los misterios. Al principio creí que trabajaban para los inmortales, puesto que sus objetivos parecen similares: a saber, la destrucción de nuestra raza.
—Pero ahora ya no estás tan seguro.
Khalid se acercó a la puerta conforme los números centellaban hacia la séptima decena.
—Tengo que reunir más pruebas antes de poder asegurarlo.
Antes de que sonara el timbre del ascensor, Beckett aventuró una pregunta que le rondaba por la cabeza desde hacía un rato.
—Por cierto, Bean, ¿qué demonios te impulsó a robar la cabeza de Augustus?
El peludo Nosferatu se estremeció igual que una bala de heno en medio de una ventisca.
—Ah, eso. —Bean se rió—. Me apetecía putear a los Brujah.
Carpenter había visto pocas escenas más hermosas que la de Nicholas Sforza despatarrado en el suelo a sus pies, con el rostro retorcido por la cólera y la humillación, apuntando con su pistola a todas partes menos en la dirección adecuada. Casi le daba pena el pobre bastardo.
—Siento mucho lo de tus colegas —dijo Carpenter, que no lo sentía en absoluto—. He de admitir que fue una lucha justa. Ahora sólo puedo disparar con una mano. Tengo que ponerme a buscar al hijo de puta que me ha tullido en cuanto disponga de unas cuantas horas para matar. Estoy siendo sarcástico, sí.
—¿Qué pasa contigo? —inquirió Sforza, que parecía más cabreado a cada segundo—. Se suponía que habías muerto.
—Estoy muerto. Eso es lo que pasa. Ya sé, tú querías decir "muerto para siempre". —Se encogió de hombros—. Qué quieres que te diga, te echaba de menos. El caso es que vi mi Lincoln ahí aparcado. Tú y yo vamos a ir a dar un paseo, y me vas a enseñar cómo ese "corazón" tuyo podría hacer por mí lo que hizo por ti.
—¿Para qué demonios lo necesitas? Parece que te las apañas de maravilla para seguir incordiando.
Carpenter disparó una ráfaga contra la curva, junto a la cabeza de Sforza.
—Déjate de monsergas y date prisa. No tenemos toda la noche.
Las balas que atravesaron el techo de la furgoneta constituyeron una sorpresa. Carpenter habría jurado que había eliminado a los tres cabezatoallas del interior. No había otro sitio al que saltar más que hacia delante, así que allí fue, con un par de dedos de plomo candente traspasándole las piernas y desequilibrándolo. Aterrizó hecho un ovillo a un par de metros de Sforza. Le costó esfuerzo moverse mientras se concentraba en arreglar sus piernas destrozadas, por lo que la presión del cañón de una pistola contra su sien le encontró a gatas sobre el suelo.
—Te lo juro —dijo Nicholas Sforza, justo antes de apretar el gatillo—, todavía no sé qué fue lo que vio en ti mi abuela.
Thea podía sentir el peligro inminente y las probabilidades con sorprendente claridad; se percató del ataque de Graham a tiempo de rodar hacia él, aunque sabía que el vampiro se movía el doble de rápido que ella. No tuvo queja del resultado. El vampiro voló por encima de ella y fue a estrellarse contra la pared.
Thea porfió por incorporarse y asumió una pose defensiva. Le faltaba el aliento, el costado le ardía a rabiar, tenía un tobillo casi inutilizado y el canope encajado en el doblez del codo como si de una pelota de rugby se tratara. Graham se había puesto de pie delante de ella. Se movía con la misma rapidez que hacía un segundo. No, eso no era cierto. Sí que se movía a la misma rapidez, pero ella lo veía como a cámara lenta... sólo que no estaba moviéndose a cámara lenta, sino a una velocidad increíble... ¿qué demonios estaba viendo? Aquello no tenía ningún...
Se produjo la reacción. Thea vio la finta y el ataque. Giró para penetrar en la defensa de Graham, propulsó el codo derecho describiendo un arco y utilizó el peso añadido de la urna para golpear con más fuerza la cabeza del vampiro. La información inundaba su cabeza con mayor rapidez de la que podía procesarla. Graham soltó un gruñido y se retiró, con la intención de saltar sobre ella desde otro ángulo... pero ella ya sabía que iba a lanzarse sobre su herida, por lo que se replegó y se subió a la mesa de una voltereta, aprovechando la resbaladiza superficie para deslizarse lejos del alcance de Graham cuando éste atacó; sostuvo el canope con ambas manos y el tatuaje del dorso de su mano cobró vida con una llamarada cuando descargó la vasija con fuerza sobre la cabeza del vampiro...
Se produjo un crujido doble; primero el del vaso, al romperse contra el cráneo de Graham, y luego el del mentón del vampiro, al estrellarse contra la mesa. Graham trastabilló hacia atrás, de rodillas, bizqueando y sacudiendo la cabeza. Thea emergió del extraño estado de ausencia en que se había sumido, para reparar en una fina arenilla que se derramaba de una grieta en la urna. Un rugido feroz, ensordecedor, precedió a un poderoso:
—¡NO!
El rugido era de Critias, que saltaba sobre la mesa con los colmillos y las garras extendidas. El grito era de Jake, y portaba tanta fuerza que el vampiro que se abalanzaba sobre Thea lo acusó como un mazazo. Su trayectoria se desvió lo suficiente para permitir que Thea rodase de espaldas y cayera en el suelo, junto a Jake.
Cuando el joven la ayudó a levantarse, Thea se dio cuenta de que la luz que había percibido antes no penetraba por la ventana... emanaba de Jake. Pese a su brillo, no le hacía daño a los ojos. No obstante, resultaba evidente que dañaba a los vampiros.
Thea vio que Critias y Graham volvían a incorporarse; ambos parecían conmocionados, pero furiosos. Espumarajos sanguinolentos bañaban unos colmillos largos y afilados, los dedos se habían convertido en garras sobrecogedoras. Se sorprendió al ver que Margie permanecía sentada en la misma postura que tenía cuando se desató el infierno. Dios, ¿por qué no la han cogido y la han utilizado como rehén?
La claridad respondió, los sentidos hiperagudizados de los que disfrutaba desde que cogiera el canope. Su sexto sentido servía para divisar problemas, pero nunca antes había funcionado de aquella manera. No había forma de que hubiera sido capaz de esquivar los ataques de Graham, con la rapidez a la que se movía. No había forma, a no ser que aquella cosa que sujetaba estuviera aumentando sus habilidades. Con la misma comprensión absoluta, supo que lo único que interesaba a los vampiros en aquellos momentos era la urna. El temor que les inspiraran antes los cazadores se veía eclipsado por la codicia de poseer el canope. Harían lo que fuera con tal de arrebatárselo y, si interpretaba correctamente la situación, eso implicaba acordarse en cuestión de segundos de que disponían del rehén perfecto al alcance de la mano.
Una docena de hilos de probabilidad surcaron la consciencia de Thea. Siguió el más vibrante y arrojó el canope con todas sus fuerzas contra la agrietada ventana que había a su lado.
Nicholas se arrepintió de haber malgastado el tiempo soltando comentarios ingeniosos. Le había otorgado a Carpenter la fracción de segundo que necesitaba para apartarse en el momento que él apretaba el gatillo. En lugar de volarle la tapa de los sesos al zombi, la bala se limitó a rozarle la nuca.
Carpenter giró en redondo y aterrizó de espaldas sobre la nieve a medio derretir que cubría la calle. Su mano se convirtió en un borrón que se movía debajo de su abrigo para salir, no con otra pistola, sino con un puto martillo. Nicholas se dio la vuelta para disparar de nuevo, pero Carpenter fue más rápido. Nicholas gritó cuando el martillo se estrelló contra el dorso de su mano; la Glock se alejó patinando sobre el asfalto.
Carpenter saltó con su puñetera herramienta en ristre mientras Nicholas tanteaba en busca del segundo escarabajo que le rodeaba el cuello.
—A ver si consigues sacar esa cosa antes de que pulverice la mano —dijo Carpenter, con una sonrisa.
¿Ese hijo de puta sonreía? Cómo, ¿aquello le parecía gracioso? Gilipollas. Nicholas dio un respingo ante los disparos de un arma automática; por suerte, su oponente hizo lo mismo. No se trataba de uno de sus hombres que quisiera eliminar a Carpenter, pero menos daba una piedra. Nicholas vio a Ibrahim, cubierto de sangre pero indómito, acribillando al último de los seres putrefactos que Carpenter se había traído consigo. El zombi ya había quedado reducido a un amasijo humeante; a Nicholas le sorprendía que siguiera moviéndose.
Carpenter parecía igual de distraído, por lo que Nicholas aprovechó la oportunidad para coger el escarabajo negro y activarlo. El zombi demostró de nuevo que era un pelo demasiado rápido. Saltó, y la ráfaga abrasadora le chamuscó gran parte del costado derecho y redujo a cenizas su traje. Había sido un disparo oblicuo; seguía en pie. Por lo menos así se le quitarían las ganas de reír a ese cabrón.
En ese momento, Nicholas oyó las sirenas, demasiado cerca para su gusto. Mierda, un par de minutos y se plantarán aquí. Y él atascado en medio de West Adams con un puñetero zombi. Menuda broma.
Sintió el apretón del brazalete que llevaba en la muñeca, seguido de un débil grito que aumentaba de intensidad. Echó un vistazo al brazalete. Estaba rastreando, y rápido. Se alejó a gatas de Carpenter y miró hacia lo alto de la Torre Sears. El Corazón era demasiado pequeño para verse tan lejos en la oscuridad, pero no tuvo problemas para distinguir a la figura que volaba hacia el suelo a una velocidad vertiginosa.
Beckett escuchó el rugido, semejante al de un león acorralado, seguido un instante después por el estruendo de un cristal al romperse. Se adelantó a Khalid y a Bean y cruzó el pasillo a la carrera. Era la primera vez que entraba en la Torre Sears, pero el diseño favorecía las líneas rectas (recorrer un edificio de oficinas moderno era coser y cantar si se comparaba con lo que costaba orientarse en una fortaleza medieval), y sus oídos eran lo bastante agudos como para conducirlo hasta el foco del conflicto.
La escena le sorprendió. De pie en el umbral, frente a una sala de reuniones, había una fornida figura en la que reconoció al Brujah, Graham. Sujetaba a una voluptuosa rubia y parecía que estuviera retrocediendo fuera de la estancia. Otras dos personas se encontraban a unos seis metros de distancia, al otro lado de una enorme mesa, junto a un boquete practicado en una ventana. Una de ellas era una atractiva mujer árabe de la que emanaba el perfume de la violencia y la justicia. La otra pertenecía a una esbelta figura cuyo sexo constituía un misterio, puesto que irradiaba un fulgor tan cegador que Beckett no conseguía mirarlo directamente. Se encogió por instinto, sobreponiéndose con esfuerzo al efecto amedrentador de la luz.
Graham giró al oír que se acercaba y vio a Khalid y a Bean, que llegaban al tiempo que Beckett transponía el umbral.
—¡Joder, cómo me alegro de veros! —gimió Graham—. No os vais a creer lo que han...
—Es tu última oportunidad —interrumpió la mujer—. Me importa una mierda los refuerzos que consigas. Si no sueltas a Margie, no saldrás de aquí.
—¿Tú sabes quiénes son estos tíos? Te...
—¡El Corazón! —gritó Khalid, interrumpiendo a Graham como hiciera antes la mujer—. ¿Dónde está?
—Lo he tirado por la ventana —respondió la mujer, escrutando con ojos plácidos la pesadilla que era el semblante de Khalid.
Una maldición entre dientes y Khalid desapareció, en pos de los ascensores. Bean paseó la mirada por aquel cuadro, hasta posarla en una esquina vacía.
—¿Hannah? ¿Merece la pena que nos impliquemos en esto?
—¿Estás de guasa? —repuso una voz—. Hace diez minutos que esto ya no tiene ninguna gracia.
Beckett sopesó sus opciones. Podía seguir a Bean y a la invisible Hannah y reunirse con Khalid. Podía quedarse y dilucidar qué ocurría en esa sala de conferencias. O podía seguir su propio camino y ver qué respuestas revelaba esa misteriosa reliquia.
Al ver que Beckett avanzaba, Graham empujó a su rehén a un lado y siguió sus pasos.
—¡Eso es, a eso me refería! —exclamó, aprestándose para el combate—. ¡Tú y yo, Beckett, vamos a cargárnoslos!
—Perdona, Graham, pero te equivocas —contestó Beckett, al tiempo que se tensaba para la transformación—. Esto no es de mi incumbencia.
Dicho lo cual, sus alas correosas lo impulsaron a través del aire invernal, en picado hacia el suelo.
Carpenter se estaba quedando sin fuelle. Aquella cosa con la que le había atacado Sforza estaba pasándole factura. Ni siquiera recurrir a la fuerza del martillo resultaba ya suficiente; todo el poder se concentraba en mantenerlo de una pieza. La navaja le llamaba pero, con la ayuda del martillo, la ignoró. Procuraba poner buena cara pero, si ese macarra hacía algo más, estaría a su merced. En ese momento, Nicholas Sforza se apartó de él, trastabillando, mirando hacia arriba...
Y Carpenter lo sintió; la misma aura que había notado cuando arrasó el Templo de Akenatón... la misma aura que el inmortal Nicholas Sforza afirmaba que pertenecía a ese "corazón" suyo. Los sentidos de Carpenter, sintonizados con la energía vital, presintieron la caída del "corazón"; allí, un choque apagado a doce metros de distancia. Otra fuerza vital, antigua y poderosa (aunque no tan potente como la anterior), llegó una fracción de segundo más tarde. Ésta produjo un fuerte estampido húmedo al chocar. ¿Era eso un grito? No estaba seguro; bien pudiera haberse tratado de las sirenas.
Presa de una súbita inspiración, saltó hacia delante, amasando toda su fuerza en un poderoso martillazo. Sforza vio venir el ataque en el último momento y levantó el brazo para frenar el golpe. Se produjo un tañido y saltaron chispas cuando el martillo se hubo estrellado contra el grueso brazalete que llevaba el macarra. Sforza soltó un grito, sujetándose la muñeca, y Carpenter aprovechó la abertura para empujarlo con todas sus fuerzas al interior de la furgoneta siniestrada. Carpenter giró en redondo y avanzó hacia el aura tan rápido como le era posible. Allí, la estructura del aparcamiento. Estaría en lo alto. Recurrió a la fortaleza del martillo y corrió hacia la escalera, tan deprisa como eran capaces de transportarle sus piernas muertas.
Thea no sabía qué pensar de la turba que había aparecido ante la puerta de la sala de conferencias. Captó cómo Jake musitaba "oh, mierda", pero ella había llegado al punto en que le daba igual a qué atrocidad tenía que enfrentarse con tal de liberar a su amiga.
De repente, la mitad del grupo se desvaneció en cuanto supieron que la vasija no estaba allí. Thea sabía que era un artefacto de gran potencia, pero podían hacer con él lo que quisieran. Tal vez más tarde se arrepintiera de su decisión pero, en esos momentos, ya había perdido a demasiadas personas cercanas a ella como para soportar además la muerte de su mejor amiga. ¿Dos vampiros contra Jake y ella? Sabía que una pareja de cazadores no tendría ninguna oportunidad, pero las palabras de apoyo de Jake le prestaban el coraje necesario para intentarlo.
Sólo que el tipo alto de los ojos rojos pasó de largo como si no les hubiera visto... para saltar por la ventana igual que había hecho aquel viejo vampiro tarado. Sin embargo, en lugar de caer a plomo, éste se estremeció y... se comprimió, ¡hasta convertirse en un puñetero murciélago! Y yo que creía que ya lo había visto todo.
—¡Thea! —chilló Jake.
Saltó a un lado, consciente de que la amenaza aún no había desaparecido. No fue suficiente; Graham la agarró del brazo y la zarandeó como a una muñeca de trapo. Thea supo que pretendía tirarla por la ventana y que no había nada que pudiera hacer para detenerlo.
El mundo se había vuelto del revés; intentaba asirse a cualquier cosa que pudiera amortiguar su caída. Consiguió golpearse el codo con una de las sillas de la sala reuniones... y se cayó al suelo, rota la presa del vampiro. ¿Qué demonios? Cuando se hubo sentado, vio que Jake y Graham rodaban por el suelo, peligrosamente cerca de la ventana rota. ¡El pequeño "no haría daño ni a una mosca" Jake se había tirado encima de un vampiro para salvarla! La extraña iluminación que rodeaba a Jake era lo único que lo mantenía con vida en esos momentos. El vampiro gateaba para alejarse de él como si estuviera recibiendo una dolorosa corriente eléctrica. Thea veía que el fulgor de su compañero se atenuaba por segundos; cualquiera que fuese el fuego interior que lo alimentaba, se estaba consumiendo.
Thea bregó por ponerse de pie; la fatiga le agarrotaba las extremidades. Esperó a ver una abertura y, canalizando su fuerza menguante, apuntó a la cabeza de Graham. Golpeó con la mano izquierda; aunque apenas le rozó la sien, el haz blanco resultante fue tan poderoso que aplastó la cabeza del vampiro contra el suelo. La criatura permaneció aturdida el tiempo suficiente para que Jake se levantara tambaleante antes de que el ser rodara hasta quedarse encogido delante del negro boquete que era la ventana. A Thea le quedaba un último resquicio de fuerzas en su interior y, cuando Graham se tensó para saltar, lo utilizó.
En el momento en que el vampiro se impulsaba, Thea cargó con el hombro derecho por delante.
Beckett descendió en espiral, pugnando contra las corrientes de aire que rodeaban a la Torre Sears, y no tardó en ver el cuerpo destrozado de Critias sobre el cemento del aparcamiento. Voló en círculos sobre el escenario, calculando que una caída de setenta alturas debía de haber garantizado su destrucción. Aun con la fuerza que había acumulado a lo largo de siglos de no-vida, Beckett no habría tenido ninguna esperanza de sobrevivir a aquella defenestración.
Atestiguaba la antigüedad de Critias el hecho de que él sí hubiera sobrevivido. Aleteando en lo alto, Beckett vio cómo los huesos pulverizados de Critias se soldaban, su carne hendida se cerraba, la sangre regresaba a su cuerpo como mejor podía. Transcurriría algún tiempo antes de que el antiguo vampiro recuperase toda su fuerza, pero podría volver a caminar en cuestión de horas.
Por impresionante que fuera la resistencia de Critias, Beckett no podía por menos que sobrecogerse ante el poder que debía de ostentar su sire. La influencia de Lobo Pálido, Menelao, había sido tan sutil y, al mismo tiempo, tan absoluta, que el primogénito Brujah estaba dispuesto a sufrir graves heridas y a enfrentarse a su posible destrucción con tal de recuperar una baratija egipcia. ¿Cómo podía asumir Beckett que un feble brazalete le protegería de ese poder inconmensurable? Su instinto le decía que seguía siendo el dueño de su propia mente, pero eso no significaba nada si Menelao era capaz de influenciar a su propio chiquillo sin que éste se percatara de ello.
Mas, ¿qué podía hacer Beckett? Sucumbir al miedo y a la paranoia lo convertirían en un peón, igual que si estuviese bajo control directo. Templó sus nervios y siguió adelante. Era hora de encontrar el objeto de tanta conmoción.
La zona era demasiado caótica como para servirse de su percepción actual; tendría que cambiar de forma si quería ver el artefacto de los inmortales que debía de haber caído cerca del cuerpo de Critias... o debajo.
Beckett planeó y estaba transformándose cuando una figura irrumpió procedente de la escalera cercana y se lanzó a la carrera. Iba seguida de otro hombre, que pugnaba por darle alcance.
A Beckett no le quedaba más remedio que terminar de regresar a su forma humana; intentar revertir una transformación en pleno proceso era tan fácil como detener un estornudo cuando había comenzado. Cuando Beckett apareció como si saliera de la nada, el primer hombre se detuvo en seco, mientras que el segundo, aún a metros de distancia, tropezaba y estuvo a punto de caerse. Beckett lamentó tener que matar a dos mortales en un momento tan inadecuado. En ese momento, se le pusieron los pelos de punta cuando la Bestia de su interior se estremeció, presa de un pavor ancestral. Lo que tenía ante sí no era mortal.
—Perra suerte —se quejó Nicholas Sforza-Ankhotep, a nadie en particular—. Justo acabo con mis dos escarabajos de luz y va y aparece el vampiro.
Su tono cansino ocultaba una ira y una frustración tremendas. El ataque de Carpenter le había cogido desprevenido; peor aún, el escarabajo brújula había sido destruido. Le parecía que también tenía la muñeca fracturada, pero ése era un contratiempo secundario. Ibrahim estuvo a su lado al momento y le ayudó a levantarse. Los dos salieron corriendo detrás de Carpenter en cuestión de segundos, pero el hijo de perra tenía toda la ventaja que necesitaba. Iba en busca del Corazón y, sin la brújula, Nicholas tenía todas las de perder a Carpenter en las oscuras calles de la ciudad si ese muerto bastardo salía del aparcamiento antes de que él pudiera ponerle la mano encima.
Sin embargo, no había ni rastro de Carpenter en el piso de arriba, tan solo un cuerpo despachurrado. Lo más probable era que hubiese bajado por la rampa y hubiera salido por el otro lado. Nicholas comenzaba a encaminarse hacia la rampa cuando surgió un ghul de la nada. Aquel era el último impedimento que necesitaba en esos momentos.
El vampiro lo miraba con un gesto de curiosidad mezclado con miedo. Eso supuso Nicholas, al menos; no era fácil interpretar la expresión de unos demoniacos ojos rojos iridiscentes. Ibrahim, que había coronado las escaleras detrás de Nicholas, se aprovechó de la distracción para dar un rodeo y poder apuntar a placer. Nicholas levantó una mano para detenerlo. Recuperar el Corazón era mucho más importante que enzarzarse en una pelea con un ghul. Eludiría a la criatura si le era posible, y la arrollaría si se veía obligado; en cualquier caso, planeaba perder el menor tiempo posible.
Para terminar de complicar las cosas, el primer coche de policía frenó con un patinazo en la calle. Nicholas supuso que les quedaban dos minutos antes de que dieran con ellos, mientras Carpenter se alejaba más y más a cada segundo.
El vampiro seguía allí plantado, observándolo, por lo que Nicholas se decidió a romper el hielo. Antes de que pudiera hablar, el ghul dijo:
—Tú eres la momia, ¿verdad? —El espectro de una sonrisa aleteó en las comisuras de sus labios.
—No tenemos nada que ver contigo —repuso Nicholas, esquivando la pregunta—. Te has puesto en medio de nuestro camino, eso es todo.
Parecía que la criatura le daba vueltas a aquello en su cabeza. Un par de segundos más tarde, retrocedió un paso y levantó las manos (grandes, peludas y cuajadas de garras), enseñando las palmas.
Nicholas miró de soslayo a Ibrahim y asintió. Rodearon al vampiro y al cuerpo tirado en el cemento, sin que Ibrahim dejara de apuntar al ghul con su Mac-10 en ningún momento. Giró conforme avanzaban ellos, pero no hizo ademán de agredirlos. Nicholas estaba seguro de que no iba a intentar nada contra ellos, pero siguió sintiéndose incómodo al volverle la espalda.
No obstante, Carpenter y el Corazón eran lo primordial; no tenía tiempo que perder con rarezas de ojos rojos.
La apuesta de Thea dio sus frutos. Cuando golpeó a Graham, la fuerza que imbuía al tatuaje de su hombro estalló en un haz blanco con un agudo crujido que la dejó ciega y sorda. La detonación separó a los dos hombres. Thea se estrelló contra el borde de la mesa, y Graham salió disparado a través del boquete practicado en la hilera de ventanas. La joven pugnó por incorporarse, no conseguía ver nada más que una silueta que porfiaba en la cornisa. ¡El vampiro se había agarrado a una arista de cristal reforzado para detener su caída!
En esos mismos instantes, Graham estaba levantándose a pulso para regresar al interior. Thea intentó reunir un último ápice de fuerza para atacar al vampiro, pero el esfuerzo era titánico. El dolor laceró su costado y la tiró al suelo. El golpe contra la mesa había provocado que saltaran los puntos de sutura; sintió el calor que se propagaba por su flanco conforme la sangre empapaba su camiseta.
En ese momento, una silueta se interpuso entre el vampiro y ella. Se escuchó un alarido y un topetazo sordo, seguidos de un grito que se atenuaba deprisa. La oscuridad se estaba apoderando de sus sentidos, pero mantenía la consciencia suficiente para notar las manos que la levantaban y la ayudaban a sostenerse.
—Jake —gimió—. Yo creía que a todo le veías su lado bueno.
—Hay una excepción para cada regla. Vamos, Thea. Salgamos de aquí.
Beckett encontró los fragmentos de una urna que hedía a algo seco e intemporal. El contenido había desaparecido, pero el olor era inconfundible; podría rastrear el artefacto cuando se lo propusiera. Khalid y sus cohortes ya debían de estar peinando las calles en su busca. El primogénito Nosferatu necesitaba la ayuda de Beckett; tenía la certeza de que Khalid volvería a ponerse en contacto con él a propósito del asunto de Menelao y la reliquia de la momia.
Así que, ¿qué venía a continuación? Khalid tenía la pericia suficiente para dar con el misterioso artefacto; eso dejaba al inmortal y a los cazadores. Lo cierto era que quedaba otro elemento. Miró a Critias, que se recuperaba muy despacio, asombrado aún ante la evidencia del poder de un Matusalén. Tocó el brazalete de plata que le rodeaba la muñeca y se estremeció.
Un gemido estentóreo escapó del cuerpo tendido sobre el cemento. Beckett se acuclilló y vio que los ojos recién restaurados de Critias parpadeaban y clavaban en él una mirada furiosa. La caja laríngea de la criatura aún no se había recuperado, pero el mensaje estaba claro.
—No parece que estés en condiciones de moverte. ¿Estás seguro...?
Un gruñido perentorio acalló cualquier duda. Empero, ¿adonde ir? La policía había comenzado a acordonar la zona. Sin duda Critias tenía influencia entre las autoridades, pero no se encontraba en condiciones de ejercerla. Beckett alzó la mirada cuando su oído captó un tenue sonido.
La Torre Sears se erguía ante él, un negro reducto de seguridad. Si consiguiera entrar con Critias, su gente se ocuparía del resto. Pero, ¿cómo...?
Por supuesto. No solía utilizar esa forma, pero era perfecta para situaciones como aquella. Beckett concentró su voluntad e invocó el cambio. Su rostro se deformó y se acható, la nariz se replegó y las orejas se agrandaron y se volvieron peludas. Sus dedos se estiraron y se estrecharon, y una membrana correosa se extendió entre ellos y a lo largo de su costado. Su cuerpo se comprimió y brotó un espeso pelaje negro. En cuestión de segundos, la transformación se hubo completado; ya no era una criatura humana ni animal, sino una mezcla de ambos.
Beckett cogió al malherido Critias con sus enormes pies dotados de garras y extendió unas enormes alas correosas. Batió sus poderosos brazos de murciélago y ganó altura. Mientras se elevaba en la noche, una forma vociferante pasó junto a él como una exhalación en dirección contraria. Las orejas de murciélago de Beckett recogieron el húmedo sonido del impacto de Graham contra el cemento, ya manchado de inmundicias.
Beckett se preguntó si sería buena idea volver a meter a Critias en el edificio. Una pareja de mortales había conseguido defenestrar a dos vampiros desde la Torre Sears. ¿Qué suerte correría él si se arrojara a sus garras? No, estarían locos si se hubieran quedado en el interior. Además, no sabía adonde más podría llevar a Critias, y no resultaba sencillo transportar nada muy lejos en esa forma. Haría un vuelo de reconocimiento; si los cazadores seguían allí, se llevaría a Critias al tejado.
Mientras peleaba con el peso muerto y con los caprichosos vientos en dirección a la ventana abierta (la sala de reuniones se veía vacía), Beckett pensó en soltar a Critias. Otra caída sería más de lo que podría soportar incluso el venerable Brujah. Los últimos acontecimientos les habían colocado en extremos opuestos, y supondría una complicación menos para Beckett. Por otro lado, podría beneficiarse del hecho de que Critias le debiera un favor. Sí, un primogénito agradecido nunca estaba de más.
Se produjo un momento de tensión cuando Beckett tuvo que plegar las alas y confiar en la inercia para atravesar la estrecha abertura. Aparte de tener que tirar a Critias sin miramientos encima de la mesa y de tropezar con la pared antes de recuperar su forma humana, no se produjeron mayores complicaciones.
Comprobó el estado de Critias, que parecía que había vuelto a sumirse en la inconsciencia para concentrarse en su curación. No quedaba sino esperar a que aparecieran los encargados de la seguridad del primogénito. Beckett anduvo alrededor de la mesa, siguiendo el mareante aroma de la sangre fresca. Se solazó en la fragancia, no sólo en la de la preciosa vitae, sino también en la de la mujer que la había vertido. Ensanchó las aletas de la nariz, imprimiendo a fuego aquel olor en su cerebro. Su larga y delgada lengua asomó para tantear la sangre, y la lamió.
Pensó en seguir a su nuevo objetivo. Sin duda ella y sus amigos seguían dentro del edificio, en alguna parte. Pero no, lo mejor sería quedarse ahí por el momento, aprovecharse del rescate de Critias. Beckett no olvidaría así como así la incomparable fragancia de la mujer. Cuando estuviese preparado, se presentaría ante ella.
Thea se desplomó junto a Jake sobre el sofá en el caos ordenado que él llamaba hogar. Margie dormía el sueño de los justos en la cama del joven, en la otra punta de la sala; Thea sentía que también ella estaba a punto de marchitarse. Aunque su cuerpo había cruzado el límite del agotamiento, su mente seguía demasiado excitada como para concederle el reposo.
Jake permanecía en silencio a su lado, apoyándola con su presencia. Ella estaría muerta a esas alturas (y también Margie) de no haber sido por el siempre optimista Jake. Su asombroso y cegador halo había mantenido a raya a los vampiros, y su cabeza fría los había sacado de la Torre Sears mientras el lugar comenzaba a atestarse de personal de seguridad y policías. Thea estaba tan aturdida por culpa de las magulladuras y la pérdida de sangre que no lograba recordar cómo habían escapado. Se acordaba de las horas de espera en la oscuridad, acompañada del dolor latente de su herida que se cerraba. Luego, la carrera hacia el exterior, los tenues primeros rayos del alba que coronaban los edificios a su alrededor; un taxi que se detenía en una curva el tiempo suficiente para recogerlos; el nublado reconocimiento de Lupe Droin, una camarada cazadora, al volante; un accidentado viaje que había desembocado en la casa de Jake. Y ahora, por fin, paz y tranquilidad.
No podía durar; Thea lo sabía como sabía que después de la noche viene el día. Los vampiros de la ciudad conocían sus identidades. Era cuestión de tiempo que dieran con ellos. Y Carpenter seguía ahí afuera, en alguna parte, haciendo Dios sabía qué con su cautivo, el misterioso Nicholas Sforza. Luego estaban los hombres de Sforza, los belicosos egipcios que ansiaban el Corazón. Si quedaba alguno de ellos, no tendrían ni idea de que Jake y ella ya no poseían la urna. Thea desconocía lo que habría ocurrido con el canope después de que lo tirara por la ventana; tampoco le importaba. Por lo que ella sabía, aquel viejo vampiro rechoncho lo había cogido, se había convertido en un murciélago igual que hiciera el de los ojos raros, y se lo había llevado volando. Que le aproveche, era lo único que podía decir.
No, no habría paz, y la tranquilidad duraría poco. Saber lo breve que iba a ser su descanso lo volvía aún más valioso. Conforme una expresión apacible, casi beatífica, se extendía por su semblante, Thea Ghandour fue quedándose dormida.
Carpenter estaba hundido en el asiento trasero, empapándose del miedo del taxista. La emoción de un conductor aterrorizado no bastaría para devolverle todas sus fuerzas, pero le sabía a gloria. Tal vez incluso lo dejara con vida. Sabía Dios que el pobre bastardo no volvería a recoger a nadie en una esquina a oscuras sin asegurarse antes de que no estuviera cubierto de sangre y destrozado.
Carpenter movió la Colt que había mantenido guardada en su sobaquera derecha ("de repuesto", supuso que tendría que empezar a llamarla, dado que ya no podría empuñar dos armas a la vez ahora que le faltaba media mano izquierda), para que siguiera en contacto con la nuca del taxista. Con la mano mutilada, sacó un pañuelo achicharrado del bolsillo de su chaqueta y rebuscó en sus pantalones hasta dar con el objeto que había cogido de una vasija de cerámica destrozada apenas unos minutos antes.
Aquella cosa apergaminada que sostenía le ponía los pelos de punta. Palpitaba con una fuerza vital tan poderosa que ni siquiera soportaba mirarla. Prometía una salvación que no se le habría ocurrido imaginar hasta hacía muy poco. La mera idea de que pudiera estar sosteniendo la inmortalidad en su mano era más aterradora que cualquier otra cosa que hubiese experimentado jamás. No porque le diera miedo vivir para siempre, sino porque le infundía una sensación que hacía mucho que había perdido... la esperanza.
Nicholas iba de un lado para otro del refugio, maldiciendo en lenguas modernas y arcaicas por igual. Ibrahim estaba cerca, cabizbajo y apesadumbrado, sin decir nada. No es que la diatriba de Nicholas estuviera dirigida contra el único miembro superviviente del culto Eset-a dedicado a su servicio. Ibrahim se había portado tan bien como cabría esperar, e incluso había llegado a recibir dos balazos de aquel muerto bastardo.
Su ira ni siquiera iba dirigida contra Maxwell Carpenter. Por lo menos, no toda. El que aquel hijo de perra se hubiera aferrado a su parodia de vida, no sabía cómo, para volver a acosarlo resultaba frustrante. El que hubiera robado el Corazón y se hubiera escapado con él era increíble.
Su ira iba dirigida contra sí mismo. A Nicholas Sforza-Ankhotep le enfurecía no haber sido capaz de detener a Carpenter, aquel diablo sin sangre. Era un inmortal, uno de los Amenti, los inmortales... una momia. Su poder era muy superior al de cualquier cadáver deslavazado que se negara a admitir que había muerto.
Empero, Nicholas se había comportado más como el patético mortal que estaba acostumbrado a ser que como la mano de eterna justicia en que se había convertido. Pese a la fuerza de su espíritu, pese a toda la magia a su disposición, Nicholas Sforza había permitido que el Corazón se le escapara de las manos.
Recuperó la sensatez. Había cometido errores, y sus enemigos se habían aprovechado de ellos. Pero seguía siendo Amenti. Seguía siendo el elegido de su dios Osiris. La lucha distaba de haber terminado, y la justicia sería suya.
Disponía de una eternidad para conseguirlo.